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martes, 23 de mayo de 2023

Originalidad y falsificación (III). Arte y memoria (arte como memoria)

 Quería ser escritor. Admiraba a los escritores, a algunos de ellos, al menos. Trataba de emularlos. Los envidiaba, envidiaba su capacidad de crear mundos en los que adentrarse. Empezó escribiendo pastiches, imitaciones levemente paródicas de obras que le fascinaban, y que expresaban su amor por las letras que le inspiraban. Trataba de hallar su voz en la voz de otros escritores que reproducía.  Logró casi concluir una larga novela que abandonó casi al concluirla. Estaba prácticamente lista para ser publicada si hubiera  dado el paso en busca de un editor. No se atrevió.

Tenía estudios universitarios. Concluyó la carrera de derecho. Empezó ejerciendo la profesión de abogado. Pero, de familia acomodada, no necesitaba trabajar, en verdad, para vivir. Tenía, por tanto, todo el tiempo del mundo para pensar en cómo ser un escritor y para desesperarse por no lograr su sueño.

No lograba alcanzarlo porque, como le ocurre a muchos creadores, no sabía sobre qué escribir. No hallaba un tema que le atrajera y le animara a explorarlo y desarrollarlo. Tan solo la copia, el pastiche de obras ajenas le venía en mente, un ejercicio con el que podía sentir que estaba a la altura de sus modelos, pero sabiendo que su obra era derivativa y que solo existía porque seguía sendas ya abiertas por otros escritores a los que trataba, en vano, de alcanzar. Éstos siempre le predecirían.

Ahogaba su angustia, y la sensación de vacío, de perder el tiempo, de dejar que la vida se le escapara sin poder hacer nada (en todos los sentidos de la expresión), yendo, como miembro de una clase social acaudalada y ociosa, de fiesta en fiesta, de inauguración en celebración, siendo un miembro de las veladas aristocráticas en salones literarios y nobles en el París finisecular. Era consciente que buscaba distraerse y olvidar el sinsentido de su vida. Se encontraba con gente a la que no siempre le placía conocer, brillaba por su agudeza, la finura y cierta crueldad de sus atinados juicios sobre obras ajenas y personajes públicos, pero se daba cuenta que esos brillos eran fuegos fatuos que solo echaban luz sobre su vaciedad humana, anímica. Hablaba porque no tenía nada que contar. Deslumbraba porque no tenía una luz propia. Solo sabía comentar, criticar, ironizar sobra la obra de los demás. No tenía ninguna obra que someter a juicio. Tampoco se hubiera atrevido a mostrarla. Se sentía como una mero actor de un espectáculo de sombras chinescas  que tenía las horas contadas. La Primera Guerra Mundial ya rondaba. Las luces de los salones de la clase alta se encendían por última vez.

Su vida habría discurrido, vacía, plácida y sin sentido, sin altercados ni turbulencias, sin problemas ni misterios, si en unas pocas ocasiones no hubiera sentido, fuerte aunque fugazmente, una turbulencia interior, profundamente placentera aunque evanescente, que le dejaba perturbado y colmado. No sabía qué le ocurría, si se trataba de una enfermedad física o mental. Era tal el placer que le embargaba que trataba de revivir esas raras turbulencias. Mas éstas sólo acontecían en muy escasas circunstancias y siempre de improvisto. Le tomaban, le sacudían, y le abandonaban con el pie girado. No las esperaba. Y si las hubiera aguardado, intuía, no habían afluido a su consciencia. Pronto supo, sin lugar a dudas, que éstas sacudidas anímicas, no eran el efecto de ninguna droga ni de bebida alguna -que tanto se ingerían en los “fumoirs” aristocráticos (los salones invadidos por el humo de puros y otras sustancias). 

