lunes, 30 de octubre de 2023

Manila, Madrid


Agradecimientos a Encarna Ramos y a Marc-Aureli Santos, por su memoria 


Se iba a Madrid, a principios de 1970, desde Barcelona, no para respirar aire fresco -el siniestro juicio de Burgos ocurriría meses más tarde- sino, como hoy, para ver exposiciones que no estaban en Barcelona (en la que el único museo que organizaba muestras era el museo de arte moderno que ocupaba una parte del edificio del Parlamento en el parque de la ciudadela). 

Eran los años del despertar de la fundación March con exposiciones sobre Picasso o sobre Klee, y del Museo de Arte Contemporáneo, en la Ciudad Universitaria, un feo edificio moderno, un rascacielos con un cuerpo bajo extenso que ofrecía un único gran espacio para exposiciones, como una primera de Cezanne. Faltaba un decenio para las primeras exposiciones modernas y contemporáneas en los locales de La Caixa en la calle Serrano.

Ir a Madrid en coche estaba descartado. Se tardaba un día. En autocar, una noche. Quizá hubiera vuelos, a precios solo al alcance de la clase pudiente. Pero el medio más eficaz era el tren: un tren coche cama, que partía hacia las 9 de la noche desde la estación del Paseo de Gracia, se detenía hacia las dos de la madrugada en una estación solitaria en medio de la nada, quizá Alcázar de San Juan, durante un par de horas, para evitar llegar a Madrid a las cinco de la mañana. Al despertar mis padres y mi hermano de once años, en el compartimento de cuatro literas, con sábanas, aunque sin baño (como en primera clase), no se desayunaba en el vagón restaurante, pese a la tentación, porque se aguardaban el chocolate con churros -porras, años más tarde, unos churros tan gruesos que costaba morder sin embadurnarse la boca de aceite y azúcar-  en cualquier cafetería ya en la ciudad. Eran imperiosos. Era lo único que servían, por otra parte.

La estación de Chamartin era el destino final. Fascinaba por su amplitud y sus interminables bóvedas de cañón modernas. El hotel, que aún existe y mantiene buena figura,  se hallaba relativamente cerca,  uno de los pocos hoteles modernos de Madrid a precio asumible: el hotel Cuzco, un edificio muy alto y austero cerca del final, en aquellos años, de la Castellana. 

Y, ya de regreso, antes de volver a tomar el tren coche cama, los niños (pero los padres, sin duda, también), esperábamos en candeletas la  cena rápida en lo más moderno de Madrid, lo que no existía en Barcelona: las cafeterías de la Gran Vía, muy iluminadas, con espesadles vidriamos, curvos a veces, como en un cuadro de Hooper, con una larga barra de aluminio en la entrada, en concreto una con un logotipo de neon que representaba unas palmeras -nombre, que unos amigos han recordado: la cafetería Manila, en la esquina semicircular de la plaza de Callao- y que servían un plato inédito: un plato ancho, casi una bandeja circular: un plato combinado, con huevo frito, salchichas, patatas fritas y ensalada. Todo en un mismo plato. Quizá el Drugstore de Paseo de Gracia en Barcelona los tuviera. Pero en ningún otro sitio….

Y ya pronto por la mañana gris, el tren se abría paso, lenta y renqueante, entre las misérrimas chabolas de la Perona, pegadas a la vía. Barcelona, de nuevo.

domingo, 29 de octubre de 2023

MEDARDO ROSSO (1858-1928): ¿EL PRIMER ESCULTOR MODERNO?




































 




 




El escultor italiano, nacionalizado francés, Medardo Rosso, tuvo la desgracia de tener que competir con el escultor francés Auguste Rodin, una institución en Francia, que inicialmente fue amigo suyo y luego le cerró todas las puertas de exposiciones, cenáculos, academias y colecciones, cuando ya se especulaba públicamente acerca de la influencia de Rosso en Rodin, gran acaparador de encargos y reconocimientos públicos.

