martes, 31 de mayo de 2016
PAUL STRAND (1890-1976): CIUDADES Y SOMBRAS
Paul Strand quiso ser un retratista. A fe que lo consiguió: su retrato de una mujer ciega en Nueva York es una de las efigies más poderosas del siglo XX.
Un retrato de una ciega: no nos devuelve la mirada. Vive en un mundo de sombras, ensombrecido.
Pero no son los retratos, por intensos que sean, que han convertido al norteamericano Paul Strand es uno de los grandes "retratistas" urbanos. Sus imágenes de Nueva York, por un lado, y de casas rurales y pueblos, por otro, lo definen.
Son temas casi opuestos. Y que poco tienen que ver con retratos de invidentes.Y, sin embargo, Paul Strand halló secretas correspondencias. La ciudad se pobló de sombras alargadas. Los paseantes empequeñecidos ante las sombras al atardecer que proyectaban. Los edificios, en ocasiones, sustituidos por sus sombras proyectadas en aceras y calzadas de las que apresurados paseantes parecen querer escapar. En la ciudad, el movimiento incesante -Paul Strand realizó el conocido documental urbano Manhatta-, impide que los seres adquieran densidad. Son seres que pasan, fantasmas, de algún modo.
No hay sombras, sin embargo, en las vistas rurales; no aparecen, porque no vive ya nadie quien pudiera dejar -o ser- una sombra. Una de las fotografías más conocidas se titulada, precisamente, Pueblo Fantasma (Ghost Town). Si de sombras se tratara, éstas son espectros, sombras sin sujeto, sombras venidas del pasado.
Tras la antológica que la Fundación Mapfre de Madrid le dedicó el año pasado, una gran exposición en el Museo Victoria & Albert en Londres recuerda el gran retratista de los seres fugaces de la ciudad.
lunes, 30 de mayo de 2016
ALI CHERRI (1976): THE DIGGER (EL EXCAVADOR, 2015)
from "The Digger" from Bassem Fayad on Vimeo.
La vida real de un guardián de una tumba neolítica en medio del desierto de Arabia Saudí; tumba vacía -los huesos y las ofrendas fueron trasladados a un museo-, inútil, que el guardián trata, paradójicamente de mantener en vida. En medio de la arena, un refugio, preservado para los hombres del futuro, para ilusiones.
Se muestra un fragmento del cortometraje de 25 minutos de duración
Sobre este artista libanés, véase su página web
La vida real de un guardián de una tumba neolítica en medio del desierto de Arabia Saudí; tumba vacía -los huesos y las ofrendas fueron trasladados a un museo-, inútil, que el guardián trata, paradójicamente de mantener en vida. En medio de la arena, un refugio, preservado para los hombres del futuro, para ilusiones.
Se muestra un fragmento del cortometraje de 25 minutos de duración
Sobre este artista libanés, véase su página web
domingo, 29 de mayo de 2016
El espacio y la arquitectura, según Platón
Platón, en principio, consideraba, en el Timeo, que existían dos entidades: la forma (la idea) y la materia. Están destinadas a unirse, a informarse.
Mas, para que la cópula (o la impresión) se produjera, era necesario un lugar de encuentro: un punto medio donde pudieran encontrarse. Éste era el espacio.
El espacio, así pues, era una tercera realidad, mediadora entre las dos primeras.
El encuentro entre la forma y la idea dejaba una huella. La forma se marcaba en la materia extendida, es decir emplazada en un lugar.
Pero toda formación material necesitaba del espacio para acontecer. Las huellas precedentes -marcadas en la materia ubicada en un lugar, íntimamente unida a él-, por tanto, tenían que desaparecer. El espacio tenía que alisarse para poder volver a acoger huellas.
