Hace ya unos cuarenta años, en España (al igual que en muchos otros países), los años dela tela de esparto y los grumos de alquitrán en las telas -la llamada pintura matérica, como si la pintura fuera algo etéreo, desmaterializado-, a los que siguieron los años de los esotéricos juegos del arte conceptual, sin nada que aportar a la vista, unos artistas, entonces jóvenes, decidieron volver a pintar, mirando, con admiración o ironía, a los pintores del pasado, para recrearlos, exaltarlos o ridiculizarlos. La pintura de los años ochenta, tan poco prestigiada en algunos museos de arte moderno o contemporáneo, adoleció de un defecto. No todos los pintores pudieron ir más allá de la ocurrencia, plasmada con una técnica imprecisa.
Entre quiénes no tuvieron dificultades para mirar y recrear lo que veían y soñaban, a partir de obras del pasado fue el pintor y arquitecto Guillermo Pérez Villalta, no siempre reconocido. Sus construcciones, sus ciudades beben de Pompeya, del Cuatrocientos, pero sobre todo de la arquitectura popular mediterránea -si es que esto existe de manera unificada-, beben de un sueño de arquitectura mediterránea defendida precisamente por arquitectos que buscaban algún fundamento a sus trabajos de depuración de las formas.
Hoy, los cuadros de temática arquitectónica de Pérez Villalta componen casi vistas parciales de una misma ciudad costera, libre de elementos industriales, de lo que el siglo XX ha aportado a la ciudad, para realzarla o desfigurarla. La muchedumbre no existe. Tampoco las ruinas ni las basuras. En estos tiempos constituyen casi un placer culpable. Sabemos que estas ciudades solo existen en la tela -y en la historia del arte. Quizá por estas razones son fascinantes. No se entremezclan con la realidad.
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