Hablar a solas no es siempre un signo de locura.
En la penumbra, retirado en una esquina, casi ocultado por una cortina oscura, la cabeza gacha, la mirada intensa, musitando en el vacío, serio, el confesante ensimismado abre y cierra la boca. Pegado de lado a un gran mueble antiguo de madera barnizada, se diría que se esconde. No se oyen sus palabras. Quizá tan solo un rumor, como el agua que discurre. Murmura. Parece hablar consigo mismo. Pero no reza.
El confesor está cerca. Ve pero no se le ve -salvo los puntos luminosos de sus ojos; una celosía le cubre el rostro. El confesante le habla sin mirarlo. De hecho está sentado perpendicularmente al confesionario.
Quien desconozca el ritual católico puede tener la lógica sensación que el confesante habla sin nadie alrededor, habla por hablar.
La confesión es la admisión de una culpa, incluso inconfesable. Por eso, el reconocimiento tiene lugar en voz baja. Se cuenta lo que nadie sabe ni sospecha; hechos personales, que afectan la vida personal. Se narran lentamente, a medida que se recuerdan, casi como si se revivieran. Cada palabra cuenta. Una palabra enunciada suelta lastre. El confesante se va sacando un peso de encima. Los hechos y los actos que reconoce lo van acercando al confesor a quien nunca verá.
Una clase "virtual" se asemeja a (es o debería ser) una confesión. Y este acercamiento dota de sentido lo que no tiene. Es así que hablar sin ver, hablar sin cesar sin saber a quien se habla, empieza a cobrar sentido. El tono de voz baja -solemos hablar demasiado fuerte ante el micrófono del ordenador-, los gestos, contrariamente a la gesticulación a la que la pantalla invita, se reducen. El profesor puede disminuir su imagen en pantalla hasta que ya no reconozca.
Y, entonces, la clase, construida o ilustrada a base de recuerdos y confesiones, de ejemplos personales, levanta el vuelo. Una clase "virtual" debe ser un ejemplo de contención para el que el profesor tenga la sensación que se dirige a cada estudiante del que nada sabe, del que tan siquiera percibe su cara -caras sin cuerpo, en el mejor de los casos, cabezas cortadas-, y cada estudiante pueda, a su vez, tener la impresión que el profesor le habla personalmente, y lo que le cuenta es valioso porque no lo contará más. Que el alumno quiera escuchar y perdonar al profesor, ya es otro tema. Siempre cabe la penitencia.
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