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lunes, 18 de noviembre de 2024

THOMAS SHÜTTE (1954): SCHUTZRAUM (SHELTER, ABRIGO, 1986),

















 Fotos: Tocho, noviembre 2024


Thomas Schütte no sería considerado un arquitecto en España, al no tener el título que le habilitaría para edificar.

Mas, no lo necesita. Piensa y construye como algunos arquitectos lo hacen. Realiza maquetas de abrigos; sin promesas de espacios protectores y acogedores, refugios desde los que intentar imaginar una vida nueva, o lugares en los que uno puede quedar encerrado en si mismo, sin poder salir de uno mismo, preso de angustia, sin vislumbrar una salida.

La puerta de algunas construcciones está siempre cerrada; es imposible abrirla. Otros refugios tienen una obertura excesiva, demasiado abierta para no recordar unas fauces. Los abrigos pueden ser trampas, sobre todo cuando se doran de una imagen coloreada, excesivamente pintadas para no sé un señuelo.  

Las maquetas expresan una visión del mundo: una mirada que desvela lo que la realidad esconde a veces. Entre la casa y el búnker, la maqueta denota cómo nos ubicamos y cómo sentimos en el mundo, protegidos o desprotegidos, qué relación mantenemos con él, , un mundo que nos acoge, nos atrapa o nos encierra. La maqueta advierte de las bondades y de los peligros que nos esperan.

Abrigos para refugiarnos y meditar o para no ver lo que acontece. 

Una gran exposición antológica, dedicada a Thomas Schütte, en el Museo de Arte Moderno (MoMA), de Nueva York, muy bien montada, revela los claroscuros de los colores demasiado luminosos para ser siempre verdaderos.

https://www.moma.org/calendar/exhibitions/5681

sábado, 2 de noviembre de 2024

La ciudad acabada

 Tenemos la sensación -lo que seguramente no es solo una impresión- que la ciudad de Barcelona está en permanente obras. Éstas no solo se llevan a cabo en el mes de agosto, el mes “tradicional” o habitual para ejecutarlas, cuando las calles están vacías, o lo estaban otrora, antes de la llegada de los turistas, y los comercios cerrados, con la persiana bajada, como si la ciudad estuviera adormecida, tan solo sobresaltada por el bramido metálico de las taladradoras, y el penetrante olor del alquitrán.

Los constantes acontecimientos que puntúan la vida de la ciudad, desde los juegos olímpicos hace ya más de treinta años, sacuden la ciudad por las reformas que se emprenden: calles cortadas, zanjas que no cesan de abrirse y cerrarse, fruto del dudoso acuerdo entre administraciones, erizadas de gruas.

 Hoy, parece que solo las inacabables obras del templo expiatorio de la Sagrada Fanilia, un mal sueño de mal gusto, tienen ya las horas contadas. 

La ciudad, en cambio, es un mar de obras que apenas concluidas dan pie a reformas, mejoras y nuevas intervenciones que remedan o amplíen las actuaciones del pasado, que nunca acaban de pasar. El verbo acabar es significativo.

Contaba la arquitecta y urbanista María Rubert, en una clase esta misma semana, que una periodista le preguntó cuando la ciudad, en permanente tránsito, estaría acabada. ¿Veríamos un día la ciudad libre de máquinas y operarios, caseras de obras y vallas?. La ciudad ¿dejaría de estar en construcción? ¿Se habría alcanzado al fin la conclusión de un proyecto?

María Rubert contestó que esto no ocurriría nunca: la ciudad nunca estaría acabada. Las obras proseguirían mientras la ciudad viviera. Siempre se hallarían solar sin construir todavía, edificios y espacios necesitados de cuidados. La ciudad ideal no existe ni debe de existir. Mas que un sueño es una amenaza.

Pues el verbo acabar es ambivalente. Se compone a partir del sustantivo cabo, que procede del latín caput -que no significa, coloquialmente, “acabado” o rendido, pero que evoca bien el acabamiento-, sino que se traduce por cabeza. Ls cabeza, como un cabo geográfico, es o se halla en un extremo. Mas lejos no se puede llegar: no hay nada, el vacío. Quien llega al finisterre no puede seguir avanzando. Debe regresar, retroceder, invertir el camino emprendido, so pena de perderse. El cabo señala hasta dónde podemos llegar -una expresión con un tono inquietante. Las reglas se desbaratan más allá del cabo. Empieza entonces un territorio de incertidumbres, ilimitado, ignoto, donde todo lo que rige en la tierra habitable deja de tener validez y sentido.

