La Roldana: El Arcángel Miguel y el demonio, s. XVII, Museo de las Colecciones Reales
miércoles, 20 de noviembre de 2024
El ángel exterminador
La Roldana: El Arcángel Miguel y el demonio, s. XVII, Museo de las Colecciones Reales
martes, 19 de noviembre de 2024
THOMAS SCHÜTTE (1954): MELANCOLÍA (1986)
Dicho estado solo afectaba a los genios, artistas siempre singulares, imprevisibles, incomprensibles e incomprendidos, y sin embargo admirados e imitados.
La melancolía contrastaba con la ligereza, vitalidad y banalidad de una fruta tan insípida y acuosa como una sandía, dulce y al momento olvidada.
La soledad del melancólico ensimismado, enfrentado a sus visiones interiores poco tenían que ver con la jugosidad de una fruta común y cotidiana. Ésta parecía ironizar sobre la trascendencia del artista genial.
La melancolía casi parecía una parodia de la sandía solitaria: melon alone., the lonely melon. Un juego de palabras que reduce y acota la trágica y a veces ampulosa concepción del artista divino, que dio lugar a una serie de delicadas acuarelas de Thomas Shütte, insólitamente poéticas.
La serie se muestra en la exposición antológica que el MoMA de Nueva York dedica a este artista .
lunes, 11 de noviembre de 2024
Lugar de encuentro
Las calles desembocan en las plazas. Vierten a los viandantes a éstas. Quienes se apresuraban se serenan. Caminan más despacio. La plaza atempera el movimiento.
Aunque ya comentamos hace años que la palabra plaza, en latín y en griego, significaba calle ancha, o ensanchamiento, mostrando que la plaza no tenía entidad por sí misma, sino que pertenecía al género (o a la familia) de las calles, lo cierto es que place, en francés, no significa solo plaza sino emplazamiento; exactamente, lugar. El francés place designa un espacio vacío que rodea a quien se ubica en él. Place es el lugar que le corresponde a cada ser o cada ente. Être à sa place se traduce por estar donde toca, consciente del lugar que ocupamos en una comunidad, sin ilusiones pero con serenidad. Estar en el lugar que nos corresponde expresa que sabemos quienes somos y porque estamos aquí.
Cuando esto ocurre, la imagen de la plaza que se impone es la de un espacio ordenado, “bien” organizado, sin conflictos, donde cada ser u cada ente ha encontrado donde asentarse, sintiéndose cómodo. Las plazas aportan aperturas. Airean el tejido urbano. Y abren mentes. En las plazas se producen encuentros que dan lugar a mercadeos, intercambios y debates.
Un encuentro conlleva un enfrentamiento, curiosamente. Denota que algo o alguien está en contra (nuestra). Uno se desplaza a la contra, en contra dirección. Mas, el encuentro -el choque- produce un altercado en el tránsito.
Dos personas pueden encontrarse en un cruce. Pero no es imposible que, desde puntos distintos, se dirijan hacia un mismo destino. Apenas se detienen, en este caso. Siguen desplazándose a toda prisa. El encuentro es físico; pero no activa la palabra. Quienes se ven obligados a seguir juntos no miran a quien tienen a su lado. Deben de mirar al frente para no tropezar. El encuentro en un cruce de calles apenas invita al diálogo.
Por el contrario, un encuentro verdadero se produce cuando dos personas se desplazan en direcciones contrarias y se detienen para no darse de bruces con quien no viene de frente, la frente bien alta, con quien no nos esquiva, como si nos rechazara o le fuéramos indiferentes, como si fuéremos nadie. Los encuentros obligan a detenerse, a verse las caras, y a ceder el paso: un gesto de reconocimiento del otro. Una muestra de deferencia. Uno se pone al servicio del otro sin perder su libertad. Es un reconocimiento simbólico que engrandece a quien concede el favor y honra a quien lo recibe, el cual a su vez, se aparta para dejar el paso, dándose un reconocimiento mutuo.
