martes, 10 de agosto de 2021

La imagen de la arquitectura en el arte antiguo (Jerusalén en el tapiz de la Creación)

 


Foto: Tocho, agosto de 2021

Escasas son las representaciones arquitectónicas  naturalistas en el arte antiguo occidental. Aunque no escaseen imágenes de templos, palacios y ciudades, desde la Edad del Bronce (recordemos un célebre fresco  cicládico con una vista de una ciudad portuaria), tan solo el arte romano ha producido imágenes reconocibles, en frescos y relieves, de edificios existentes, aunque la maqueta de gran tamaño de un templo egipcio, hoy en el museo de Brooklyn, debía de tener un referente existente. 

Habitualmente, las representaciones eran  metonímicas: una muralla o una ciudadela no solo documentaba lo que mostraba, sino que estas representaciones tienen que ser interpretadas como imágenes de ciudades amuralladas (y no tan solo de una ciudadela o un paño de muralla), como ocurre por ejemplo en el arte neo-asirio. Templos egipcios y sumerios se denotaban a través de la imagen sintética de su fachada. Una capilla, someramente trazada, podía sintetizar la imagen de todo un templo: así acontece en grabados en sellos-cilindro sumerios.

A menudo, maquetas sustituían a edificios reales desaparecidos o no construidos, cuya construcción no era necesaria para que cumpliera la función a la que iba destinada -albergar a una divinidad- porque la maqueta, naturalísticamente o no, ya cumplía dicha función. El edificio ya estaba presente bajo la “forma” de una maqueta.

Pocas ciudades reales fueron representadas. Ninguna o casi ninguna  antes de Roma y del arte Romano en general. 

Las imágenes de ciudades existentes se referían a ciudades capaces de despertar la imaginación, descritas en textos sagrados, o relacionadas con personajes divinos o legendarios, como Roma, Constantinopla o Jerusalén. 

Dichas imágenes se componían de figuras y de letras. Los textos, que en el arte antiguo casi siempre acompañan a las imágenes figurativas reforzando su capacidad de sustituir a la realidad, de ser la realidad representada, enunciaban el nombre de la ciudad, figurada mediante una construcción singular, no mimética, pero cuyo reconocimiento no daba lugar a duda alguna pues la imagen era tan compleja y colorista que solo podía referirse al edificio emblemático de una ciudad, conocida y recordada precisamente por este edificio que, de algún modo, sintetizaba lo que la ciudad era, habitualmente un espacio sagrado. 

Esta concepción de la función de la imagen se transmitió de la antigüedad a la alta Edad Media a través de los mosaicos, que solían ser inmunes a los incendios, las destrucciones vandálicas o intencionadas, los saqueos y la incurría. 

Es así como, posiblemente, haya llegado la imagen de Jerusalén, desde el arte Romano tardío, oriental, hasta la suntuosa y deslumbrante imagen de la ciudad bíblica en el tapiz bordado más grande y más antiguo conservado, en el que la iconografía bíblica, cristiana y página se conjugan, una imagen que articula formas orientales y occidentales, cúpulas y tejados a dos aguas, el Templo y la catedral románica de Gerona (cuya fachada se traslada a Jerusalén), concebida como el nuevo Templo, en una abigarrada y colorística representación simbólica de la ciudad santa, Jerusalén, el espacio del alfa y omega del mundo, donde fueron enterrados Adán y el nuevo Adán que era Cristo, cuenta la leyenda, en el célebre tapiz bordado de la Creación, del siglo X, hoy perfectamente expuesto en el enteramente rehabilitado museo de la Catedral de Gerona, inaugurado hace pocos meses.

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