El cirujano Gulliver, aficionado a los viajes hacia remotas tierras, embarca por tercera vez rumbo a la India. Los piratas acechan. La nave es tomada y Gulliver abandonado en una barca que deriva hacia una isla rocosa súbitamente ensombrecida por lo que parece una nube, pero que se trata de una isla flotante, como un platillo volante, una ciudad aérea, gobernada por un rey, que se desplaza mediante un gran imán atraído o repelido por el campo magnético de la tierra, y donde moran astrónomos, enfrascados en las cosas del cielo que escrutan día y noche, desdeñando asuntos mundanos.
Esta ciudad flotante, llamada significadamente Laputa, es la causante del primer bombardeo desde el aire de las ciudades terrestres que no se someten, causando, si la ciudad bombardeada se resiste, “universal destrucción”, aún a costa de dañar la economía y la estructura de la ciudad atacante, en “caso de extremada necesidad”.
El texto de Swift ha sido juzgado hasta hoy una sátira - y no una profecía:
"Si acontece que alguna ciudad se alza en rebelión o en motín, se entrega a violentos desórdenes o se niega a pagar el acostumbrado tributo, el rey tiene dos medios de reducirla a la obediencia. El primero, y más suave, consiste en suspender la isla sobre la ciudad y las tierras circundantes, con lo que quedan privadas de los beneficios del sol y de la lluvia, y afligidos, en consecuencia, los habitantes, con carestías y epidemias. Y si el crimen lo merece, al mismo tiempo se les arrojan grandes piedras, contra las que no tienen más defensa que zambullirse en cuevas y bodegas, mientras los tejados de sus casas se hunden, destrozados. Pero si aún se obstinaran y llegasen a levantarse en insurrecciones, procede el rey al último recurso; y es dejar caer la isla derechamente sobre sus cabezas, lo que ocasiona universal destrucción, lo mismo de casas que de hombres. No obstante, es éste un extremo a que el príncipe se ve arrastrado rara vez, y que no gusta de poner por obra, así como sus ministros tampoco se atreven a aconsejarle una medida que los haría odiosos al pueblo y sería gran daño para sus propias haciendas, que están abajo, ya que la isla es posesión del rey. Pero aun existe, ciertamente, otra razón de más peso para que los reyes de aquel país hayan sido siempre contrarios a ejecutar acción tan terrible, a no ser en casos de extremada necesidad. Si la ciudad que se pretende destruir tiene en su recinto elevadas rocas, como por regla general acontece en las mayores poblaciones, que probablemente han escogido de antemano esta situación con miras a evitar semejante catástrofe, o si abunda en altos obeliscos o columnas de piedra, una caída rápida pondría en peligro el fondo o superficie inferior de la Isla, que, aun cuando consiste, como ya he dicho, en un diamante entero de doscientas yardas de espesor, podría suceder que se partiese con un choque demasiado grande o saltase al aproximarse demasiado a los hogares de las casas de abajo, como a menudo ocurre a los cortafuegos de nuestras chimeneas, sean de piedra o de hierro. El pueblo sabe todo esto muy bien, y conoce hasta dónde puede llegar en su obstinación cuando ve afectada su libertad o su fortuna. Y el rey, cuando la provocación alcanza el más alto grado y más firmemente se determina a deshacer en escombros una ciudad, ordena que la isla descienda con gran blandura, bajo pretexto de terneza para su pueblo, pero, en realidad, por miedo de que se rompa el fondo de diamante, en cuyo caso es opinión de todos los filósofos que el imán no podría seguir sosteniendo la isla y la masa entera se vendría al suelo.”
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