Un encuentro es siempre un acontecimiento singular: inesperado, sea bienvenido o temido. El encuentro nos pone en evidencia, nos desarma. Revela quiénes somos. Nos descubrimos ante el otro. Tras el encuentro podremos recomponernos, volver a adoptar la máscara hierática con la que caminamos por la calle, viendo sin ver, viendo sin querer ser visto.
El encuentro, por el contrario, es una llamada de atención. Los planes, las perspectivas se desmoronan en favor de una situación que nos toma con el pie cambiado pero que, no obstante, puede ser satisfactoria, en cualquier caso, perturbadora. Debemos abrirnos, cesar la introspección. El encuentro nos acerca al otro. Este deviene próximo, nos es cercano. Nos reconocemos a los ojos del otro.
Y cuando cada uno reemprenda su camino, el encuentro quedará atrás, quizá olvidado por un tiempo. Hasta que nuevo choque nos devuelva a la luminosidad que todo encuentro emite.
Los encuentros a cara de perro invitan a dar el esquinazo, o a amenazar. El encuentro satisfactorio, en cambio, nos devuelve, por unos momentos, la luz que habíamos perdido. Y los encuentros fortuitos producen la sensación agridulce de nostalgia por no haber hecho un alto, durante un tiempo, tomándonos el tiempo, lo que hubiera, quizá, cambiado nuestra vida.
jueves, 24 de octubre de 2024
Deportación
El significado medieval del verbo deportar, en francés antiguo, era cruel -aunque lógico. Equivalía a divertir o divertirse. En latín, dar vueltas (vertere). De ahí, el vértigo: el profundo malestar que se siente cuando la cabeza da vuelta ante lo insondable, las honduras inexplicables, las oscuridades, los misterios.
La diversión nace de la visión del tropiezo, de la elección de un camino equivocado que lleva a la duda, la incertidumbre y el peligro.
Nos divertirnos ante el sufrimiento ajeno causado por el deambular errático al que condenamos a quien obligamos a dar media vuelta.
La deportación causa la pérdida del porte. Ls prestancia desaparece. Un deportado pierde pie. Se encoge como si quisiera protegerse, cubrirse ante un mal que le doblega y le tumba. El deportado emprende el camino en sentido contrario. Camina despacio, arrastrando los pies, los hombros caídos, la cabeza gacha. Su debilidad, su aspecto desvalido quizá nos entretengan. La compostura, la cabeza bien alta desaparecen. El deportado deviene una sombra, quisiera ser una sombra, pasar desaparecido, volverse invisible. Su fragilidad es la muestra de nuestra fuerza, de nuestra mano de hierro. Nos sentimos con fuerzas, fortalecidos, crecidos ante el ovillo humano que hemos causado.
La deportación es fruto del desprecio ajeno. Ninguneamos al otro. Lo anulamos. Le cerramos las puertas. Lo abandonamos a su suerte, a la intemperie. Nuestra supuesta fuerza solo es el signo del miedo que sentimos. Miedo a compartir bienes y espacios. Rechazamos el contacto, hasta quedarnos solos. Demasiado tarde. Quienes podrían aliviar la soledad ya no están. Nuestra avaricia, nuestra avidez que niega cualquier manifestación de generosidad, acaba privándonos de la presencia, del consuelo del otro. Solos, encerrados en nuestros miedos.
miércoles, 9 de octubre de 2024
El saber y el sabor
Mientras que el castellano y catalán solo poseen una única palabra, sabio o savi, el francès recurre a dos términos: sage y savant. No son propiamente sinónimos. Poseen significados distintos (que sabio o savi posee pero no distingue).
El castellano y el catalán están más cerca de la palabra originaria, el latín sapidus (y el verbo sapio), una palabra que también está en el origen del sustantivo sabor (y del adjetivo sabroso).
Sapio, en latín, significa tener gusto, es decir buen gusto. El gusto se manifiesta tanto en el hacer (el buen hacer) como en la decisión previa al hacer, que determina si se tiene que actuar o no.
