lunes, 14 de marzo de 2022

Pureza de sangre




Fotos: Oscar Poggi, Certificados de pureza de sangre, Archivo de la Biblioteca de la Universidad de Barcelona, marzo de 2022



Foto: Tocho, Certificado de buena conducta, Archivos de la Junta de Comercio, Reservas, Biblioteca de Cataluña, Barcelona, marzo de 2022


Quizá los mayores de cincuenta años recuerden que hasta la Constitución española de 1978, la obtención de ciertos documentos oficiales como el pasaporte, en España, requería la presentación de un certificado de buena  conducta, entregado y firmado no por la policía sino por el sacerdote de la parroquia a la que todo ciudadano español, creyente o no, cristiano o no, estaba adscrito. Aunque ya, tras la muerte del dictador Francisco Franco, este requisito devino una mera formalidad, su falta impedía, por ejemplo, cruzar la frontera -el pasaporte era necesario para cualquier desplazamiento al extranjero.

Los padres o los abuelos de los cincuentones les habrán contado quizá que a casi cuarenta años de la fecha de la constitución, en la reciente postguerra, al menos en pequeñas ciudades como  Mahón, en Menorca, era indispensable presentar un certificado de haber comulgado en misa cada domingo -certificado que entregaba el sacerdote de la parroquia tras la comunión- para poder acceder a un cargo público, como el de profesor funcionario.

Estos requisitos, que hoy pueden parecer tan absurdos como las preguntas que hoy plantean algunos gobiernos para la obtención de visados, y algunos municipios, sobre el "género", para ciertos formularios, recuerdan los certificados de buena conducta, redactados por las autoridades religiosas españolas, que, en los siglos XVIII y XIX, los estudiantes debían obtener y presentar para poder matricularse en la Universidad (aún llamada Estudio General) y en las Escuela Superiores (Idiomas, Economía, Química, Diseño, Navegación, etc.) que la Junta de Comercio estableció en Barcelona en la primera mitad del siglo XVIII, y los certificados de pureza de sangre que hasta finales del siglo XIX, todo profesor que aspiraba a una plaza fija debía presentar. Este laborioso certificado, estampillado con numerosas firmas, detallaba (transcribo literalmente partes del texto del certificado) que el susodicho era un hijo legítimo -y no un bastardo-, de buena fama y costumbres, buen vasallo el Rey, muy adicto a su Augusta Persona, siempre adicto a Su Majestad, no habiendo sido un miliciano voluntario, ni tomado las armas a favor de un gobierno intruso, permaneciendo pacífico en la última rebelión sin tomar las armas en favor de los rebeldes [el texto del formulario se aplicó tanto cuando el reinado de Fernando VII, como de Isabel II],ni pertenecido a sociedad alguna, tampoco empleado en oficios viles ni mecánicos, y cristiano viejo, limpio de toda mala secta de moros, judíos y luteranos, ni castigado por la justicia ni por el Santo Tribunal de la fe [esto es, por la Santa Inquisición] (sic).

   

Ah, los buenos tiempos de la pureza de sangre....

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