Se ha presentado a Rosso como un escultor que abrió las puertas a la escultura moderna, como el primer escultor moderno, que rompió con la tradición, como sostiene una y otra vez, una maravillosa exposición antológica en Madrid. El constante uso de la fotografía por parte de Rosso, la creación de imágenes en serie de sus esculturas, bajo diversos ángulos y juegos de luces, refuerza dicha interpretación. 

Las esculturas de Rosso se presentan como una masa amorfa de cera, yeso o, en ocasiones, bronce. Nada se reconoce. La peana, diseñada por el artista, sostiene un bloque informe -o una lámina metálica arrugada. El interés es muy limitado. El espectador desfila ante la obra sin ver nada (más que un puñado de materia), avanza, y, tras girar la cabeza casi involuntariamente, quizá para contemplar la sala, descubre, de golpe, un rostro. Éste salta a la vista. El tema, hasta entonces inexistente en apariencia, se descubre de súbito. Uno vuelve apresuradamente sobre sus pasos para volver a contemplar un rostro o un cuerpo que se hubiera asomado, por un instante, nítida y reconocible mente, al exterior desde una guarida hundida en la masa, y se detiene. Pero el rostro, la mano, la figura entera, temeroso, como inquieta por el acercamiento del visitante,  ha vuelto a enterrarse y fundirse en la materia. La masa indiferenciada reina de nuevo aburridamente en la peana.

Rosso lograba el prodigio de esculpir -de palpar, moldear- una figura en -y no a partir- la masa que solo se descubre desde un único punto de vista. Y éste es impredecible, aunque casi siempre se encuentra lateralmente con respecto a la figura. Las diagonales son las líneas que permiten reconocer a las figuras. Puntos de vista huidizos, difíciles de discernir, que revelan nítidamente un cuerpo, que apenas unos pasos más, vuelve a desaparecer, sumergido o atrapado por el bloque material.

Este concepción de la escultura quizá sea moderna, pero sobre todo es clásica. O, mejor dicho, combina dos tradiciones clásicas -y ahí radicaría la revolución de Rosso (no la ruptura con la tradición, sino su explotación): la concepción renacentista según la cual existe un único punto frontal desde el cual se descubre lo que la escultura representa, y ls concepción barroca que también ofrece, contrariamente a ls visión manierista, un único punto de vista desde el cual reconocer a la figura esculpida o moldeada, mas dicho punto no se encuentra frente a la obra, sino en algún lugar alrededor de la obra que debe ser hallado a tientas, dando vueltas, viendo siempre una obra difícilmente reconocible hasta que, de pronto, se descubre un ángulo desde el cual se reconoce perfectamente lo que el escultor quiso representar, o mejor dicho, varios ángulos, en ocasiones, que ofrecen perspectivas distintas y sin embargo completas y satisfactorias sobre la figura tallada. Bernini fue un maestro en este juego con las expectativas del observador. 

La gran aportación de Rosso fue la combinación de puntos puntos de vista, de dos concepciones distintas de la estatuaria clásica y de su relación con el espectador: la que sostiene que se tiene que producir un cara a cara entre la figura representada y su observador -que sólo puede darse desde un punto de vista predecible, calculado de antemano- y la que, por el contrario, sostiene que el encuentro tiene que ser huidizo, imprevisible, que exige la participación activa del observador que, lejos de saber ya dónde ubicarse, debe desplazarse alrededor de la obra, acercarse y alejarse, hasta hallar el lugar o los lugares desde los que la figura se descubre.