Un savant, en francés, es una persona inteligente. Posee los conocimientos necesarios para intervenir. Sabe cómo hacer o proceder. Persigue una meta: la verdad.
Pero el savant y no mide las consecuencias de sus actos. La meta, la prosecución de una acción, es un fin en sí mismo, independientemente de lo que dicha acción pueda causar, hoy diríamos, de los daños colaterales.
El sage, en cambio, persigue valore éticos y estéticos: el bien y la belleza. Intuye qué puede acontecer si obra.
El sage reflexiona -y puede llegar a la conclusión que los daños pueden ser superiores a los beneficios. El savant actúa. Tiempo -o no- tendrá el sage de evaluar la “bondad” del gesto del savant.
Una persona inteligente no es siempre sabia. Sabe cómo hacer, pero no se plantea porqué hace. El savant no se detiene. Tiene que practicar, y repetir una y otra vez los gestos necesarios, y en un determinado orden, para conseguir sus fines. La destreza es necesaria para ser un savant: una destreza que requiere una mano diestra, eficaz, que logra gestos contundentes, que no dudan: se llevan a cabo, diríamos, sin pensar. El savant tiene que tener capacidades técnicas. No puede recapacitar. El savant cree en el progreso. Mira hacia adelante, hacia el futuro. Tiene un objetivo.
El sage, en cambio, mira hacia el pasado, y aprende de las decisiones tomadas en el pasado. De dichas enseñanzas saca las consecuencias que probablemente causen sus acciones “savantes “. El savant no se hace preguntas. No cuestiona ni se cuestiona. Es una máquina eficaz. Gracias a sus acciones, se despeja un camino -que quizá no lleve a nada y sea irreversible. El sage “huele” lo que puede ocurrir. Tiene olfato y vista. Tiene el buen gusto de inquirir sobre las condiciones y las posibles consecuencias de la acción, perfectamente planificada, que el savant está a punto de emprender.
El gusto es una facultad que permite medir las cualidades de las cosas y de los gestos, y su impacto en nosotros, en nuestro ánimo. El gusto intuye las consecuencias de una exposición: de unos objetos, y de nuestro contacto con éstos.
Educar el gusto debería ser la tarea de cualquier enseñanza: enseñar a valorar si se puede y se tiene que proceder. Un conocimiento que debería preceder el de los saberes técnicos y proyectiles en arte y arquitectura. La “sagesse “ puede conllevar renuncias. Preferir dejar las cosas cómo están -con la posible esperanza que, un día, un sabio, recapacite, y determine que se dan las condiciones para que un acto sea bello y beneficioso, siempre atento a cualquier atisbo de mala práctica, de una práctica que hace, nos hace, daño, nos hace peores.
viernes, 4 de octubre de 2024
Poder
Poder es un verbo y un sustantivo
Como verbo indica una posibilidad. Abre una puerta, despeja obstáculos. Señala una vía abierta. No implica movimiento, pero sí que éste sea posible . El poder se manifiesta, en primer lugar en el cuerpo. Éste no se mueve descontroladamente ni se queda quieto, inerte, sin fuerzas, sino que está a la espera de mi decisión.
El poder está asociado a la libertad. Se abre ante mí un abanico de posibilidades. Actuaré o no. En ambos casos, nada me fuerza a tomar una decisión ni a emprender una acción. Puedo, y por tanto soy. No tengo impedimentos. Para poder actuar no tengo que enfrentarme a nada. Todo enfrentamiento limita y condiciona mi intervención. Por tengo, la posibilidad de intervención implica la atención a las posibilidades de los demás. Dicha posibilidad requiere un acuerdo. Cada parte señala los límites de su campo de actuación, límites necesariamente acordados. Dicho acuerdo dibuja un espacio, el espacio propio en el que puedo incidir y manifestarme, ser lo que quiero ser, dispuesto a relacionarme con los demás. El espacio es siempre un espacio de libertad, es decir, de aceptación del espacio de los demás.
