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domingo, 16 de junio de 2024

El arquitecto y el maestro de obras

 El arquitecto ¿tiene que construir? La construcción ¿es la finalidad del trabajo del arquitecto? Construir, es decir verter el proyecto en la materia, dotar de volumen y materialidad los trazos en un plano ¿son tareas propias del arquitecto?

El siglo XVII, en Europa, aportó un cambio en las tareas del arquitecto y en la propia concepción de su papel. Las academias artísticas, aparecidas a finales del siglo XVI en Italia, primeramente para artistas plásticos y posteriormente para arquitectos, fueron agrupaciones desgajadas de los gremios medievales, porque dieron primacía al pensar sobre el hacer: se convirtieron en centros donde se debatían ideas frente a los gremios donde se aprendían técnicas constructivas. La mente empezó a imponerse sobre la mano. En cierto que los primeros arquitectos académicos proyectaban y construían. Los tratados de arquitectura que estudiaban y redactaban no eran las únicas obras que producían o sobre las que reflexionaban. Seguían dirigiendo la puesta en obra de sus proyectos, pese a que el modelo del arquitecto seguido era el que el romano Vitrubio impuso, un arquitecto o ingeniero militar, autor de un tratado (de arquitectura griega o helenística), más que un constructor (no queda claro que hubiera construido, aunque recientemente se hallan hallado restos de una posible obra suya, una basílica que no se sabía o se sabe si llegó a edificarse o fue un proyecto no materializado y que posiblemente no se proyectó para ser materializado).

Las primeras academias mutaron a mitad del siglo XVIII. Primeramente porque a su función propiamente discursiva, un lugar donde debatir sobre lo que és la arquitectura, se sumó una función educativa. Las academias abrazaron la formación de cursos reglados de arquitectura, por lo que los arquitectos dejaron de formarse en talleres gremiales -una formación eminentemente práctica- para empezar a recibir una formación teórico-histórico-práctica. Una formación que se encontró con una doble vía difícilmente armonizable: la consciencia intelectual frente a la formación material. Las ideas ante las obras, el proyecto frente a la construcción.

Fue entonces cuando la academia exigió que las obras públicas dejaran de ser ideadas por maestros de obras, es decir por constructores sin formación histórica y teórica, diestros en la obra pero desconocedores o indiferentes ante cuestiones teóricas, actuantes antes que reflexivos. Los proyectos tenían que ser pensados, ideados por arquitectos académicos. Unos arquitectos para los que se defendía una formación principalmente histórica y teórica, en la que la historia del arte y la arquitectura; la gramática -el arte del pensar bien se expresa en el arte de escribir bien-, la estética y la filosofía jugarán un papel principal en detrimento de enseñanzas científicas y constructivas, propias de ingenieros. Los académicos defendían la separación de la arquitectura de la ingeniería: ambas enseñanzas tenían cursos comunes previos a cursos específicos. La formación común inicial se debatía. Un arquitecto era concebido como un ser reflexivo, pensativo, contemplativo, distinto del activo ejemplificado por el ingeniería y caricaturizado por el maestro de obra sin conocimientos de historia y teoría. 

En España existen los estudios de aparejadores y de arquitectos. Aparejar significa componer parejas, es decir hallar elementos que casen de manera armónica sin causar disonancias, problemas ni rechazos; entes o materiales que se acoplen bien y se fundan en una nueva entidad indisociable. Este trabajo debe realizarse parcamente: es decir sencilla y eficazmente, sin gestos gratuitos de cara a la galería. Aparejar viene de parco, en efecto. Una persona parca es quien no pierde el tiempo en gestos inútiles, una persona de pocas palabras, que obra antes que habla, que obvia la palabrería, sino que sabe solventar tareas rápida y eficazmente, sabe responder en pocas palabras a preguntas en ocasiones difíciles, hallando soluciones elegantes y efectivas. 

