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Entre 1934 y 1948, el escultor vasco Jorge Oteiza, célebre por sus abstractas esculturas, de los años 50, llamadas Cajas Vacías, que pretendían dar cuerpo al vacío, partió a Colombia, donde dio clase en Medellín y fue invitado a fundar una academia de escultura en Bogotá, para poder estudiar los cuatro grandes yacimientos arqueológicos de San Agustín, al sur de Colombia, cercados por la selva, próxima al Amazonas, caracterizados por estatuas y recintos funerarios, algunos del cuarto milenio aC, y que constituyen yacimientos solo comparables, incluso por la altura, al mucho más reciente yacimiento peruano de Machu Pichu.
Aunque el reflejo del arte griego y romano, y en menor medida, egipcio, en el arte moderno, académico a menudo, es conocido de sobras, el arte precolombino inspiró a escultores como Henry Moore y arquitectos, también del siglo XX, como Frank Lloyd Wright.
A su regreso de Colombia, Oteiza publicó un ensayo, Interpretación estética de la estatuaria megalítica americana, en 1952. En estos años, empezaba a proyectar y tallar las estatuas y los relieves de la basílica de Nuestra Señora de Aránzazu, en el País Vasco. Las imaginerías cristiana y precolombina se encontraban.
En el ensayo antes citado, Oteiza escribió:
“Es una cultura matriz [se refiera a la cultura precolombina de San Agustin]. Creó y elaboró sus mitos, inventó en un impresionante proceso creador las formas megalíticas de su estatuaria. No es un pueblo que recibió ideas, no heredó, sino que, independientemente, buscó y descubrió las que tuvo y dejó expresadas a todo lo largo del fantástico repertorio de piedras, en las que se encierra el costo espiritual y el drama heroico de su fabricación original”.
A F. S-B
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