Como sustantivo poder ya no se relaciona con la libertad ni con el acuerdo, sino con el sometimiento. El poder es la capacidad de neutralizar a los demás, impidiéndoles desarrollarse. El poder implica la falta de contención, de control. El poder está en manos de quien no acepta fijar unos límites y no reconoce a los demás los mismos derechos.
La infinita posibilidad que el verbo anuncia desaparece con el poder en tanto que sustancia. Está solo se manifiesta, y existe, en tanto que ataque. No abre sino que cierra puertas. Busca la confrontación.
La potencia no es fuerza. La fuerza subyuga y destruye. Aniquila a los demás. La fuerza se agota. Y no deja más que ruinas. La potencia, por el contrario es generativa. Da vida, anima. Abre espacios en los que poder estar. La potencia está siempre activa. Se abre a los demás. Tiende manos. Está dispuesta a colaborar. Reconoce la potencia ajena y acepta los límites de su campo de actuación.
El poder como sustancia nos pone por encima de los demás. Estos devienen súbditos, sujetos, sujetos a mi poder.
El oferta como posibilidad, por el contrario, invita a la colaboración. Es una muestra de generosidad. Me predispone a actuar sin ejercer el poder, sin reducir a los demás.
El poder destruye a todos a quien lo posee y a quien lo sufre. El poder como posibilidad es una invitación a la apertura, al reconocimiento. Está ligado a la curiosidad, a la atención. Me abre a los demás. Y me impide tomar el poder que me bloquearía y anularía a los demás.
El poder es mortífero. Tener la capacidad, la posibilidad de intervenir, en cambio, es creadora, generadora.
El pasar de poder a ejercer el poder implica una pérdida; la pérdida de contención -uno ya no se domina-, y la pérdida de visión: los demás ya no son vistos como iguales. Ponerse por encima de los demás, no reconocerlos, es una muestra de ceguera que solo lleva a la muerte. Nos mata como humanos y destruye a los demás.
Como lo estamos viendo diariamente hoy.
domingo, 29 de septiembre de 2024
Perdón
Como la palabra lo indica, el perdón no se pide sino que se concede: se da a alguien: per-donare, en latín.
El perdón es una gracia que se otorga. Es una falta pedirlo. Los regalos, las venias no se piden. Dejan de ser gracias. Quien lo concede actúa con plena libertad, desinteresadamente. La concesión bajo demanda o presión anula la bondad de la concesión.
El perdón que se brinda es personal. La persona afectada por una acción hostil, un daño recibido, libra de la culpa a quien lo ha cometido, lavando la falta. Ésta no se anula; son sus efectos los que se consideran pasados. Remiten. Éstos no son irrelevantes. Pero se decretan que ya no nos afectan. Perdonar no conlleva el olvido del daño recibido. Pero anula el efecto pernicioso que enturbia una relación personal. Pues la relación que se había roto se restablece con la absolución gracias a la que remite el alcance del daño recibido.
Solo los dioses pueden perdonar las faltas cometidas por personas que no las han cometido personalmente, sino que son personas herederas de quienes las han causado. Cristo perdonó a quienes le arrestaron, le enjuiciaron, le torturaron y le ejecutaron. Pero este perdón era de alcance limitado: el alcance del perdón humano. La grandeza del perdón divino es que alcanza las faltas no cometidas por quienes reciben el perdón, faltas que cometieron otros, y faltas que otros cometerán; faltas cuyos efectos han pasado o aún no se han producido. El perdón mas grande, magnánimo y magnificente, porque más incomprensible, es que se otorga a las faltas que aún no se han cometido, a sabiendas que se cometerán. Sus efectos se neutralizan de antemano. Quien perdona considera que no será agraviado. Libera de la culpa por el daño que se causará.
