La mimesis era el fundamento del arte griego según Aristóteles. Mimesis no significaba imagen mimética. La imagen no reproducía la apariencia de un objeto o una escena sino su estructura, su línea de organización y crecimiento. La imagen era considerada un ente vivo, que se componía del mismo modo que el objeto que reproducía, independientemente que el parecido formal se mantuviera.
Mimesis cambió de sentido en el Renacimiento. Pasó a denominar el arte de la reproducción formal. Una imagen mimética reproducía los rasgos -y no el esqueleto, el sistema de organización, la ley de crecimiento- de un modelo. Tenía que producir una ilusión de realidad, no de desarrollo orgánico. Lo que contaba era el golpe de vista, la primera impresión.
La valoración de la imagen mimética cambió entre los siglos XV y XIX en occidente. así como en el Renacimiento, los artistas creían en la perfección de la naturaleza y en la incapacidad de la imagen de reproducir todos los detalles del modelo -siendo así la imagen un retrato imperfecto de la perfección-, un siglo más tarde, las imperfecciones de la naturaleza empezaron a saltar a la vista y a ser señaladas, imperfecciones que, ahora, la imagen mimética podía corregir. Ésta se convirtió en la imagen perfeccionada de la imperfección.
Esta lectura de la mímesis perduró hasta la segunda mitad del siglo XIX. El arte, necesariamente mimético o naturalista, tenía que ofrecer una imagen perfecta del mundo o, mejor dicho, una imagen mejorada del mismo, de modo que, dicha imagen, necesariamente preferible a la realidad, fascinara.
La representación era la reproducción manual y técnica de la apariencia de las cosas, realizada desde un punto de vista que escondía los defectos de la naturaleza, o con unos criterios compositivos y colorísticos que retocaba las imperfecciones naturales. Esta imagen, desde luego, no anulaba ni reemplazaba la naturaleza imitada. La necesitaba. La imagen era un reflejo retocado de aquélla, lo que significaba que la naturaleza, todo y sus defectos, era primera, y la imagen segunda con respecto a ella.
La imagen pintada o esculpida tenía que ser contemplada desde cierta distancia. Su razón de ser era, precisamente, ofrecerse a la vista del ser humano. Éste tenía que relacionarse con la imagen artística de tal modo que pudiera apreciar tranquila y reflexivamente sus cualidades, pensando sobre lo que veía y sobre todo sobre lo que se le mostraba. La imagen era un medio que permitía pensar en el modelo cuya imagen había sido captada -y corregida- por la obra de arte. La imagen tenía tal claridad que la obra tenía sentido: ofrecía la mejor vista posible de la realidad, una vista que era imposible obtener si uno se colocaba ante la naturaleza. Pero también se sabía que la imagen no sustituye la naturaleza. Éste poseía -y posee, según esa lectura- unas cualidades o propiedades que la imagen es incapaz de suplir. La vida, la fuerza de la naturaleza no se transvasan "realmente" en la imagen, que solo ofrece una "ilusión" de vida. En cierta manera, la imagen engaña los sentidos, haciéndoles creer que están ante la naturaleza cuando solo están ante su replica carente de vida, por viva que la imagen parezca. Esta ilusión, sin embargo, no es un problema, ya que es necesario relacionarse con ella desde cierta distancia, contemplativamente, sin poder tocarla ni manipularla.
Representar tiene otro significado. No implica solo reproducir la apariencia de una cosa o un entre, sino también sustituir la cosa representada. Un representante político dobla, reemplaza a quien representa. Un embajador, por ejemplo, existe y actúa en nombre de un gobernante. En culturas antiguas y tradicionales, un objeto -una capa, un bastón de mando, un trono, etc.- es una perfecta representación de un monarca. En este caso, representado y representante no se parecen. La representación no guarda parecido alguno con la persona representada. Pero sí posee todos los atributos de aquélla. Es decir, el poder de la persona representada se transfiere a lo que la representa -un objeto, una imagen, una persona-, de modo tal que el representante o la representación está facultado para tomar las decisiones y actuar tal como lo hubiera hecho el representado. La representación, en este caso, sustituye al modelo. Actúa en su nombre. De algún modo, en determinadas condiciones y en sitios dados, es el representado.
Eso implica que la representación ya no obliga a una relación contemplativa. La imagen no es pasiva, no se ofrece pasivamente a los sentidos, los cuales tienen que permanecer inactivos, tan solo recogiendo lo que la imagen muestra, recogiendo la imagen que lo representado ofrece de sí mismo.
La imagen, ahora, es activa. Influye en la comunidad. Ésta se ve condicionada por el poder de la imagen representativa -un fetiche, un tótem-. La imagen obliga a ciertos comportamientos, ciertas actitudes, regula las relaciones entre personas, crea éstas incluso , en tanto que se convierten en miembros de una comunidad dominada, singularizada, "representada" por la imagen. Los miembros de una tribu se definen, se constituyen, como los hijos de un totem -del animal, el héroe o la divinidad- al que el totem, el fetiche, la estatua o la imagen "representa" -es decir, sustituye-.
Esta concepción de la representación no ha desaparecido en el mundo contemporáneo. Está más "viva" que nunca, pese a su aparente relación con culturas "primitivas". Es más, el arte, tal como se entiende y se practica hoy, consiste en objetos o eventos (acciones, "representaciones") que tienen una clara finalidad: actuar "activamente" en la sociedad, a fin de modificar, mejorar, exponer o denunciar ciertas realidades que la imagen representativa corrige, anula o denuncia. La imagen representativa se instituye como un agente que determina la vida que quienes se relacionan con ella: creadores y espectadores, comunidades marcadas por la imagen, comunidades que se sienten "representadas" por esa imagen en quien confían -en quien confían su vida-.