jueves, 11 de marzo de 2021

Objeto devocional (o: hablar a las paredes)

 No solo en culturas tradicionales o antiguas, sino también hoy, hablamos a las paredes. Los creyentes depositan sus esperanzas en los profetas, los santos, los sabios, los héroes o las divinidades; los supersticiosos -que posiblemente seamos todos- nos aferramos a imágenes, medallas y a amuletos que además de tenerlas en la mano incluso besamos. Los fieles, mientras imploran o riñen a las estatuas y a las estampas. Les confían sus secretos, les piden su intervención para premiarlos o para castigar a los enemigos. A las estatuas también se las roza, se las toca, se las besa, o se las derriba, se les parte la cara, se les arranca los ojos. Cada día o en determinadas fechas señaladas, hacemos cola para poder ver, tocar y hablar una imagen de culto. Ésta responde a nuestras expectativas o se muestra indiferente y no nos responde, lo que desencadena alegría o furia, la entrega de ofrendas o el repudio violento. Por Pascua, en las procesiones, de noche, el silencio se rompe con un canto o una plegaria dirigida a un paso de Semana Santa, es decir a una madera pintada y revestida de telas: a un objeto, necesariamente inerte.

Los descreídos también se comportan de manera parecida. La invención del teléfono dio lugar a gestos ambiguos: se hablaba al micrófono, acercado a la boca, pero también se hablaba al vacío. Se trataba, sorprendentemente de un diálogo. Esperábamos, y así ocurría, que el objeto nos respondiera, aunque a veces dejaba de hablarnos, desencadenando la desesperación o la rabia, gritos, insultos, el derribo del aparato o ruegos dirigidos a éste. Los teléfonos portátiles han acentuado esta relación entre el sujeto y el objeto, tan íntima que el objeto de nuestros desvelos, en quien confiamos, nos tiene sujetos.

Cada día, actuamos como los locos: hablamos al vacío; pero, en verdad, nos comportamos como crédulos fieles: hablamos ante y a las máquinas. En unas horas, volveré a encender el ordenador, alzaré la tapa que me mostrará una pantalla, activaré un mecanismo y me pondré a hablar, entonando, con tono convencido, destinado a convencer, con gestos que acompañen las palabras, y expresiones que refuercen las sensaciones que me embargan y que sobre todo quiero despertar, me dispondré a hablar a un objeto -esperando que me escuche y me responda. 

La devoción, la relación íntima con los objetos considerados como seres vivos, tenía lugar ocasionalmente en culturas pre-modernas, antiguas o tradicionales. Los seres humanos hablaban entre si, los días de cada día; solo en determinadas fechas, el monólogo se dirigía hacia un objeto -confiando en que la plegaria se convirtiera en un diálogo. Hoy, en culturas profanas o laicas, cuando no esperamos nada, esperamos que los objetos nos colmen. Les tratamos, les cuidamos y les hablamos -dialogamos más a menudo con ellos que con las personas-, depositamos nuestros deseos o nuestras frustraciones en ellos, confiando plenamente en su atenta recepción. Nos dominan y nos dejamos dominar. Esperamos su intervención. Su presencia nos tranquiliza. Seguimos vivos porque existe esta relación de dependencia o de adoración con un objeto: un ordenador, una pantalla, una cámara.  Pero no son propiamente un espejo o un doble. No son como nosotros. Son entes superiores que nos escuchan o no, sin que nada podamos hacer más que implorarlos y cuidarlos. En cualquier momento, misteriosamente, sin que sepamos porqué, qué hemos dicho o hecho que ha producido una súbita e inexplicable, pero terrible, desafección, enmudecen y dejar de atendernos. Es entonces cuando nos derrumbamos o entramos en pánico. Descubrimos que no somos nada o nadie. Aislados, abandonados, sin que nadie nos preste atención. Y la vida deja de tener sentido.  

La era de la fe no fue ayer; es hoy y, si seguimos así, y mañana. El ser humano es quien fabrica objetos, ciertamente; pero es aún más quien vive dependiendo de ellos. No nos cabe otra manera de ser. Creamos porque sabemos que estamos solos, porque nos sentimos solos, confiando en suplir este vacío. Entre la piedra grabada hace decenas de miles de años, y la pantalla en la que escribo, no cabe diferencia alguna. Me aferro a ella para sentirme vivo. 


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