Acabar significa alcanzar el final de lo emprendido. El fin perseguido se ha logrado. La tarea o la aventura cesa. Ya no tiene sentido proseguir. Se puede descansar. ¿Qué hacer entonces? ¿Por qué seguir vivo?

El llegar al final conlleva la muerte de lo que orientaba la vida activa. Acabar significa matar. El acabamiento es una acción violenta. Voy a acabar contigo, una expresión que no debiera. Tras esta acción, que pretende poner fin (a las obras, el trabajo, los proyectos, los sueños, las ensoñaciones, las ilusiones, los delirios, también) violenta o tajantemente -un tajo, un corte profundo que sangra y no se puede cocer, que deja una huella perdurable-, sin discusión, solo queda un campo de ruinas, la desolación. Ya no se tiene nada que hacer. Ya no se puede obrar. Solo se queda de brazos caídos, desorientado. 

El fin es un corte brusco, un cese, el encuentro con una pared o con lo desconocido. La pérdida de rumbo, la falta de perspectiva, de una visión de futuro acerca peligrosamente al final de la esperanza. La postración, el encogimiento marca la posición vital.  

Una ciudad acabada es una ciudad muerta, donde ya no hay nada qué hacer (una expresión ambigua dónde las haya) . Hay nada. No tiene futuro.No permite la vida. Solo cabe el abandono. La dejadez, el desánimo imperan. El pulso cesa.


A M.R




martes, 22 de octubre de 2024

LUIS GARCÍA MONTERO (1958): LA CIUDAD (2008) - CIUDAD (2021)

 LA CIUDAD 

Se hacen de hormigón y de cristal,
de lugares extraños y gentes ocupadas.

En todas crece un árbol
delante de la casa de un suicida
y hay niños que acostumbran a dormirse
soñando con un perro.

No faltan desayunos en hoteles lujosos,
ni tampoco familias con jardín,
pero son más frecuentes
los portales oscuros con pareja de novios,
el beso frío,
la rosa de cemento en la ventana.

Las calles desembocan en plazas descompuestas,
las tardes de domingo en las cafeterías
y el humo de los coches en los ojos del loco
que murmura sus años
y los cuenta sin fin
de metro en metro.

Al salir de los túneles sentimos
que los cielos de agua
son igual que una carta del pasado,
y suele comprenderse
que la vida es un arma lenta y de doble filo
en los pasos sin nadie,
en las noches vacías
o en la debilidad que tienen
las ciudades por los cines de barrio
y por las taquilleras muy pintadas.

A pesar de los plátanos, los olmos y los tilos,
a pesar de la hierba, si es que hablamos del Norte,
La gente que nos mira,
la gente que se salta los semáforos,
la que fluye delante de las tiendas,
necesita el amparo
de otra vegetación,
un sigilo de números y tarjetas de crédito
que extiende sus raíces por los sótanos
y busca soledad en los desvanes
como los muebles y las ratas viejas.

No es inútil viajar,
porque es cierto que todas las ciudades
amanecen de un modo parecido,
pero la noche llega en cada una
de manera distinta.

De día pueden verse
secretarias, conserjes, policías,
músicos callejeros y soldados,
dependientas que escuchan y sonríen,
oficinistas con olor a instancia,
conductores, extraños sacerdotes,
ejecutivos humillados.

Igual en todas partes,
porque apenas existen los kilómetros.

Pero existe la noche,
la soledad que borra los oficios
en un mundo habitado solamente
por hombres y mujeres,
confidencias de amarga valentía.

En las ciudades pueden encontrarse
relojes que se paran en la última copa,
la luna sobre un taxi
y todos los poemas que te escribo.


CIUDAD

No tuve más remedio que seguirla. 

Bajé con ella al día. Conocí 

gentes que fueron de mi condición, 

conversaciones de palabras lentas. 


Hablo de aquella edad que nos otorga 

la sensación de verse en un mundo inmediato, 

la ciudad que nos llama 

en los mismos lugares, 

en las mismas penumbras 

donde hay ojos que siguen 

el deseo desnudo de tus ojos, 

amor que pide tiempo, 

razones que parecen 

tus razones. 


Pero de pronto cambia el mundo en las ciudades, 


y aunque sé que cultivo mi deseo, 

para vivir aquí, entre los jóvenes, 

recorro sus caminos y comprendo

que traigo la distancia 

no sé si de otra edad o de otra tierra, 

testigo de otra gente 

que no sabe beber, que tiene prisa 

y que aprende a besarse en los rincones, 

con otra historia, con su propio tiempo. 


