martes, 21 de marzo de 2023

Venus ante el espejo, o la imagen divina, y la humana condición

 


La Venus del o ante el espejo es “visto” hoy, en ocasiones, como la imagen de un mero desnudo femenino para solaz de la mirada masculina heterosexual.

Dejando aparte la cuestión de la idoneidad de aplicar criterios interpretativos actuales a obras del pasado, ¿qué representa este cuadro?

La diosa -el título del cuatro así lo indica- aparece desnuda. La diosa tiene forma de mujer. Pero no lo es. Los dioses griegos no tienen forma humana, ni se encarnan, como el dios cristiano. No son humanos. Adoptan una forma humana temporalmente cuando aparecen ante los humanos, antes de desaparecer. La forma humana es un disfraz, una manera de mostrarse, una sutil muestra de nuestra limitada capacidad de percibir lo que rebasa la humana condición. Todo lo que va más allá de dicha condición es invisible. Si los dioses  quieren ser escuchados tienen que rebajarse y encajonarse, el tiempo de la aparición, en un cuerpo humano que, apenas regresan al Olimpo, abandonan. No son humanos.

Los cuerpos humanos están habitualmente vestidos -aunque los jóvenes deportistas griegos competían desnudos, en un intento inútil de equipararse por un momento con los dioses, exaltando fugazmente la humana condición, prontamente fulminada por una divinidad si ésta se siente caricaturizada. La vida era breve en Grecia, y la gloria apenas duraba un sueño.

La diosa, empero, Venus, se muestra desnuda. Los dioses no necesitan ropajes, ni siquiera requieren un cuerpo humano. Son seres sin forma, seres descarnados, imaginarios. Solo se revisten para que su hiriente resplandor no ciegue a los limitados humanos incapaces de soportar la luz que emana de los dioses, y para simbolizar , y hacer ver, que los humanos tenemos defectos (físicos y morales) que deben ser cubiertos, so pena de exponer nuestras penas, nuestras miserias, de exponernos al oprobio ajeno, de quedar en ridículo ante la deslumbrante figura de las divinidades.

La Venus en el espejo se muestra bajo la forma de una hermosa mujer desnuda (una hermosura inalcanzable por un humano). La forma adoptada señala que la divinidad se quiere mostrar a los humanos -que quiere mostrarnos no sabemos qué-, mas su desnudez indica lo contrario, o quiere deslumbrarnos haciéndonos “ver” que no somos capaces de ver a una diosa en todo su esplendor desencarnado. Una descarnada y casi cruel muestra de nuestras limitaciones.

De hecho, la diosa no se digna a mirarnos. Solo se mira a sí misma. Los dioses griegos, contrariamente al dios cristiano, rehuyen el contacto visual. El dios griego vive, hoy diríamos, en su mundo, ensimismado, desdeñando, desatendiendo a los humanos, juzgados insignificantes, mostrando bien el abismo entre los mortales y los inmortales. Los humanos no merecemos que los dioses nos dirijan una sola mirada. Más que altivez, el porte  de los dioses apunta a nuestra mediocridad. Somos, como nos describía el poeta griego  Píndaro, en un certero, duro verso, el sueño de una sombra. Ser humano se decía, en griego, efímero, es decir, un ser marcado por la transitoriedad, la fugacidad, una nada que no merecidas atencion alguna, en comparación con la inmortalidad divina. El ser humano es el ser que apenas despunta ya se desvanece, no dejando más que un poco de humo. 

No, la Venus ante el espejo que pintara Velázquez, no cosifica a la mujer para regodeo del varón a fin que éste se sienta superior, como si fuera un Dios ante el que la mujer se rebajara quieta y sumisa. El cuadro, por el contrario, o, mejor dicho, la diosa que aparece en él, nos devuelve a nuestra humana condición y nos muestra bien que no se digna a dirigirnos la mirada, no somos dignos de que se fije en nosotros ni de verla cara, de cruzar una mirada con ella, que somos mortales incapaces de desentrañar lo que sus ojos esconden. La imagen nos pone en nuestro sitio si, por un momento, nos hubiéramos creído capaces de contemplar, sin quedar deslumbrados, a una divinidad. De hecho, no vemos nada, no vemos su rostro, tan  solo un cuerpo que desdeñosamente nos da la espalda. El cuadro es una poderosa imagen de nuestra insignificancia, que los dioses, y el pintor, revelan. La Venus ante el espejo no es la imagen de una diosa encarnada para el placer de los sentidos de los varones, sino una alegoría de nuestra incapacidad de poder contemplar a Venus, de la limitación de nuestros sentidos para alcanzar lo inteligible.









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