El perdón es una gracia. Y la gracia es una manera de mostrarse agradable. La ira, la venganza, el rencor, la agresividad, la mirada torva desaparecen con la gracia -que restablece los contactos. La gracia, la medida de gracia no se suplica. Se otorga. Los recuerdos de los males cometidos ya no enturbiarán las relaciones personales. Pedir perdón es una falta, y una petición sin sentido. Revela cobardía porque implica la no asunción de la falta cometida, que solo puede ser neutraliza por el afectado cuando, graciosamente, otorga el perdón.
El agraviado perdona. Y perdona a quien no pide perdón, puesto que pedirlo es una falta que invalida la gracia de quien lo concede, quien no puede concederlo porque su libertad ha sido coartada.
La perdón es una muestra de generosidad. Permite que el agraciado reviva. Puede regenerarse, volver a levantarse. La generosidad siempre se aplica a contrapelo, cuando no se la espera. Toma por sorpresa y echa luz. La generosidad tampoco se pide. Todo lo más se espera en silencio. Es un acto meritorio. Pero nadie está obligado físicamente a ser generoso. Es una obligación moral que cada uno se impone a sí mismo, y que no puede responder a ninguna petición. La generosidad como respuesta, para acallar la voz que pide, ya no es una muestra de generosidad, sino de transacción comercial.
Quizá pudiéramos perdonar a ciertos representantes porque no saben lo que dicen.
miércoles, 25 de septiembre de 2024
Arqueología y nacionalismo
Recuerdo la decepción de una amiga, a finales de los años setenta del siglo pasado, al llegar a Grecia por primera vez. Esperaba encontrarse con griegos idénticos a los héroes esculpidos en la antigüedad: nariz recta prolongándose la frente, labios carnosos y pelo corto con rizos y caracolas. Según ella, las estatuas clásicas masculinas debían ser retratos de seres de carne y hueso, y éstos indistinguibles de los actuales, como si la ficción del pasado fuera la viva imagen de la realidad del presente; como si ésta hundiera sus raíces en el lejano pasado.
Bruselas acogió, en 1985, una serie de exposiciones organizadas por el gobierno español, para celebrar la entrada de España en la Comunidad Europea. Estas muestras de arte y diseño debían cantar la grandeza del arte español, del pasado y del presente. Destacaba una exposición sobre los iberos. Ésta estaba justificada: las tribus iberas vivieron en la península llamada ibérica y en el sudeste de Francia, y las mejores colecciones de arte ibérico, o de las tribus iberas, se encuentran en colecciones públicas y privadas en España -con algunas escasas excepciones.
Sin embargo, tales no eran las únicas razones que llevaron a organizar esta exposición. Subyacía, en cambio, la creencia en la continuidad entre los iberos y los españoles, como si fuéramos los directos descendientes de aquellos, y las artes iberas fueren las que fueran razón del arte “español” sea cual sea la época.
Sin embargo, los procedimientos actuales en la excavaciones arqueológicas ya nos ofrecen una imagen de la relación entre el pasado y el presente: frente a las maneras de excavar del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, consistentes un abrir tajos profundos que se adentran verticalmente en la tierra, a la búsqueda de la continuidad entre las muestras del presente y las trazas del pasado, hoy se excava horizontalmente, por catas. Este procedimiento pone en evidencia las relaciones entre obras de un mismo nivel o periodo, y las discontinuidades entre distintos estratos, a menudo separados por capas en las que no se hallan ninguna muestra de ocupación. Los sucesivos niveles de ocupación no se asientan, a menudo, sobre nada del pasado. Es como si ocuparan a cada vez una tierra virgen. El pasado yace sepultado y no informa o afecta el presente.
Lo español no es una evidencia que pone en relación lo ibero con el presente, sino que es una construcción de la generación del 98, que miraba con fascinación y amargura las trazas del pasado, trazas de miseria y esplendor, de codicia y desprendimiento, que justificaran la deprimente, amarga y fatalista situación política finisecular y la imposibilidad de sobreponerse. Las razones del malvivir se enraizaban en los males no superados del pasado.
