Me imagino que hoy, veinticinco de diciembre, por la tarde, la noche ya caída, las familias cristianas se reúnen devota, religiosamente para la última comida, tras la misa, o una breve o larga ceremonia religiosa, cabe un belén, poblado de figuras bíblicas, mientras la televisión no cesa de exudar villancicos y motivos religiosos.
Solemos oponer tan familiar y religiosa ceremonia diurna con las costumbres báquicas paganas.
Sin embargo, pese a que el reino de Francia llevaba siete siglos cristianizado, en la transición entre la alta y la baja Edad Media, el clero, el veinticinco de diciembre, organizaba fiestas carnavalescas. Se instituían clérigos por un día, un Papa incluso, que en apariencia se mofaban de las prácticas eclesiásticas. Servían y comían salchichas y morcillas sobre los altares, en iglesias, catedrales y monasterios, con la participación de sacerdotes, religiosos, monjas y novicias, cantaban canciones obscenas a voz de grito, y se paseaban, vestidos o no, adoptando poses obscenas, en carretas cargadas de estiércol que recorrían las aglomeraciones. Mientras, los padres de familia, y quienes eran pillados durmiendo en cama, eran extraídos de sus casas, desnudados y exhibidos en plena calle, al tiempo que se les echaban barreños de agua helada.
La ceremonia burlesca se llamaba Fiesta de los locos y se mantuvo hasta el siglo XVI -aunque no desaparecieron definitivamente hasta un siglo más tarde, sustituidas por las fiestas de carnaval. Las fiestas de los locos no eran, al contrario que los carnavales, burlas hacia el culto y la religión, sino expresiones desaforadas de alegría ante el nacimiento del verdadera y único dios.