La ciudad no me sigue, va con ellos. 


Y escucho atentamente por si algo me llama, 

para sentirme vivo, 

para ir aprendiendo con la noche 

cómo ladran ahora los fantasmas 

del tiempo y la poesía.

 

viernes, 6 de septiembre de 2024

El imaginario urbano medieval













Tomaso de Modena: ciclo de frescos dedicados a la leyenda de Santa Úrsula, siglo XIV. 
Capilla de Úrsula, iglesia de Santa Margarita. 
Hoy en Treviso, Museo de Santa Catalina.
 
Descubiertos en el siglo XX, bajo capas de yeso, y restaurados y expuestos desde 2020.
Carlo Scarpa propuso un primer montaje en los años setenta que no prosperó 




Anónimo (inspirado por Tomaso de Modena): ciudad. Fresco de una propiedad privada, c. 1370. Udine, Museo Provincial 

Fotos: Tocho, septiembre de 2024

 Además de la belleza de los rostros y de la variedad de las expresiones, los frescos que el pintor italiano medieval Tomaso de Modena dedicó a la leyenda de Santa Úrsula, tienen interés, no por la historia narrada -la leyenda de una joven princesa cristiana  de Bretaña, prometida a un príncipe pagano inglés, que logra la conversión de éste, y juntos emprenden un largo viaje a Roma, acompañados por once jóvenes (que la leyenda convirtió en once mil vírgenes), para santificar la unión, un viaje que concluyó con una matanza espantosa tras la desesperada oposición de las jóvenes a ser violadas por Atila y los hunos que habían tomado la ciudad de Roma-, sino por las imágenes de ciudades, Roma, sin duda, que coronan los frescos o se despliegan como telones de fondo.

No sabemos cómo eran las ciudades del medioevo, tras las destrucciones y restauraciones imaginativas del siglo XIX.
Pero sí podemos saber qué imagen suscitaban. Imágenes ideales, posiblemente, que no debían coincidir con la realidad sino con el sueño. 
Ciudades asaetadas de torres -torres de vigía, y campanarios-, que se alzan sobre un fondo de tejados anónimos, como los pistones de una máquina o las techas de un instrumento de viento, y que componen extensas partituras ante las cuales actúan las figuras. 
Las ciudades eran receptáculos amurallados salpicados de flechas gracias a las cuales los poderes civiles y religiosos competían tanto para alzarse sobre el común de los habitantes como apuntar al cielo. 
La ciudad como cruce de ambiciones sagradas y profanas. Desde luego, la ciudad considerada como una creación humana digna que organiza la vida y los milagros de los humanos. 



jueves, 11 de julio de 2024

Unos jardines “persas” en Barcelona





 













Fotos: Tocho, Julio de 2024


Los jardines “persas” de la universidad de Barcelona, uno de los más frondosos y recoletos de Barcelona fueron plantados cuando la construcción de la universidad entre 1859 y 1871. Su diseño -que aúna las acequias persas con los cipreses de las isla de los muertos del célebre cuadro de Arnold Bocklin-, fue obra, al igual que el edificio, del arquitecto Elías Rogent.

Dichos jardines fueron restaurados y ampliados en 1934 por el que podría haber sido el  jardinero español del siglo XX, Artur Rigol (1898-1934, fallecido por un atropello a los 35 años durante los violentos años previos a la guerra civil), colaborador habitual del grupo de arquitectos GATCPAC, y por dos jóvenes miembros de dicho grupo, los arquitectos Josep González (1906-1997) y Francesc Perales (1905-1957).

Pese a que son unos jardines de una universidad pública se conservan en buenas condiciones. 

Algunos estudiantes (y ciudadanos en general : los jardines están abiertos al público) leen o descansan, y la imagen de un bosque encantado, salpicado, de estanques, acequias y fuentes que rodean un viejo y hermoso invernadero, una casita de cristal oculta por las copas, flanqueado por un castillo medieval (como así se muestra el edificio neo-gótico de la universidad), contribuye al olvido de la ruidosa ciudad que envuelve este insólito Edén.


Para Inés, María, Olimpia, David y Pablo que han hallado un refugio en los jardines Ferrán Soldevila (abiertos al público en 1995).