La conversión del aparejador en arquitecto técnico hizo que los estudios de arquitectura pasaran a denominarse de arquitectura superior, una expresión incorrecta, gramatical y éticamente. Superior es un adjetivo comparativo. Se es superior a algo o a alguien. El arquitecto es superior ¿a qué o a quien? ¿Al arquitecto técnico? Si un arquitecto no era superior a un aparejador, sino que ambos ejercían tareas de igual importancia, incomparables, como idear y edificar, sin que medie ninguna superioridad de una sobre otra, la expresión arquitectura superior implica que existe una arquitectura inferior: la enseñanza o el conocimiento del técnico, que curiosamente queda denigrado cuando se le quería realzar a la altura del arquitecto, un movimiento impropio e inútil, pues ambos ejercen o ejercían tareas de igual relevancia en campos distintos: el campo reflexivo y el campo activo.

Si se repensara las formaciones de arquitectos y  aparejadores o maestros de obras, recuperando denominaciones justas, a los arquitectos se les formaría, como se defendía en el siglo XVIII y hasta finales del siglo XIX, en conocimientos teóricos y artísticos, mientras que los conocimientos técnicos se verterían en los estudios de aparejadores. El arquitecto idearía y reflexionaría sobre la finalidad de su proyecto, sobre las consecuencias de su gesto y de su obra construida si ésta llegara a encarnarse bajo la batuta del aparejador. Mientras éste hallaría las soluciones más adecuadas para dar cuerpo a las ideas del arquitecto, pudiendo impedir o detener su materialización si percibiera problemas éticos o técnicos.

De este modo, ambos, arquitectos y maestros de obras colaborarían en un proyecto común: habilitar, humanizar el espacio para acercarlo a las necesidades físicas y espirituales del ser humano. Mientras esto no ocurra, la arquitectura construida seguirá siendo, a menudo, un ejercicio vano -la vanidad del arquitecto desconocedor de la ética se impone- y erróneo -como vamos descubriendo en tantas obras fracasadas.

Se desactivaría, a la vez, el anacrónico omnipotente poder medieval de los colegios de arquitectos, que podrían volver a ser  en lo que fueron en Roma: centros asistenciales para arquitectos en quiebra.

La arquitectura para quien la piensa, la obra para quien la trabaja.

PS: esperemos que más pronto que tarde la Escuela de Arquitectura de Barcelona abandone el galimatías, éticamente dudoso, de su denominación con ínfulas  -Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona- para pasar a llamarse llana y precisamente Escuela o Facultad de Arquitectura de Barcelona, o Escuela Pública de Arquitectura de Barcelona, al tiempo que el delirante nombre de Escuela Politécnica Superior de Edificación de Barcelona, más abstruso o absurdo que un texto de arquitecto o crítico de arte contemporáneo, revierta, sencillamente, en la denominación, no pretenciosa e incomprensible, libre de complejos, de Escuela de Aparejadores de Barcelona. 

Amén


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viernes, 24 de mayo de 2024

Falta (o tribunal)

 El mes de mayo llega al final. Anuncia el temible mes de junio académico, lo precede y lo introduce. Es el tiempo en que los estudiantes presentan trabajos finales de curso, de grado, tesinas, proyectos finales de carrera y se enfrentan a exámenes finales escritos u orales.

La evaluación de un trabajo escrito o defendido verbalmente suele señalar las carencias de aquél: lo que le “falta”. Se destaca negativamente lo que carece. No se juzga lo que se tiene, el trabajo tan como se presenta, sino lo que debería tener. Se juzga comparándolo con un trabajo, un escrito ideal, y se señalan sus deficiencias, sus faltas. De buenas a primeras, se indica que el trabajo no responde a un modelo asumido. Juzgamos en función de lo que esperamos, a lo que se debería hacer, a un modelo conocido, y  no atendemos a lo que se ha realizado.

Dicha manera de avaluar es comprensible. Partimos de lo que sabemos, de criterios que conocemos y caracterizamos como faltas todos los puntos en los que el trabajo no coincide con una trama o plantilla establecida. La corrección se convierte en un chequeo: ¿”abstract”? ¿Palabras clave? Metodología? ¿Fuentes? El trabajo ¿presenta o incluye  estos aportados? ¿Falta alguno?