Seguramente Rosso fue un escultor moderno, mas no tanto o no solo por el uso de la fotografía, el juego con el espectador, la producción incesante de variantes (un procedimiento tradicional, si bien, en el caso de Rosso, no desembocaba en una única obra perfecta, sino en un conjunto de obras, ninguna de las cuales podía ser considerada una variante, pues no existía la obra completa declinada en variantes, sino que cada una era una obra única, al igual que apenas distinguible de otra), o el juego con el espacio (ineludible en la estatuaria). Tampoco el “non finito” era novedoso: se remontaba al arte del siglo XVI. El uso de la cera y el yeso formaba parte del procedimiento escultórico tradicional, aunque la exposición de estatuas de cera o de yeso, no como bocetos preparatorios sino como obras terminadas, sí era singular, aunque Rosso no dudó tampoco en recurrir a la clásica fundición de bronce. Lo más novedoso fue su interpretación y su juego con la tradición clásica, el haber sabido utilizar y combinar distintos puntos de vista, distintas tradiciones, concepciones y modos de operar, que le permitieron entroncar con el pasado sin sentirse atrapado por él. Un pasado respetado pero al que no se somete. Era cierta manifestación de libertad ante el dogma -que exigía su previo conocimiento y estudio. Una muestra de valor que supo hacer descender de su pedestal a la tradición clásica y mostrar, sorprendentemente que aún podía  ser útil para manifestar la compresión de la vida moderna. Al igual que Baudelaire que no dudó en recurrir a la forma intemporal del soneto para captar la fugacidad moderna, Rosso echó mano de la estatuaria clásica para retratar vidas no heroicas y huidizas. 


https://www.fundacionmapfre.org/arte-y-cultura/exposiciones/sala-recoletos/medardo-rosso/


 






sábado, 28 de octubre de 2023

MATTHIEU PERNOT (1971): LES GRANDS ENSEMBLES (LOS GRANDES CONJUNTOS, 2005)




























Les grands ensembles es el nombre que se dio en Francia a las grandes operaciones urbanísticas y constructivas que tuvieron lugar entre los años 50 y 70, en las periferias urbanas, de París en particular, destinadas a disponer de viviendas públicas para quienes perdieron sus casas durante la Segunda Guerra Mundial -ciudades como Le Havre, La Rochelle y Saint Nazaire fueron enteramente destruidas por los bombardeos- y para la fuerte inmigración hacia la “metrópoli” tras la independencia de las colonias africanas y el éxodo tanto de franceses como de poblaciones no ocupantes  que formaban parte de la administración francesa del territorio colonial, en los años cincuenta y sesenta.

Dichas ciudades nuevas, como también se les llamó, y estos barrios presentaban -y presentan- un mismo aspecto: siguiendo los dogmas racionalistas aplicados a gran escala, las viviendas están formadas por cajas inacabables salpicadas de torres, interiormente recorridas por pasillos interminables, dispersas por zonas verdes más parecidas a descampados que a jardines. Estos conjuntos, mal construidos con elementos prefabricados de hormigón, de calidad dudosa tras las limitaciones de la postguerra, inadaptados al clima, mal comunicados y peor cuidados por las administraciones, se han ido degradando día a día. Construidos sin pensar en modos de vida, compuestos en plano y cómo juegos de volúmenes, malviven, restaurados hoy, y destruidos hace unos veinte años, reemplazados por nuevos bloques a veces tan solo más pintorescos.

El fotógrafo francés Matthieu Pernot colecciona postales editadas en los años sesenta  para promocionar estos barrios recién construidos, aún deshabitados.  Las fotos, en blanco y negro, fueron coloreadas, acentuando el carácter artificial de los bloques y el entorno, en los que la vida está cuidadosamente escondida. Unas “ciudades ideales” “estiradas”.

En contrastado blanco y negro Pernot ha retratado las voladuras de lo que en francés se denominan barras, cuya desaparición pocos personas han lamentado pese a la pérdida de recuerdos, imágenes esperanzadoras, tras la destrucción de la guerra, que se fueron nublando a medida que las grietas resquebrajaban bloques concebidos a veces como nichos.

Una exposición en la fundación Mapfre en Madrid muestra algunas series fotográficas de Matthieu Pernot :

https://www.fundacionmapfre.org/arte-y-cultura/exposiciones/sala-recoletos/mathieu-pernot/