Esta construcción que ahonda en las supuestas conexiones entre pasado y presente, y que son construcciones modernas, se encuentra en diversos países. Hoy los habitantes de países sudamericanos se reivindican como directos herederos de imperios “nativos”, y políticos franceses se proyectan en las andanzas de los galos. Mussolini se consideraba la reencarnación de Julio César, y la derecha conservadora catalana afirma prolongar las heroicas decisiones de un rey imaginario, Wilfredo el Piloso. España, Cataluña, Francia, o Germanis habrían existido incólumes desde la noche de los tiempos.
Esta visión continuista lleva a la sacralidad del pasado que conduce a su adoración o su destrucción si se considera ajeno a las “raíces” del presente. El arte preislámico, pagano, es condenado, en ocasiones, por políticos islamistas, mientras que el arte ibérico, griego o romano ha sido presentado a veces como la muestra de la superioridad y grandeza de España, Grecia o Italia.
La noción de raíz, o de autoctonía , como denunciaba el antropólogo cultural francés Marcel Detienne, ha llevado a las mayores exacciones. Todo está permitido y legitimado si repite manera de hacer del lejano pasado. A la vez, condena a la exclusiones a quienes no pueden probar su enraizamiento inmemorial.
El pasado es cuestión del pasado. Por eso puede ser estudiado. Para aprender del pasado, para estudiar maneras de hacer y pensar del ser humano en el pasado de las que podemos acaso aprender -para no operar ni reflexionar de la misma manera, para romper con el pasado, y que este no sea una losa de la que no podamos desprendernos, sin sentirnos herederos ni culpables.
viernes, 13 de septiembre de 2024
Culto y condena de las imágenes (en Bizancio)
Clase impartida por filósofos bajo un pórtico, siglo X
Artista pintando un icono pese a la prohibición de las imágenes, siglo X
Adoración del mandylion (o verdadero retrato de Cristo), s.X
Emperatriz bizantina sorprendida en palacio
adorando un ícono en unos años en que las imágenes estaban prohibidas, s.X
Los teólogos bizantinos, a favor o en contra del arte -su realización y su contemplación o disfrute-, apoyados en las complejas consideraciones sobre la necesidad y función del arte plástico, poético, escenográfico o performativo, y musical de Platón -condenándolos, si bien reconociendo su utilidad y, a veces, su necesidad-, redactaron algunos de los textos más certeros sobre la relación que mantenemos con las imágenes, unas reflexiones que, mil quinientos años más tarde, siguen vigentes .
La representación de la representación, o imagen de una imagen, es un tema ampliamente tratado en el arte plástico. La plasmación ofrece un reto para el artista y para el teórico. Se trata de hallar la n manera de plasmar las diferencias entre las imágenes y sus dobles (imágenes de imágenes), a menos que se quisiera desdibujar tal diferencia plástica y ontológica.
Por otra parte, la reflexión sobre dicha diferencia, si existe (existía, según Platón), y sobre el alcance o la importancia de dicha diferencia recorre la historia de la teoría del arte, al menos en occidente.
El cubismo jugó con esta diferencia. La imagen de una imagen, la imagen de un periódico, una fotografía, un anuncio, en una pintura, jugaba con la naturaleza de la imagen plasmada. La imagen de la imagen era más “real”, que la imagen. Los “collages”, la introducción de un recorte, introducía una parcela de realidad (que comprendía una imagen) en la imagen pintada. La imagen de la imagen ya no era segunda, sino primera, con relación a la imagen.
Juegos entre la realidad y su imagen, entre la imagen y la imagen de la imagen, también se practicaron en el arte antiguo.
El mandylion era una imagen particular. Se trataba del retrato de Jesús. Mas , no era propiamente una imagen, ya que no había sido realizada manualmente. Jesús apoyó su rostro en un paño y sus rasgos se transfirieron mágicamente en la tela.