Platón asumía con reticencias este borrado inevitable de marcas anteriores. Se trataba de una condición inevitable, sin embargo. Platón utilizaba la expresión verbal omologeteon (Ti., 52 a), que se traduce por: no cabe sino aceptar, y que un traductor francés anotó como: asumir embarazosamente. El verbo omolegeoo significa confesar, reconocer lo que no se quiere reconocer, llegar a un cierto acuerdo. Denota una lucha interna; decir o hacer lo contrario de lo que querría, lo que se debería decir o hacer.
Se ha escrito a menudo que todo lugar está cargado de latentes presencias: marcas dejadas inevitablemente por construcciones anteriores. Una obra de arquitectura sería la que recogiera estas presencias invisibles, huellas de pasos anteriores. La arquitectura no se emplazaría sobre un espacio virgen ni se comportaría o se situaría como si el espacio fuera virgen, como si nadie hubiera estado allí antes.
Pero Platón, quien posiblemente creyera en que toda forma construida debiera estar influida por el eco de formas pretéritas, también asumía que el pasado era un tal lastre que no cabía sino olvidarlo, si se quería construir "de nuevo". Esta construcción, sin embargo, no se llevaba a cabo inocente, orgullosamente, sino con mala conciencia. Platón era consciente que se edificaba sobre ruinas, y que éstas, trágicamente, debían dejarse de lado, olvidarse -lo que era imposible- si se quería levantar una nueva forma no marcada, lastrada o deformada por un pasado que, queriendo ser olvidado, sigue presente.
La arquitectura se hallaría así entre dos presencias: la que peleaba por aparecer y las que habían caído pero seguían, como almas en pena, rondando el lugar. Construir era derribar. Se edificaba sobre el derribo de la memoria, teniéndola bien presente pero tratando, a fin de avanzar, de hacer oídos a sus lamentos, su exigencia de ser tenidas aun en cuenta, de no querer o poder ver lo que hubo. Se construía, según Platón, con "mala consciencia", sabiendo que para operar bien se debía desatender a lo que exigía cuidados.
El olvido -que no la ignorancia- es quizá la condición de la edificación.
Mas, para que la cópula (o la impresión) se produjera, era necesario un lugar de encuentro: un punto medio donde pudieran encontrarse. Éste era el espacio.
El espacio, así pues, era una tercera realidad, mediadora entre las dos primeras.
El encuentro entre la forma y la idea dejaba una huella. La forma se marcaba en la materia extendida, es decir emplazada en un lugar.
Pero toda formación material necesitaba del espacio para acontecer. Las huellas precedentes -marcadas en la materia ubicada en un lugar, íntimamente unida a él-, por tanto, tenían que desaparecer. El espacio tenía que alisarse para poder volver a acoger huellas.
Platón asumía con reticencias este borrado inevitable de marcas anteriores. Se trataba de una condición inevitable, sin embargo. Platón utilizaba la expresión verbal omologeteon (Ti., 52 a), que se traduce por: no cabe sino aceptar, y que un traductor francés anotó como: asumir embarazosamente. El verbo omolegeoo significa confesar, reconocer lo que no se quiere reconocer, llegar a un cierto acuerdo. Denota una lucha interna; decir o hacer lo contrario de lo que querría, lo que se debería decir o hacer.
Se ha escrito a menudo que todo lugar está cargado de latentes presencias: marcas dejadas inevitablemente por construcciones anteriores. Una obra de arquitectura sería la que recogiera estas presencias invisibles, huellas de pasos anteriores. La arquitectura no se emplazaría sobre un espacio virgen ni se comportaría o se situaría como si el espacio fuera virgen, como si nadie hubiera estado allí antes.
Pero Platón, quien posiblemente creyera en que toda forma construida debiera estar influida por el eco de formas pretéritas, también asumía que el pasado era un tal lastre que no cabía sino olvidarlo, si se quería construir "de nuevo". Esta construcción, sin embargo, no se llevaba a cabo inocente, orgullosamente, sino con mala conciencia. Platón era consciente que se edificaba sobre ruinas, y que éstas, trágicamente, debían dejarse de lado, olvidarse -lo que era imposible- si se quería levantar una nueva forma no marcada, lastrada o deformada por un pasado que, queriendo ser olvidado, sigue presente.
