lunes, 6 de diciembre de 2021

La paradoja de la abstracción (entre Jawlensky y Malevich)

 





El arte abstracto tiene a menudo un fundamento religioso. Malevitch afirmaba pintar iconos cuando pintaba figuras geométricas en blanco y negro (círculos, cuadrados y cruces) y colgaba sus cuadros de pequeño formato en ángulo en las esquinas superiores de las estancias, tal como su ubicaban los iconos religiosos en los templos  bizantinos.

El pintor ruso Jawlensky también estaba influido por la pintura religiosa ortodoxa. Pintó centenares de pequeños cuadros que constituían variaciones sobre un mismo rostro esquematizado, compuesto por líneas rectas horizontales y verticales, en los que apenas se reconocían las trazas de un rostro.

Estas caras se inspiraban en la Santa Faz cristiana (bizantina o católica). Ésta representaba el rostro del dios cristiano. Dicha cara era un verdadero retrato, al contrario que las efigies de los dioses páganos, ya que éstos no tenían una forma humana propia, un verdadero rostro, sino que asumían temporalmente formas humanas conocidas, haciéndose pasar por un conocido, cuando se mostraban a los mortales. Una vez el encuentro realizado, los dioses se esfumaban y abandonaban la apariencia bajo la cual habían materializado.

Por el contrario, el dios cristiano, Jesucristo, era una divinidad llamada Cristo en una persona humana llamada Jesús. Era un dios y un humano al mismo tiempo. Obviamente, quien nacía, crecía y moría en la cruz era la persona humana, mas la divinidad, mientras estuvo en la tierra, estuvo íntima, indisolublemente unida a “su” cuerpo humano. Por tanto, el rostro (humano) de la divinidad no era un disfraz de quita y pon sino el verdadero rostro del dios hecho hombre, hecho a imagen de los hombres, hecho a las formas y los modales humanos, de los que no se distinguía. Nadie podía reconocer en Jesús a una divinidad en medio de una muchedumbre. Era indistinguible de un hombre; era un humano verdaderamente. Su rostro no era una máscara o una careta de la que se podía librar.

Sin embargo, la vida de la divinidad, de Cristo, fue breve, ya que su vida terrenal estuvo unida a la de su persona humana, de Jesús. Tras la muerte de éste, Cristo no pudo seguir viviendo en la tierra y ascendió a los cielos. Ya no poseía una naturaleza humana que le permitiera pasar desapercibido y poder estar y dialogar entre y con sus semejantes, ya no estaba atado a la tierra bajo el peso de la materia, de la carne. Su paso por la tierra, con el tiempo, hubiera caído en el olvido si, cuenta la leyenda, no hubiera dejado huellas visibles duraderas. En concreto, su rostro se plasmó en varias ocasiones en telas y cuadros: retratos verídicos, algunos de cuales se produjeron mágicamente, sin intervención humana, tan solo apoyando la cara en una tela sobre la que se transfirieron, como en un molde o un grabado, los rasgos del rostro humano de Jesús. Estos retratos, se afirmaba, debían de servir de modelo para los pintores de iconos. Los artistas, que tenían que multiplicar las efigies de Jesús para que éste no cayera en el olvido, en ausencia de aquél tras su Resurrección, podían pintar retratos fieles, sin embargo, ya que disponían de modelos fieles, de prototipos únicos: los retratos misteriosamente impresos en telas. 

La pintura religiosa cristiana mantiene por tanto viva la presencia de Cristo en la tierra. El retrato, que se centra en lo característico del ser humano, lo que permite reconocerlo al momento, en su rostro visto de frente y  frontalmente, cumple la función que cumplía la persona de Jesús. Se trata de un doble de Jesús: la persona o imagen humana de la divinidad, divinidad inconcebible sin el soporte de su figura (y de su naturaleza) humanas.

Por tanto, un icono tenía que reproducir a la perfección un rostro humano, el rostro de Jesús, con una fidelidad tal que la imagen pintada fuera indistinguible de la cara de carne y hueso. Todo el saber técnico, todos los trucos de la pintura debían estar al servicio del retrato. Éste debía ser una obra maestra del naturalismo. El rostro debía parecer estar vivo en la pintura, salirse o liberarse de la tela (como ocurre en efecto con los grandes retratos).

La abstracción, por el contrario, generaliza. Busca rasgos comunes, no individuales. La abstracción se remonta a arquetipos, a formas ideales. Prescinde de los detalles que personalizan una forma humana. La carne, la edad, inevitablemente, están marcadas por signos reconocibles que cuentan una vida humana, plena o mediocre, pero única, determinada, distinta de otras vidas. La abstracción hace tabula rasa de estas marcas. Solo le interesa formas puras, no mediatizadas por el tiempo y las limitaciones humanas.

Las pinturas de Malevitch y de Jawlensky, inspiradas por los iconos, que querían ser iconos, están atravesadas o rasgadas por una contradicción que las parte. La abstracción que persiguen para alejarse de las vicisitudes humanas choca con el necesario naturalismo fotográfico que permita reconocer de un golpe de vista el verdadero rostro de la divinidad. El icono es el paradigma, al menos en teoría, del naturalismo. Su abstracción no tiene “sentido”. Pretende alcanzar por vías inhumanas, celestiales, lo propio de lo humano: su faz. 

Un fascinante desatino, un fracaso absurdo y maravilloso, como se descubre hoy , tras su paso por Madrid, en una exposición en la ciudad francesa de Roubaix.


https://www.roubaix-lapiscine.com/expositions/en-cours/alexej-von-jawlensky-1864-1941-la-promesse-du-visage/




 
















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