Se trataba de un procedimiento semejante a la ejecución de una máscara mortuoria, con la diferencia que el molde ofrece una imagen en negativo que debe ser positivada, a través de una imagen extraída del molde. Por el contrario. Los rasgos impresos no requerían ninguna intervención posterior. El rostro y su imagen, su huella o impronta, no se distinguían -haciendo salvedad de la planimetría de la tela.
Pero, ¿qué ocurría con una imagen del mandylion?
Toda la teoría del arte bizantino -y en parte occidental- reposa sobre la respuesta a esta pregunta. Los defensores bizantinos de la imagen consideraban que no existía diferencia alguna. La multiplicación o reproducción del mandylon no lo afectaba esencial ni superficialmente. Una imagen de aquél seguía siendo un mandylon. Este era un prototipo, y las imágenes o tipos del mismo eran idénticas a él, del mismo modo que no existe diferencia alguna entre una prueba de imprenta y una impresión, o entre una fotografía digital y su duplicación.
Esta identidad entre imagen y modelo -que contradice la diferencia que se supone tiene que existir entre un original y una copia, y que el arte moderno ha mostrado que no tiene razón de ser- se expone de manera sugerente y sorprendente en una de las miniaturas. Un personaje besa el mandylion. Éste, recordemos, guarda los rasgos del rostro de Jesús: es un doble del mismo. El mandylion no es sustancialmente distinto del rostro del hijo de dios. Esta identidad se expresa a través de la imagen de una persona que besa a otra, como si una cabeza emanara de la tela, se encarara y acercara sus labios a los del emperador Romano I, del siglo X, que sostiene la tela -pero no la besa, sino que besa la imagen que no es verdaderamente una imagen que la tela ofrece como una bandeja sobre la que se irguiera la divinidad “en persona”.
Besar el rostro de la divinidad requiere besar una tela. Este gesto es ambiguo . Puede dar lugar a confusión. ¿Cómo se puede saber si se adora a una divinidad -una adoración legítima- o a un objeto (una tela), lo que constituye una condenable muestra de idolatría?
La respuesta de la emperatriz de Bizancio Teodora, en el siglo IX, es inteligente y constituye otro reto teórico. Sorprendida besando un icono -es decir, besando la reproducción de un mandylion pintada en una tabla-, corriendo el riesgo de ser acusada de idolatría, lo que podía acarrear su condena a muerte, pese a ser la esposa del emperador Teofilo I (quien abominaba de la existencia de imágenes naturalistas por la confusión que creaban), la emperatriz respondió que no besaba a una imagen sagrada, sino a una muñeca.
La diferencia entre una imagen religiosa y un juguete no se percibe a simple vista. Ambas figuras pueden estar constituidas del mismo modo, con los mismos materiales, los mismos procedimientos, dando lugar a objetos indistinguibles. Pero uno es objeto de adoración o de devoción, que conlleva un trato especial, quizá incluso la imposibilidad de tocarlo, mientras que el otro es manipulable: no requiere cuidado alguno.
La emperatriz manifiesta que la diferencia entre lo sagrado y lo profano, entre el arte y la artesanía, o entre lo bello y lo útil, es conceptual. Es el ritual por un lado, que “santifica” un objeto -como su exposición en un museo-, y la mirada reflexiva por otro, los que crean obras de arte: los que convierten objetos sin cualidades en obras merecedoras de nuestros cuidados y de nuestra admiración.
Teodora, brillantemente, se anticipó en más de un milenio, en las consideraciones de principios del siglo XX sobre lo que funda o constituye una obra de arte: una mirada y una palabra que bautizan cualquier objeto en una creación única, poseedora de sentidos que deben ser interpretados, cuya obtención ofrece puntos de vista inéditos y necesarios sobre el mundo.
Esta pequeña exposición bien merece más una atenta visita que el mayor contenedor de arte moderno y contemporáneo de Madrid. Dice mucho sobre las fantasías humanas dotando de valor y sentido objetos que hasta entonces eran indiferentes y mudos: una manera de actuar probablemente exclusiva de los humanos desde la noche de los tiempos.
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