lunes, 1 de noviembre de 2021

Crítica del juicio

 




Foto: Tocho, noviembre de 2031. 

El jardín de Ca’ l’ Aranyo, recientemente inaugurado en el Poble Nou de Barcelona, incluye una escultura monumental, titulada Himno, Mito y Paraiso que la artista Susana Solano creó este año. La escultura, empequeñecida por los imponentes y un tanto amenazadores edificios de vidrio circundantes, se ubica entre los sinuosos bancos corridos que zigzaguean por el jardín, en un intento de distraer de los inmutables guardianes que rodean el jardín.

La estética moderna occidental sostiene que los humanos debemos relacionarnos de un modo singular con las obras de arte, y que un objeto cualquiera deviene una obra de arte si se le considera de dicho modo tan ajeno al trato directo con las cosas. Las obras de arte tienen que observarse -la vista es el órgano sensible predilecto de la estética occidental- desde cierta distancia, y se tiene que reflexionar sobre su posible sentido que emana de la impresión recibida, sin poder intimar con ella. Su sentido, en todo caso, siempre es ambiguo o múltiple, y no se agota nunca, nunca se llega a descubrir todos sus matices, pese al número de veces que se contempla la obra. La contemplación, por otra parte, activa la vista y la mente, mediando la imaginación entre éstos (extrayendo un sentido de la impresión sensible que el intelecto debe analizar, la imaginación figurándose sentidos que la mente ordena, selecciona o descarta), pero dicha observación no pretende sacar ningún provecho ni buscar ninguna clara y unívoca respuesta del diálogo con la obra, de las preguntas que la obra pueda plantear (la obra inquiriendo y brindando algunas pistas sobre las cuestiones que alza) . La obra siempre se reserva ciertos mensajes insondables, de difícil interpretación. Una obra de arte no es un libro abierto.

La exposición del pabellón catalán en la bienal de Venecia de 2019, con la presencia del actor, autor y director Marcel Borrás, sin embargo, trataba de rebatir la realidad de dicho relación tan distante entre el espectador y la obra de arte, aduciendo que, ayer y hoy, en todo tipo de culturas, las creaciones tienen la capacidad, quizá el deber, de imponerse de tal modo que suscitan reacciones imprevisibles, desde la adoración hasta la destrucción. La creación humana oscila entre la reliquia, el amuleto, el fetiche y el ídolo, que despierta éxtasis o locura. Ejemplos recientes en Cataluña y en todo el mundo muestran que la educada relación entre el espectador y la obra naufraga ante reacciones vehementes que llevan a la exaltación de un paso de Semana Santa o a la destrucción de estatuas consideradas dañinas o maleducadas y que no pueden estar a la vista del público so pena de alterar el orden ciudadano. La pasión ciega, que ama o destruye, es mucho más común que la cuidada reflexión que a veces se confunde con la insensibilidad.

Las obras que suscitan reacciones más apasionadas suelen ser obras en las que figuras adoradas, redentoras u odiadas se encarnan: la obra es considerada como la presentación , la manifestación de la figura misma representada.

Por este motivo, el arte abstracto, que no parece evocar nada, o tan solo entes que no afectan la convivencia ni el ánimo -figuras geométricas, elementos naturales, formas que no se reconocen-, no suele suscitar entusiasmos o condenadas patentes. Nadie se detiene fascinado o alterado ante una obra abstracta. 

Mas, su misma invisibilidad lleva a que no merezca atención ni consideración. Aparece como un objeto cuya presencia parece gratuita o innecesaria, un error o un olvido, una cosa prescindible, cuya insignificancia no merece crédito ni cuidado algunos, como un mueble desafecto. La obra recibe el mismo tratamiento que las cosas a las que no concedemos importancia o valor, que consideramos que nada (nos) ocurriría sin no estuvieran. Son cosas inertes, que ni se respetan ni se destruyen porque no despiertan pasiones, sino que se maltratan como maltratamos lo que no es nuestro ni creemos que pertenezca a nadie, como un objeto inservible.

La escultura de Susana Solano seguramente no es su mejor obra. Es y no es una escultura imitativa. O mejor dicho no es lo que parece. Quiere ser una peana que no soporte nada. Es o reproduce una peana que no es ni será peana alguna porque no actuará nunca de base de nada. Quiere ser también un monolito hincado en la tierra aunque se asemeja a una peana apoyada en el suelo. 

Según la estetica occidental, la obra de arte debe suscitar un interés desinteresado, un interés que no busca una satisfacción inmediata, que no colma o satisface ninguna necesidad o falta. 

Pero existen obras de arte actual que tan solo provocan indiferencia, a las que se les da la espalda, se pasa de largo o se las maltrata si ninguna causa ni objetivo, sin tener conciencia de lo que se realiza, meros soportes de nuestros caprichos u ocurrencias.

¿Un problema de educación o un error en la concepción o la materialización de una obra? ¿Una falta de atención pública? ¿Una muestra de descuido o desatención pública?

Si no se sabe que se trata de una escultura de Susana Solano, la desafección, la indiferencia o la desatención ¿son comprensibles o inevitables?  Un panel con una explicación ¿aportaría datos suficientes para que, de pronto, la estatua invisible empieza a ser tomada en serio?

Algunas esculturas ¿tienen cabida fuera de espacios acotados donde devienen obras -museos, galerías, centros?  Los poderes públicos, los artistas y el “mundo del arte” ¿pecan de ingenuidad o de arrogancia?  El arte siempre se dirige a quienes lo siguen y tienen fe en él; en estos tiempos descreídos, indiferentes o educados medianamente, quizá obras como la escultura de Susana Solano no tengan lugar, aunque siempre se puede esperar que un día, alguien, de pronto, levante la cabeza y no vea lo que cree ver, que empiece a ver, como una caída en el camino de Damasco -si la obra no ha quedado reducida a nada. Quizá esta esperanza, ilusa o defendible, justifique que esculturas como Himno, Mito y Paraíso merezcan nuestro respeto, el respeto que, como toda obra educada, no reclama.

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