Las figuras clásicas griegas miran hacia la lejanía. No cruzan la mirada con nadie. De hecho, parece que no ven nada, como si sus ojos estuvieren ciegos, ciegos al menos ante las contingencia de la vida de los mortales.
Las terracotas funerarias helenísticas, por el contrario, ya no retratan a héroes sino a humanos, presentados, no con la desnudez heroica sino con los ropajes, las túnicas o peplos y los velos propios del ser humano de calle. Son figuras que podrían haber estado en las calles y plazas, o los interiores del mundo griego declinante.
Quizá por esta razón, la mirada ya no la de una figura despreocupada sino triste -pese a su juventud, como si cargara con la pesadumbre de un anciano, un sabio o un desengañado-, a veces incluso implorante ante un porvenir incierto -o demasiado previsible, inevitable. La mirada a menudo se orienta, como una plegaria muda, hacia lo alto.
El museo de arqueología de Estanbul exhibe, muy bien presentadas, centenares de testas semejantes, de unos tres centímetros como máximo de alto. De las que solo mostramos una ínfima parte.
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