Agradecimientos a Encarna Ramos y a Marc-Aureli Santos, por su memoria
Se iba a Madrid, a principios de 1970, desde Barcelona, no para respirar aire fresco -el siniestro juicio de Burgos ocurriría meses más tarde- sino, como hoy, para ver exposiciones que no estaban en Barcelona (en la que el único museo que organizaba muestras era el museo de arte moderno que ocupaba una parte del edificio del Parlamento en el parque de la ciudadela).
Eran los años del despertar de la fundación March con exposiciones sobre Picasso o sobre Klee, y del Museo de Arte Contemporáneo, en la Ciudad Universitaria, un feo edificio moderno, un rascacielos con un cuerpo bajo extenso que ofrecía un único gran espacio para exposiciones, como una primera de Cezanne. Faltaba un decenio para las primeras exposiciones modernas y contemporáneas en los locales de La Caixa en la calle Serrano.
Ir a Madrid en coche estaba descartado. Se tardaba un día. En autocar, una noche. Quizá hubiera vuelos, a precios solo al alcance de la clase pudiente. Pero el medio más eficaz era el tren: un tren coche cama, que partía hacia las 9 de la noche desde la estación del Paseo de Gracia, se detenía hacia las dos de la madrugada en una estación solitaria en medio de la nada, quizá Alcázar de San Juan, durante un par de horas, para evitar llegar a Madrid a las cinco de la mañana. Al despertar mis padres y mi hermano de once años, en el compartimento de cuatro literas, con sábanas, aunque sin baño (como en primera clase), no se desayunaba en el vagón restaurante, pese a la tentación, porque se aguardaban el chocolate con churros -porras, años más tarde, unos churros tan gruesos que costaba morder sin embadurnarse la boca de aceite y azúcar- en cualquier cafetería ya en la ciudad. Eran imperiosos. Era lo único que servían, por otra parte.
La estación de Chamartin era el destino final. Fascinaba por su amplitud y sus interminables bóvedas de cañón modernas. El hotel, que aún existe y mantiene buena figura, se hallaba relativamente cerca, uno de los pocos hoteles modernos de Madrid a precio asumible: el hotel Cuzco, un edificio muy alto y austero cerca del final, en aquellos años, de la Castellana.
Y, ya de regreso, antes de volver a tomar el tren coche cama, los niños (pero los padres, sin duda, también), esperábamos en candeletas la cena rápida en lo más moderno de Madrid, lo que no existía en Barcelona: las cafeterías de la Gran Vía, muy iluminadas, con espesadles vidriamos, curvos a veces, como en un cuadro de Hooper, con una larga barra de aluminio en la entrada, en concreto una con un logotipo de neon que representaba unas palmeras -nombre, que unos amigos han recordado: la cafetería Manila, en la esquina semicircular de la plaza de Callao- y que servían un plato inédito: un plato ancho, casi una bandeja circular: un plato combinado, con huevo frito, salchichas, patatas fritas y ensalada. Todo en un mismo plato. Quizá el Drugstore de Paseo de Gracia en Barcelona los tuviera. Pero en ningún otro sitio….
Y ya pronto por la mañana gris, el tren se abría paso, lenta y renqueante, entre las misérrimas chabolas de la Perona, pegadas a la vía. Barcelona, de nuevo.