Desde
el aire, mientras el avión de Pegassus desciende, a las dos y cuarto de la
madrugada, Bagdad aparece como una ciudad muy distinta que en 2008 cuando mi
primer viaje: la extensión y la intensidad de difusas luces naranjas que cubren
la llanura hasta el horizonte, señalan un cambio muy importante.
El número de pasajeros y su calidad -ya no son escuadras de cabezas rapadas de Blackwater, la siniestrada compañía de seguridad privada norteamericana que reinaba entonces, aunque el aeropuerto sigue siendo una propiedad privada norteamericana- corrobora la impresión.
Tras el control de pasaportes y de equipaje, la imagen se desenfoca: ya no me esperan once Geos armados, no me imponen un chaleco antibalas, ni nos vamos a desplazar a toda velocidad -independientemente del tráfico y los posibles obstáculos, por la calzada, incluso en sentido contrario, o por la acera, en un convoy armado y con las sirenas a todo volumen, como en 2008- pero me siguen esperando dos policías, anti-disturbios, armados, que me tienden un chaleco antibalas -que no me pongo, esta vez- en el interior del mismo vehículo que me recogió hace once años: un vehículo Toyota Cherokee con el máximo blindaje (nivel 7), captación de aire por un periscopio por si hubiera que vadear (por las marismas del sur; en Bagdad es más difícil…), sistema anti-incendios en el interior, ruedas que se hinchan solas si se pincha, y troneras para poder disparar sin abrir ventanillas. El maletero, además de blindado, está cerrado por una segunda compuerta metálica parecida a la de una caja fuerte. Dentro metralletas. Bagdad, Kabul y Jartum siguen estando consideradas como las capitales más peligrosas del mundo.
La carretera del aeropuerto al centro de la ciudad sigue siendo una de las más peligrosas del mundo -solo superada por la de Kabul; los coches-bomba aún estallan -la semana pasada a quinientos metros de donde se hallaba el embajador español-, y la frecuencia ha aumentado desde el reciente recrudecimiento de la tensión entre los Estados Unidos e Irán. Pese a la retirada de treinta quilómetros de muros Texas de hormigón por la ciudad, la imagen de la misma es aún la de una ciudad partida por esas estructuras coronadas de alambradas. Los controles, incesantes, innumerables, han disminuido, pero no son infrecuentes (varios en un mismo trayecto corto), y causan atascos monumentales. El zumbido de helicópteros militares que vuelan tan bajo que es posible leer las cifras de las matrículas desde la calle –nadie levanta la cabeza: son demasiado habituales- no cesa. Los cortes de luz, diarios: unos seis al día. Las máquinas de aire acondicionado se desconectan; y a cuarenta y nueve grados –el clima es muy seco, sin embargo- el aire pronto se vuelve irrespirable de día. Los generadores siguen siendo imprescindibles. La Zona Verde se ha abierto al tráfico (su cierre, en pleno centro, constituía una pesadilla para los desplazamientos). Pero es imposible detenerse y está prohibido andar en muchas zonas. Se ha convertido en una extensa área de paso fuertemente custodiada. La vida nocturna ha vuelto –cuando disminuye la temperatura. Tiendas, bares y restaurantes abren hasta muy tarde. No hay alumbrado público, pero las luces de los escaparates y de los anuncios luminosos son deslumbrantes. Contrastan con las ruinas de los edificios bombardeados en 2003 o destruidos por coches bomba hasta hoy que no han sido reconstruidos o eliminados, y cuyas armaduras retorcidas sobresalen por encima de la barrera de los muros Texas que los rodean. Es imposible salir de la capital. Nadie se desplaza por carretera. El Estado Islámico se está reformando y vuelve a ser una amenaza. Y sin embargo, Bagdad, una ciudad muy poco densa, de edificios bajos, de novecientos quilómetros cuadrados, que se extiende durante más de treinta quilómetros en todas direcciones, agazapada bajo un inmenso palmeral y huertas –la ciudad queda lejos, a menudo, incluso en pleno centro-, cruzado por el Tigris perezoso, en un entorno natural que solo tiene rivales en río de Janeiro y Venecia, sigue siendo una ciudad fascinante. E invivible a menudo.
