El rey Salomón, hijo de David, poseía un palacio de mármol blanco. Ubicado sobre un alto pedestal a cuya cumbre se accedía gracias a una doble escalinata, comprendía patios y estancias majestuosas soportadas por un bosque de altísimas columnas estilizadas sobre cuyos capiteles descansaban toros celestiales.
Este palacio, llamado Persépolis, se acompañaba de un hermoso trono de mármol esculpido, que como todo mueble, se podía desplazar. El trono volaba, llevando a Salomón hacia la región etérea, donde brillaba como una estrella.
Salomón era también conocido con el nombre de Jamshid, que significaba, en sáncrito -la lengua sagrada hindú- Gemelo deslumbrante. Esto explica que Jamshid, que fue el cuarto rey de Persia, en la noche de los tiempos, cuando el universo se estaba completando, fuera quién enseñara a los hombres, las artes con las que habilitar el mundo y hacérselo suyo.
Como todos los educadores de la humanidad, Jamshid tenía unos rasgos que lo distinguían del resto de los mortales -Jamshid era mortal pero vivió seiscientos años-: su cuerpo era etéreo y desprendía luz, y no era una persona, sino dos, lo que duplicaba su capacidad de incidir en el mundo. Jamshid era diestro en el arte textil: urdía con suma facilidad. Ese don también la permitía tramar y planificar. Por eso Jamshid era un gran constructor y un gran arquitecto que sabía dar forma a sus proyectos, técnicas que también legó a los humanos así como el arte de elaborar el material constructivo básico: el ladrillo. Pero Jamshid también sabía fabricar otro tipo de naves, que lejos de anclarse en la tierra, navegaban por los ríos y el ponto. La vida, con Jamshid era más placentera y seguro. No sólo sabía medir y acotar, mesurar y contener -era mesurado y enseñó a comportarse-, sino que también inventó y divulgó el arte de la medicina con el que proteger y cuidar la vida, a la honró con ungüentos y perfumes, fruto de otro are en el que Jamshid era diestro y que legó a sus súbditos.
Pero Jamshid era humano, en el fondo. La vanagloria le pudo. Surcaba el cielo sobre su trono aéreo hasta que un día tras haber retado a Ahura Mazda, el único dios, éste le enfrentó a Ahriman, el ángel caído, que lo derrotó. Y los hombres, desde entonces, pudieron elevarse, ciertamente, pero solo con la imaginación y la poesía, que les concedería una inmortalidad cierta.
Esto es lo que cuenta el gran poeta persa Ferdousi, en Shamameh, el poema fundacional de la cultura persa que redactó en el siglo XI (uno de los poemas más largos de la historia), en el que el islam y el zoroastrismo cohabitan sin problemas, donde la India, Persia y el Levante se encuentran: un lugar de encuentro (como todo hermoso texto, seguramente).
¿Historia o fantasía? ¿Acaso la historia cuenta la verdad y la poesía miente? Lo que Ferdousi narra, y lo que las leyendas persas añaden sobre el otro nombre de Janshid -Salomón- no son palabras vanas. Ocurrieron y siguen ocurriendo porque la palabra escrita lo enuncia. Salomón fue Janshid y tuvo el palacio de Persépolis, y un trono volador con el que ascendió a los cielos y obtuvo de Dios las técnicas para hacer la vida más llevadera en la tierra, porque, a cada vez que empezamos a leer el poema, nuestra imaginación nos muestra lo que el poema describe, como si aconteciera ante nuestra vista, como si estuviéramos en Persia.
Hoy nos haría falta a Ferdousi y tener buena fe para creer en lo que lógicamente debería acontecer -y no lo que ocurre.
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