La arquitectura se hallaría así entre dos presencias: la que peleaba por aparecer y las que habían caído pero seguían, como almas en pena, rondando el lugar. Construir era derribar. Se edificaba sobre el derribo de la memoria, teniéndola bien presente pero tratando, a fin de avanzar, de hacer oídos a sus lamentos, su exigencia de ser tenidas aun en cuenta, de no querer o poder ver lo que hubo. Se construía, según Platón, con "mala consciencia", sabiendo que para operar bien se debía desatender a lo que exigía cuidados.
El olvido -que no la ignorancia- es quizá la condición de la edificación.
sábado, 28 de mayo de 2016
FÉÑIX GONZÁLEZ-TORRES (1957-1996): ORPHEUS (1991)
Dos espejos verticales, de altura humana. Expuestos juntos apoyados en el suelo, contra un muro, apenas separados por unos centímetros.
De lejos se asemejan a una puerta abierta de dos vanos, partida por un parteluz, o dos puertas una al lado de la otra, que dan a una misma estancia.
También recuerdan dos sarcófagos: acogen o encuadran a las personas que se miran o se asoman a ellos.
Reflejan "otro" espacio", idéntico al espacio en el que se sitúan, pero en el que las cosas y las personas tienen otro "color", otra "entidad".
Uno se descubre, convertido en una imagen, y descubre a las cosas y las personas que no puede ver en la realidad -porque están a nuestras espaldas. Pero las descubre no como son, sino en forma de imagen, a menos que el espejo revele lo que son, como son.
Puerta o espejo. Acceso a otro mundo. Las puertas siempre conectan dos espacios distintos, y cruzarlas implica un riesgo. No se sabe hacia donde uno se dirige aunque, a primera vista, el espacio tras la puerta, que la puerta enmarca, se asemeja al espacio en el que nos hallamos. La puerta invita al tránsito, en uno y quizá el otro sentido. Pero no cruzan sin un precio que pagar.
La instalación del desaparecido Félix González-Torres -tras la muerte de su amante-, que se expone hoy en Londres, se titula Orfeo: el héroe griego que logro cruzar la última puerta, que daba acceso al Hades, el mundo de los muertos, para tratar de rescatar a su amada Eurídice, que, en apariencia, mantenía la misma imagen que tenía en vida, aunque era ahora un espectro, una figura hecha de nubes.
Una puerta frío y dura, que no se puede cruzar, salvo en sueños, cuando el sueño eterno.
viernes, 27 de mayo de 2016
LOUIS STETTNER (1922): NUEVA YORK Y PARÍS (AÑOS 50-70)
Quizá el fotógrafo urbano norteamericano Louis Stettner, retratista de Nueva York y de París -de ciudades que ya no existen aunque las fotos puedan ser recientes- donde aún vive, no sea el más conocido.
La ciudad aparece al fondo. Es el escenario en el que algunos habitantes -niños, en Paris, a menudo- actúan, juegan sobre todo. Es también la ciudad que contemplan. No viven siempre en ella, sino que la observan. Pero también es el lugar fuera del cual no serían nadie ni sabrían qué hacer.
Stettner retrata la ciudad habitada. Gusta de espacios donde confluyen los habitantes o los paseantes: estaciones de metro, casi siempre, pero también lugares solitarios en los que el habitante, ensimismado o retirado, mira a la ciudad, como si ésta fuera una extensión o una proyección suya: plazoletas, jardines públicos, paseos al borde del río.
Los personajes suelen estar detenidos, como absortos por la ciudad. Están. Quizá no sea casual que Stettner retratara la señal de "No Caminar" (No Pasar): ¡detente!
El Centro Georges Pompidou, tras una donación por parte del artista, le dedica hoy una exposición antológica.
Labels:
arquitectura desde las artes,
Ciudades
Suscribirse a:
Entradas (Atom)