La palabra falta, en latín, no designa una ausencia o un error, sino una actitud o intención. Falta significa engaño. Un engaño es efectivo, logra confundir a la víctima si esquiva lo previsible o evidente. Si la toma por sorpresa. Una falta es un intencionado desvío de la norma, presentado como si se respetara la convención. Un hecho, un dicho falsos (la falsedad y la falta son sinónimos) son enunciados o mostrados como si fueran verdaderos y atendieran a lo esperable, como si no se apartaran de lo que se supone o se prevé. El engaño es eficaz si se lleva a cabo según procedimientos conocidos. Por el contrario, una verdad que se desmarca de la opinión general aparece a menudo como una falsedad.

Destacar lo que le falta a un ejercicio -para ser considerado modélico, es decir predecible- implica por parte del evaluador suspicacia. Sospecha de lo que juzga. Juzga con prejuicios. Está alerta, tenso, no sea que se le engañe. Presta atención no a lo que se dice o se muestra, sino a lo que no se dice. Más que lo que se ofrece, se calibra lo que se supone se esconde. 

La palabra tribunal pertenece al vocabulario académico y judicial. Político, igualmente. En efecto, tribunal, en Roma, era el nombre que recibía el lugar desde el que los tribunos arengaban o se dirigían a la plebe, al común de los mortales. Un tribunal era una tarima, necesariamente elevada, gracias a las cual los tribunos, que formaban una tribu (una palabra emparentada con tribunal y que designa a un colectivo con una sola voz, del que no se toleran voces discordantes), se ubicaban por encima de los demás. Un tribunal es un espacio acotado, es decir escindido, defendido, desde el que se dirige el y al mundo. 

El tribunal, decimos, parte del presupuesto que quien es evaluado está en falta, esconde sus faltas o fallos (de conocimiento), desvía la atención sobre lo que no sabe y, en suma, pretende confundir sobre lo que ha hecho y no ha hecho. ¿Ha cometido una falta? La pregunta no se plantea. Se parte del presupuesto que dicha falta existe, que el examinado va a faltar al tribunal.

¿Se puede evaluar sin prejuicios? ¿Podemos valorar lo que se nos muestra, y no lo que esperábamos que se nos mostrara? 

Sin embargo, un examen o un trabajo “canónico”, en el que no se echa nada en falta, no nos parece sorprendente. No destaca. Tampoco recibe una “buena” nota. 

Un examen revela los fallos, las faltas de quien se examina. Pero también del examinador. Dice tanto de quien se somete (término militar) a la evaluación como del que juzga. Los profesores nos descubrimos cuando nos confrontamos a los estudiantes. Y, quizá, en secreto nos avergonzamos de las decisiones que tomamos. El examen lo pasan ambas partes. Pero solo una recibe una sanción.

Seguramente es inevitable y humano. Previsible. ¿Justo? Quizá mejor no plantearlos. Es el tiempo de las evaluaciones, y los evaluadores, los “enjuiciadores” o los justicieros acaso, no podemos ponernos en tela de juicio. Tiempo habrá, tiempo que nunca llegará.


jueves, 9 de mayo de 2024

Oratoria

 “ suponiendo, como supongo, que es arte de bien hablar, se ha de confesar que ella contribuye para que el orador sea hombre bueno. Y cierto que aquel Dios, primera causa de todas las cosas, y autor de todo el mundo, por ninguna otra cosa distinguió más al hombre de los irracionales y mortales brutos que por la facultad de decir: pues vemos que nos exceden en la grandeza de sus cuerpos, en las fuerzas, en la robustez, en el sufrimiento y en la velocidad, y que ellos menos que nosotros necesitan de ayuda ajena. Porque la velocidad en andar, el alimentarse y el nadar lo aprendieron de la naturaleza sin otro maestro. La mayor parte de ellos se defienden del frío con su misma piel, tienen sus armas naturales y el alimento a la mano: cuando al hombre todo esto le cuesta mucho trabajo. Pero a nosotros ella nos dotó de razón, como cosa la más principal, por la que quiso que nos pareciésemos a los dioses inmortales.”

