Simulacros divinos Museo Nacional de Arte Romano, Mérida
Fotos: Tocho, septiembre de 2023
Al contrario que el dios cristiano que se mostraba en carne y hueso entre los suyos -su nacimiento y su muerte no habían sido meros ejercicios ficticios-, los dioses griegos y romanos eran invisibles. Pero, paradójicamente, era posible dialogar con ellos, teniéndolos presentes ante quien lo deseaba. Quien se encontraba con ellos no se enfrentaba a una sombra, un espectro, una ilusión o una aparición, sino a un ser idéntico a cualquier humano, pese a la condición de invisibilidad de los dioses.
La contradicción o paradoja dejaba de ser tal si asumíamos que la divinidad con la que se debatía había tomado la apariencia de un ser humano conocido, un recurso que permitía a la divinidad entrar en contacto con un humano y poder advertirle, prevenirle o aconsejarle, siendo creído y aceptado, precisamente porque quien dialogaba con el humano era o parecía ser un amigo, un ser querido. El que fuera una divinidad con quien se había dialogado solo se revelaba cuando aquélla desaparecía de la vista de golpe, un fenómeno que no está al alcance de cualquier ser humano, incluso para quienes se esfuman a la francesa -esfumar es un verbo de la familia del sustantivo humo, y se refiere a la transformación súbita de un ser en humo rápidamente desvanecido.
Lo que la divinidad había realizado era simular ser quien no era: no era un ser humano, pero había simulado serlo.
Un simulacro, en latín, era un ente, o una realidad, complejo. Se trataba, por un lado, de un ente o un ser que no era, sustancial o esencialmente, lo que parecía, pero tampoco era un engaño, una falsedad, ya que el simulacro poseía todas las características físicas y “esenciales” de lo que o de quién se hacía pasar, de modo que el trato que merecía una divinidad o una figura pública casi sobrenatural, como un representante político, un emperador, por ejemplo, se debía dar a su simulacro, a la figura que la divinidad o el político había adoptado para entrar en contacto con un mortal o una comunidad de mortales.
La plasmación o materialización de una idea, en Roma, era un simulacro; es decir, la visualización era idéntica a la idea, salvo por el hecho de haberse convertido en una imagen visible, una forma necesaria, por otra parte, porque era la única “manera” de entrar en contacto con una idea, y de poder, así, valorarla, juzgarla. Un simulacro no disminuía la potencia de lo que se hacía visible. Un simulacro permitía salvar el abismo entre lo visible y lo invisible, entre los mortales y los inmortales, acercando a éstos a los humanos, dándoles una apariencia humana, asumible, creíble, próxima, sin que, por otra parte, la radical otredad de lo divino o de lo sobrehumano disminuyera o se perdiera.
Un simulacro no podía ser tomado a la ligera, ni podía ser ninguneado. No era un ente o un ser prescindible. Tenía el mismo poder que lo que o qué quién se encontraba detrás o dentro del simulacro, de lo que o de quién había escogido una forma determinada para revelarse.
Los simulacros, en Roma, solían ser estatuas o estatuillas, de madera o de bronce, que se sacaban en procesión cuando los rituales o ceremonias en honor de una divinidad o del emperador. Teniendo en cuenta que los dioses tienen el don de la ubicuidad, pero no los emperadores (seguían siendo humanos), los simulacros sorteaban las limitaciones que imponen tanto la invisibilidad divina cuando la materialización, aquí y ahora, humana. Los simulacros se podían producir en un sin número de ejemplares, idénticos y dotados de las mismas propiedades y de los mismos poderes, y permitían que, en cualquier ciudad romana, se dieran los mismos ritos ante la divinidad o el monarca “de cuerpo presente”. Un simulacro no era una simple imagen, ni una aparición . No era solo una imagen poderosa, sino la “viva” imagen, el “vivo” retrato de quien lo había escogido y producido; era la manera con la que un ser invisible escogía mostrarse. Y así como una imagen (en griego, un idolon) mantenía las distancias con lo que o con quien se reflejaba en ella, un simulacro sorteaba, anulaba la distancia y atraía a sí a lo que figuraba, de modo que lo figurado, divinidad o monarca, asumía dicho simulacro como representante suyo, como lo que quería revelar de sí mismo a los humanos, de modo que éstos tuvieren una clara y certera “imagen” de aquél.
Hoy, un simulacro rima con engaño y falsedad, con lo que no es lo que parece. Un simulacro confunde, y lleva a la creencia que todo el mundo es una ilusión. Destruye la fe en el mundo, convirtiéndolo en un universo de sombras, que lleva a dudar de todo, a encerrarse en uno mismo, y en cerrar los ojos para no ver más lo que no es. Un simulacro, en Roma, por el contrario, abría los ojos ante la invisibilidad de los dioses y los seres sobrenaturales o sobrehumanos, mostrándolos cercanos, y permitiendo a los humanos sentirse acompañados, velados por unos seres que aunque invisibles y distantes, podrían ayudar al ser humano en su tránsito por la vida, pudiendo siempre confiar en que iluminarían el camino.