El número de pasajeros y su calidad -ya no son escuadras de cabezas rapadas de Blackwater, la siniestrada compañía de seguridad privada norteamericana que reinaba entonces, aunque el aeropuerto sigue siendo una propiedad privada norteamericana- corrobora la impresión.
Tras el control de pasaportes y de equipaje, la imagen se desenfoca: ya no me esperan once Geos armados, no me imponen un chaleco antibalas, ni nos vamos a desplazar a toda velocidad -independientemente del tráfico y los posibles obstáculos, por la calzada, incluso en sentido contrario, o por la acera, en un convoy armado y con las sirenas a todo volumen, como en 2008- pero me siguen esperando dos policías, anti-disturbios, armados, que me tienden un chaleco antibalas -que no me pongo, esta vez- en el interior del mismo vehículo que me recogió hace once años: un vehículo Toyota Cherokee con el máximo blindaje (nivel 7), captación de aire por un periscopio por si hubiera que vadear (por las marismas del sur; en Bagdad es más difícil…), sistema anti-incendios en el interior, ruedas que se hinchan solas si se pincha, y troneras para poder disparar sin abrir ventanillas. El maletero, además de blindado, está cerrado por una segunda compuerta metálica parecida a la de una caja fuerte. Dentro metralletas. Bagdad, Kabul y Jartum siguen estando consideradas como las capitales más peligrosas del mundo.
La carretera del aeropuerto al centro de la ciudad sigue siendo una de las más peligrosas del mundo -solo superada por la de Kabul; los coches-bomba aún estallan -la semana pasada a quinientos metros de donde se hallaba el embajador español-, y la frecuencia ha aumentado desde el reciente recrudecimiento de la tensión entre los Estados Unidos e Irán. Pese a la retirada de treinta quilómetros de muros Texas de hormigón por la ciudad, la imagen de la misma es aún la de una ciudad partida por esas estructuras coronadas de alambradas. Los controles, incesantes, innumerables, han disminuido, pero no son infrecuentes (varios en un mismo trayecto corto), y causan atascos monumentales. El zumbido de helicópteros militares que vuelan tan bajo que es posible leer las cifras de las matrículas desde la calle –nadie levanta la cabeza: son demasiado habituales- no cesa. Los cortes de luz, diarios: unos seis al día. Las máquinas de aire acondicionado se desconectan; y a cuarenta y nueve grados –el clima es muy seco, sin embargo- el aire pronto se vuelve irrespirable de día. Los generadores siguen siendo imprescindibles. La Zona Verde se ha abierto al tráfico (su cierre, en pleno centro, constituía una pesadilla para los desplazamientos). Pero es imposible detenerse y está prohibido andar en muchas zonas. Se ha convertido en una extensa área de paso fuertemente custodiada. La vida nocturna ha vuelto –cuando disminuye la temperatura. Tiendas, bares y restaurantes abren hasta muy tarde. No hay alumbrado público, pero las luces de los escaparates y de los anuncios luminosos son deslumbrantes. Contrastan con las ruinas de los edificios bombardeados en 2003 o destruidos por coches bomba hasta hoy que no han sido reconstruidos o eliminados, y cuyas armaduras retorcidas sobresalen por encima de la barrera de los muros Texas que los rodean. Es imposible salir de la capital. Nadie se desplaza por carretera. El Estado Islámico se está reformando y vuelve a ser una amenaza. Y sin embargo, Bagdad, una ciudad muy poco densa, de edificios bajos, de novecientos quilómetros cuadrados, que se extiende durante más de treinta quilómetros en todas direcciones, agazapada bajo un inmenso palmeral y huertas –la ciudad queda lejos, a menudo, incluso en pleno centro-, cruzado por el Tigris perezoso, en un entorno natural que solo tiene rivales en río de Janeiro y Venecia, sigue siendo una ciudad fascinante. E invivible a menudo.
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