(Quintiliano: Instituciones oratorias, II, xviii)


Seguramente no debería ser yo quién redactara este comentario. Iba poco a clase en la facultad por miedo a que el profesor me hiciera salir a la pizarra y me interrogara en público, no porque no me supiera la lección, sino porque tenía que exponerla en público. Hablar en público sigue siendo una montaña, ya no en el aula, pero sí en reuniones y asambleas. El tartamudeo y la confusa elocución se imponen y lastran la comprensión, provocándome vergüenza cuando recuerdo el momento de la intervención fallida, aún más fallida cuando se me pide mi opinión en voz alta ante la mirada de los asistentes

Tratando de olvidar u obviar  la impertinente intervención, se observa en reuniones la cada vez más deficiente oratoria de docentes y de estudiantes. Representantes escogidos hablan de manera confusa y breve, o sin fin, impidiendo que se sepa cuál es el argumento o el punto de vista que se pretende enunciar. La dispersión , la confusión y la falta de síntesis lastran las intervenciones públicas de representantes de colectivos. 

No sabemos hablar en público.

La oratoria no es solo una manera excelente de comunicarte, sobre todo, de persuadir, sino que es el medio más acertado o efectivo de pensar. Hablar en público no es solo hablar, sino que es pensar en público, un pensamiento que se construye a medida que se enuncia. Lo que queremos expresar solo se descubre, tanto para el orador como para el oyente, cuando se enuncia y a medida que se enuncia. Las palabras pronunciadas tienen vida propia. Aparecen y se organizan de un manera que, en la callada meditación, en un diálogo con uno mismo, no se configuran. Pensamos cuando hablamos. Pensamos bien, es decir con acierto, perspicacia, lucidez, cuando nos expresamos ante los demás; una expresión que requiere poder y saber hablar con soltura, sin escucharse hablar, con el apoyo de la gestualidad. Un orador no solo ocupa un espacio sino que lo crea.

 El buen orador, además, no solo habla, sino que sabe cuando quedarse en silencio, un alto que refuerza lo que acaba de enunciar y anima lo que contará tras esta pausa. Hablar bien es saber estar y saber callar: callado y sin embargo no mudo, paradójicamente, porque el silencio puede ser elocuente y reforzar lo enunciado. El habla sin silencios, en cambio, es una habla ininteligible, como si no se dijera nada, como si contásemos naderías.

La oratoria -el hablar en público- exige memoria. El recurso a la lectura, con la mirada fija en un documento escrito, sin poder levantar la vista y mirar a los ojos de los oyentes, hunde una exposición pública. El orador parece hablar para sí. 

Mas, la memoria se adiestra. El ejercicio del recitado público de poesías que se debían aprender de memoria, cuando el alumno era invitado u obligado a alzarse para recitar en voz alta lo aprendido, era un ejercicio que se practicaba en las escuelas. Ejercicio temible y fastidioso , cuya necesidad no se percibía, y que ha caído en el olvido. Hoy se descubre sus beneficios. Ya no sabemos cómo alzarnos, prepararnos para hablar en público, es decir, pensando que nos dirigimos a unos oyentes a los que tenemos que seducir y convencer. Oyentes predispuestos a la escucha, atentos, pero que pronto pueden ser víctimas del desafecto si el orador es incapaz de atraparlo.

Si pensar es saber hablar, nuestra actual incapacidad por hablar en público lastra nuestra capacidad reflexiva. Y sin reflejos no sabremos cómo encarar el mundo no reaccionar ante él. Solo cabrá el silencio embarazoso de quien ya nada tiene que decir, vencido, sin convencimiento ni ideas propias, la mente en blanco , como si ya no fuera de este mundo.




domingo, 3 de marzo de 2024

Enseñanza

 Los alumnos, hoy, en la universidad, no saben nada (es decir, no saben lo que yo sé). Si lo supieran todo ¿serían alumnos? 

El trabajo del profesor es enseñar -a quien no sabe. Quejarse de que no saben es quejarse del trabajo.

