sábado, 18 de enero de 2025

A poco de medio siglo más tarde

 Todos hemos tenido o tenemos hijos, nietos, sobrinos, ahijados, hijastros, o incluso amistades (antiguos estudiantes) o parejas mucho más jóvenes, que nos han dado la medida del paso del tiempo, del abismo entre maneras de pensar o de percibir el mundo, y de la creciente incredulidad, incomodidad e incomprensión que se instala y distorsiona la relación.

Por lo que el encuentro con estudiantes, en clase y fuera del aula, hoy, durante el curso, no debería deparar sorpresas ni aportar experiencias o sensaciones muy distintas de las que se tienen o se sufren en los casos antes citados.

Y, sin embargo, sí ocurre. 

Es posible que la ausencia de una relación familiar sea un detonante. Fuera de los encuentros, los diálogos, las conversaciones fuera y dentro de la clase, la relación entre el docente y los estudiantes (“sus” estudiantes) es inexistente o casual. Los lazos acontecen en determinadas circunstancias -lo que no anula la posible amistad, incluso íntima y duradera: quizá la funda.

Lo más sorprendente, sin embargo, y que solo o principalmente acontece en el aula, es la sensación de la existencia de un espejo. El aula, o al menos ocurre con determinados estudiantes, se convierte en un cristal que nos devuelve nuestra imagen medio siglo antes. Ayer y hoy son distintos. Las circunstancias sociales, personales, familiares, culturales, políticas, económicas poco tienen que ver -o no tienen porque coincidir, y, sin duda, más extrañeza causaría que pudieran confundirse. Dos mundos se confrontan: mundos en los que se hallan docentes y estudiantes, separados por decenios de experiencias, ilusiones, desilusiones, logros y fracasos.

Mas, todos los obstáculos que deberían impedir cualquier aproximación o comprensión saltan por los aires. Y se produce una ilusión, un sentimiento que es a la vez cierto e ilusorio: la sensación que los estudiantes somos nosotros medio siglo antes, cuando, precisamente, nos faltaba recorrer medio siglo durante el que ilusiones, aspiraciones, creencias, temores y fatalidades se pondrían a prueba y se revelarían certeras o irreales, inevitables o imposibles, sueños o pesadillas realizados o volatilizados, sin entidad o fatales. Esta sensación de ver en el estudiante lo que fuimos nosotros media o podría dar la desagradable sensación de superioridad que lleva a la fatídica expresión -tan vacua como improcedente- de: ya verás de aquí a cincuenta años, Como si la experiencia inevitable fuera un castigo que lija, roe o destruye sueños  y nos pone en su sitio. Por el contrario, el encuentro con los estudiantes, lejos del cinismo que podríamos esperar -que no se hagan ilusiones que la vida los pondrá en su sitio, una expresión que solo traduce amargura-, como de la ilusoria creencia, tan común en la docencia, que éramos mejores que ellos cuando éramos jóvenes, porque nunca llegaran a lo que somos hoy, el encuentro -pues de un encuentro se trata- produce un fogonazo, un estallido: la ilusión que creíamos pérdida -la inseguridad ante el futuro incierto, temible y maravillosa, pues invita a un recorrido no previsto ni previsible, a un recorrido que solo puede ser personal, sin modelos que puedan guiar al estudiante- la ilusión, decíamos, existe y se manifiesta: la bendita sorpresa, la revelación de lo desconocido, el deseo de conocimiento, y la ilusión, en este caso luminosa, que los obstáculos no serán tales, y que los errores que han cometido los docentes no serán y no se cometerán. Y nadie puede asegurar que se vayan a cometer de nuevo. 

El espejo que el estudiante tiende refleja lo que éramos y a lo que aspirábamos, por encima de las diferencias antes citadas que la edad establece. Un espejo en el que el desengaño no empaña, las ilusiones se quiebran, y las esperanzas vitales, todo y las inseguridades, necesarias, están allí, enteras, íntegras, e incontaminadas. Que no vayan a seguir siéndolo no es óbice para no admirar, sin nostalgia, la imagen que el estudiante nos tiende.

Quizá por eso la docencia sea un trabajo -una vocación casual o perseguida y desarrollada, voluntaria o hallada sin quererlo- que, pese a las inevitables decepciones, tan hermoso. Nos permite darnos cuenta que, por un lado no somos únicos porque otros son lo que fuimos, y, por otro que la docencia es una práctica compartida: ambos, estudiante y docente aprenden uno del otro, un aprendizaje de la vida. Pasado y presente se unen para complementarse y enriquecerse, relativizando éxitos y fracasos, permitiendo descubrir que la vida es un trenzado, un tejido imprevisible y, sin embargo, a partir de una trama que solo se desvela a medida que se avanza. Si, la palabra medida, o mesura, es reveladora: mide lo que fuimos y los que somos, lo que aprendimos de nuestros docentes, y lo que enseñamos hoy. con la alegría, la esperanza o la ilusión que la enseñanza -que no fue vana para nosotros, y no lo es cuando aprendemos de los estudiantes-, es un aprendizaje que se transmite, un legado compartido.

 

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