"...si imaginas tú mismo ser, habiendo sido creado desde el comienzo con un intelecto y una disposición sanos, y si se supone que, en resumidas cuentas, forma parte de tal posición y disposición que sus partes no sean vistas ni sus miembros se toquen, sino que, al contrario, estén separados y suspendidos durante un cierto instante en el aire libre, tú lo encontrarías no dándote cuenta de nada excepto de la certeza de su ser..."
(Avicena: Libro de las orientaciones y de las advertencias)
Un cuerpo flotando en el aire. No siente ni percibe nada, rodeado por el vacío. Nada le atrae ni le distrae. Sus sentidos están aletargados. Ninguna fuerza, presión alguna le empuja en una u otra dirección, nada le indica qué tiene que hacer, hacia dónde ir, qué pensar. Solo un cuerpo en medio de la nada, una nada que no le oprime, sino un espacio en el que el peso del cuerpo no lastra el vuelo. En estas condiciones, solo la mente pueda activarse sin constreñimientos. No tiene que observar ni seguir nada. El cuerpo no presencia ninguna urgencia. Nada necesita. Es en estas condiciones que el hombre toma consciencia de lo que es, de que es, sin estar atraído, ni atrapado por sensaciones que l impiden darse cuenta del mundo ni de quien es.
La cita anterior, del médico y filósofo persa medieval, llamado en Occidente Avicena, es una de las más célebres, agudas y singulares aportaciones a la noción del ser, liberado del peso de los sentidos, y de la toma de conciencia de lo que uno es, de ser lo que se es, en un mundo atenazado por la gravedad, por las urgencias, imposibilitado de alzarse, de alzar el vuelo.
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