Es cierto que recibir una explicación de algo que ya se sabe es, curiosamente, placentero. Lejos de provocar aburrimiento o hastío, suscita el placer del reconocimiento. Platón ya contaba que enseñar consiste en lograr que el alumno se de cuenta de algo que inconscientemente ya sabe. El conocimiento no viene de fuera, sino de dentro. Las cosas que no olvidamos son las que habíamos olvidado. Darse cuenta es una revelación. Consiste en abrir una puerta para descubrir que no tenemos que viajar lejos para aprender, sino emprender un ejercicio de introspección guiado por un profesor. Un ejercicio que exige cierto esfuerzo. La palabra estudiante se conforma al partir del latín studio que significa, precisamente, esfuerzo: el esfuerzo de adentrarse en uno mismo. Ser un alumno, como ser un profesor, exige un esfuerzo. Las explicaciones que no resuenan en nosotros -causadas a menudo por palabras rebuscadas y un tono pedante-, que no nos evocan nada, son palabras pronto olvidadas y, por tanto, inútiles. Un profesor que hace ostentación de saber y busca desmarcarse de los alumnos se aísla. Se luce pero no aporta luz. Debe despertar el interés (y asumir que no siempre lo consigue) sin hacerse el interesante. No puede compartir ni puede guíar. Los guías distantes, alejados, impiden el avance que solo se da con la cercanía, el ánimo que alienta a seguir investigando. Si los alumnos no saben quizá sea porque sienten que al profesor le hastía hacer de guía, que no quiere ser profesor. Un alumno solo es un alumno, alguien dispuesto a conocer, si un profesor le acompaña. 

Un profesor no debe hacer alarde que sabe lo que los alumnos no saben, sino que debe compartir conocimiento. Lo que separa al profesor del estudiante es que aquél ya ha realizado el ejercicio de rememoración al que invita al estudiante. Un ejercicio que, no obstante, también practica -y que tiene que producirse-, cuando, gracias a un diálogo con el estudiante, descubre que sabe cosas de las que no era consciente. Un profesor es quien sabe ser un alumno.

Alumno y alimento tienen la misma raíz. Un alumno es quien recibe un alimento lo que le hace ser más alto (palabra emparentada con las dos anteriores): es decir, gana altura -y profundidad al volver la vista hacia sí mismo y bucear en lo que tiene sin saberlo. El saber, o el aprender, es el descubrimiento de lo que uno tiene. El profesor invita al viaje y acepta ser guiado cuando quien le sigue conoce un camino en el que no había pensado.

Si nos quejamos de que los alumnos no saben nada, es que no somos profesores. 




 

domingo, 28 de marzo de 2021

Dando la cara


 Todos los rectores de las universidades catalanas, como se ve, se han manifestado hoy en defensa de unos contratos y unos sueldos dignos -que no sean de tres a nueve meses, y de ochenta a quinientos euros brutos al mes, debiendo el profesor asociado pagarse la cuenta de autónomos-, que es lo que tiene o gana el cuarenta y cuatro por ciento ciento de los profesores universitarios asociados.


 Barcelona, 14 jul. 2020 (EFE).- Cataluña es la comunidad autónoma con más profesores asociados en las universidades, ya que pasó de tener 5.483 en el curso 2009-10 (33 % de la plantilla) a 7.579 en el curso 2018-19 (44 % del profesorado total).

La cifra representa un aumento del 38 % de profesores asociados y supone que en el curso 2018-19 Cataluña concentrase el 30 % del profesorado asociado total de España, mientras que el resto de profesorado universitario catalán representaba sólo el 13 % del total español.

Así se desprende del estudio "Profesorado asociado. ¿Experiencia profesional o precarización? Análisis de la evolución del profesorado asociado de las universidades públicas españolas 2009-2019", que los profesores universitarios Alfonso Herranz y Vera Sacristán han presentado este martes en Barcelona.

De los 25.081 profesores asociados que hay en España, el 30 % están en universidades públicas catalanas. En la Universidad Rovira i Virgili el 58 % son asociados, en la Universidad Pompeu Fabra el 49 % y destaca la Universidad de Barcelona, con un total de 2.425 profesores asociados, que representan el 9,7 % del total de España.

Encargado por el Observatorio del Sistema Universitario, el informe denuncia que "a causa del elevado número de efectivos de profesorado asociado, las universidades incumplen de forma sistemática el límite legal establecido por la Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Universidades.

Dicha ley establece que el personal docente e investigador con vinculación temporal no puede superar el 40 % de la plantilla de Personal Docente e Investigador (PDI)".

Con casi un 69 % de temporalidad de la plantilla de PDI en Cataluña, el porcentaje de profesorado asociado "crece sostenidamente y se encamina a duplicar la media española", según el informe.”