Una tarde, al concluir una patética fiesta de disfraces, en la que los asistentes, todos conocidos, trataban de parecen lo que ya no eran, los rostros convertidas en máscaras, lo supo. Supo que tenía qué hacer, sobre lo que tenía que escribir; el tema de su obra, tan largamente esperado, el tema elusivo que siempre lo evitaba, que buscaba en fiestas, viajes y estancias en estaciones balnearias y estivales, el tema estaba ahí delante de él. O, mejor dicho, estaba en su interior.

Y es entonces cuando el escritor francés Marcel Proust se ufanó en retirarse a tiempo, y se encerró en lo que le quedaba de vida para escribir la obra maestra de la literatura universal, y la mejor novela moderna, la novela moderna por excelencia, a la altura de los textos bíblicos, de Homero, de Dante o los vedas: A la búsqueda del tiempo perdido. Tres mil quinientas páginas dedicadas a descubrir el poder de los recuerdos que afluyen involuntariamente a la conciencia y que, tras su desaparición, dejan una sensación de plenitud y de vacío, plenitud porque por fin quien recuerda se encuentra con la complejidad de la vida, de su vida, y vacío, porque éste descubrimiento pasa fugazmente -salvo que se cace al vuelo y se transcriba, para siempre, en una obra de arte.

El tema de la obra de arte está ante nosotros, a nuestro alcance, si queremos prestarle atención cuando amanece. Esta tema son los recuerdos que tenemos y que no buscamos, que, de pronto, desfilan ante nosotros, llenándonos de placer y de tristeza, pues son la constatación de la vida que ha pasado y que solo se puede recuperar y revivir a través de la creación artística. No. La obra de arte no es autobiográfica. No explica una vida, la vida del escritor, sino la vida a partir de la experiencia recordada del autor. La vida de cada persona es singular; Preciosa; única. Pero al mismo tiempo merece ser compartida, porque echa luz sobre la vida de cada uno. No pueden darse dos obras idénticas, sin que la singularidad de la obra impida su disfrute. Antes bien, la activa.

Una obra de arte no puede ser una falsificación. La falsificación no pertenece al mundo del arte. No se puede falsear una vida, fabricar recuerdos, falsificar experiencias ajenas. Los recuerdos son personales, intransferibles, y sin embargo comunicables y asumibles -asumidos- por todos, cuando logramos transcribirlos con más o menos fortuna. No existen dos vidas iguales. No se dan dos recuerdos idénticos. Si se dan uno es necesariamente un recuerdo no vivido, meramente imitado. Y su transfiguración por el lenguaje suena falso. 

Todo obra de arte, en tanto que obra de arte, es original, como singulares son las vidas y los recuerdos de las mismas. Recuerdos siempre modestos, nada memorables, pero que son los que dan sentido y pautan el tránsito de la vida que la obra de arte convierte en una lección sobre la vida. Quien falsifica niega la vida. No vive. No merece vivir. La falsificación es un atentado contra la vida, despreciable porque carece de sentido. No desvela el sentido que la vida de cada persona tiene, un sentido que solo se encuentra y se adquiere cuando se presta atención a la capacidad de los recuerdos de manifestarnos el tiempo perdido, tratando, sin embargo, tal es la complejidad y la contradicción del ser humano, de obviar el poder de los recuerdos, siempre plenos, perturbadores y amargos, pues nos revelan que la vida plena es la que no supimos vivir, aunque podamos, aunque podemos recuperarla -asumiendo su pérdida- a través de una obra de arte.


NB: Las Musas eran divinidades griegas que inspiraban a los poetas. Eran hijas de la diosa Mnemosine, la diosa de la memoria que mantenía el recuerdos de todos los hechos memorables acontecidos en un tiempo antes del tiempo, y los contaba a sus hijas quienes los transmitían a los poetas que actuaban de portavoces del cielo.  La muerte de las musas acarrea el olvido definitivo, la muerte del arte, sustituido, inevitablemente por la falsificación y el plagio.

A Marcel Borràs y Nao Albet, por su generosidad en haber creado la obra de teatro Falsestuff. La muerte de las musas, que se representa en el Teatro Valle Inclán de Madrid hasta el 25 de junio