Agradezco la corrección de Estanislao Roca



sábado, 6 de julio de 2024

Viaje




Hércules se encontró ante un cruce de caminos al final de su vida. A la izquierda, una senda empinada, pedregosa y árida que zigzagueaba ascendiendo por una montaña entre afilados riscos. El camino parecía no tener fin ni llevar a ningún lugar. Una muchacha vestida sobriamente, sin afeites ni ornamentos, el pelo recogido, la cara limpia, seca, severa y digna, cuidaba el acceso. 

A su vera, a la derecha, una amplia senda ondulante, bordeada de prados floridos y árboles frutales ascendía lentamente. La calzada no tenía obstáculos. El suelo era liso. Ni barro ni un pedregal. Una joven hermosa, hermosamente vestida, sonriente y enjoyada, seducía para escoger el camino.

Uno, arduamente, conducía  al cielo. El otro…

En cualquier caso, la vida era un viaje, y la elección del mismo determinaba la vida que esperaba al viandante, en esta y en la otra vida.

El viaje es, en cierto modo, un modo de vida. Viaje está asociado a viático, que designa lo imprescindible para el vida: el sustento para el camino. Camino o vía , de donde derivan las palabras viaje y ciático. Una vía real, recta o tortuosa, y metafórica: una manera de vivir. La única manera. La vida sin el viaje no se concibe.

El vía, la senda traza la duración y el sentido de nuestra vida. Una línea nos lleva. El fin de la vida es el fin del viaje.

Quienes rehuyen la vida, por miedo, desprecio o rechazo del otro, se encierran en un mismo lugar acotado y con la puerta cerrada.

Durante el trayecto encontraremos con otros viajeros: rectos, truhanes, altivos o pedigüeños. Tendremos toda clase de encuentros y encontronazos. Querremos dar media vuelta y volver al inicio del camino, como si nos hubiéramos equivocado al escoger la senda. Pero no hay vuelta. Todos viajamos. Y todos tenemos hacia donde la vía nos lleva. Podemos dejarnos llevar, como si el camino nos arrastrara. Pero el camino es solo el medio para que nuestra vida acontezca.

Hoy querríamos que los viajes no tuvieren lugar: o que apenas encontráramos a unos pocos viajeros.

Hoy tememos el camino. Querríamos no tener que escoger. Quietos.

Hércules, al suicidarse, creyó haber errado en la elección. Hoy, preside a la diestra de su padre Júpiter.



jueves, 27 de junio de 2024

MAX COULON (1994): E PUR SI MUOVE (CASAS EN TRÁNSITO)













 El artista francés Max Coulon no se escuda en sutilidades: sus casas tienen pies, casi tan grandes como ellas, con los que deben de desplazarse como un elefante en una cacharrería.

Casas con pies, en vez de cimientos. Casas capaces de desaparecer.

Las casas suelen ser consideradas como espacios seguros. Las adaptamos a nuestras necesidades y nuestros gustos. Solemos encontrarnos a gusto en ellas. Forman parte de nuestro entorno. Lo delimitan y abren un espacio en el que nos recogemos -y acogemos a quienes permitimos que crucen el umbral. La casa es nuestro mundo interior.

Mas, un quiebro en la vida: una separación, un fallecimiento. O una intrusión . Y de pronto, la casa se nos vuelve extraña. La casa en la que vivíamos y convivíamos ya no está. Se nos ha ido. No reconocemos donde nos encontramos. Paredes y estancias vaciadas, huellas de cuadros retirados, camas que no se ocuparán más, armarios  y alacenas donde la mitad de los útiles han sido retirados, y nos aparecen demasiado grandes.

 Todo es demasiado grande. Pero es opresivo al mismo tiempo. La casa en la que creíamos que viviríamos siempre, que cambiaría con nosotros, se ha desvanecido. Y solo queda un lugar inhóspito y vagamente inquietante. 

Las casas nos pueden rehuir. Huyen de nosotros, llevándose una parte de los recuerdos. No siempre abandonamos las casas. A menudo son las casas las que nos plantan. Y parten para no volver. Quedamos a la intemperie, seguramente no física pero sí emocionalmente.

La casa no tiene raíces ni apegos. Somos nosotros los que la dotamos de lo que nos inspira seguridad. Creemos que la casa es inmutable y nos protegerá y, de súbito, nos deja desvalidos, sin puntos de referencia.

Ya solo nos queda cerrar la puerta, dejando atrás una casa que no reconocemos, que nos ha dado la espalda.

Lo que más desasosiego causa es que otra persona la ocupará, sin que la casa emita objeción alguna. Ya solo la podremos contemplar de fuera. Ha dado un paso fatídico, excluyéndonos. Las casas no dan un paso en falso. Nosotros, siempre.