Equipos, grupos, bandas, colectivos, comunidades, ciudades, naciones se representan mediante signos, símbolos, colores, colores, estatuas, tótems, monumentos (como el arca de la alianza, por ejemplo). Interpretan a estos objetos como nexos de unión entre los miembros de quienes se reconocen en aquéllos. Estos grupos dependen de la existencia, de la presencia visible o latente de los elementos gráficos o escritos de unión. Todos los miembros participan de una misma opinión o juicio. Se saben partícipes de un grupo gracias a un determinado signo de reconocimiento. En algunas culturas antiguas, "tradicionales" o "primitivas", los signos no son entes inertes sino dotados de fuerza: se les considera incluso los creadores reales de la comunidad. Todos creen descender de este signo que los ha alumbrado.
La defensa de estos signos es un deber moral. Creen en éstos. El Credo es una oración imperativa que cada miembro recita sin cuestionar lo que afirma. Los miembros son capaces de alzarse en armas para proteger a lo que les ha creado, unido y los identifica. Nada les detiene en ocasiones. Las guerras de banderas son las más crueles. Saben que la desaparición de los signos llevaría a la disolución de la comunidad. Es por este motivo que las guerras en culturas antiguas tenía como objetivo el rapto o la destrucción de dichos signos: ante su desaparición o su entrega, perdida su efectividad -los dioses o las fuerzas sobrenaturales alojadas en los signos los habrían abandonado-, una comunidad se sabía perdida. Ya no tenía sentido defenderse. no había nada qué defender.
Este concepción de determinadas imágenes poderosas, capaces de influir decisivamente en la vida de los seres humanos (teniendo la vida y la muerte de éstos en su poder), choca con el juicio estético moderno. La consideración de una imagen es subjetiva. Cada espectador es libre de aceptar o rechazar una imagen, de apreciarla, despreciarla o desinteresarse de ella. La discusión es imposible, absurda o estéril. Cada espectador puede legítimamente defender su punto de vista. No existe ninguna razón para que una opinión sea más válida que otra. Mientras que todos los seguidores de un dios, un divo, un astro, una estrella (de la religión, el arte, el espectáculo o la política) unen su voz y no manifiestan ninguna discrepancia sobre la bondad y belleza del signo en el que creen -ni pueden, so pena de expulsión, excomulgación, prisión o condena, manifestar ninguna duda ni menos rechazo alguno de un signo de reconocimiento, cada espectador de una obra de arte puede y debe expresar una "opinión" personal. Es posible que los especialistas tengan una voz más asentada, pero nadie está legitimado para exponer que su juicio es el único legítimo. Quienes no comulgan con determinadas obras tienen que tener la libertad de expresar su juicio sin cortapisas. Podrán cambiar de "opinión", sin duda, y cualquier cambio debe ser aceptado.
Estos dos juicios -el primero de los cuáles no es necesariamente antiguo o tradicional, ya que sigue plenamente vigente hoy, como los dogmas políticos y religiosos nos lo recuerdan diariamente- no se contraponen tanto como parece.
Kant enunció que los juicios estéticos eran subjetivos pero se podían, paradójicamente, compartir. Los juicios no eran tan distintos como pudiera parecer. Las discrepancias, a menudo, eran más superficiales de lo que se pudiera creer. Existían puntos de encuentro, gracias a los que se podían dirimir diferencias.
La razón era sencilla. El ser humano posee un sexto sentido: el sentido común. Todos lo poseemos -o lo compartimos. Gracias a este sentido nuestros juicios siguen siendo personales -nadie comulga con ruedas de molino- pero todos o casi todos expresamos juicios semejantes. Nos relacionamos de un modo parecido con las imágenes. Y somo capaces de encontrarles un mismo sentido, un sentido que compartimos.
El juicio estético kantiano retoma las consideraciones antiguas sobre las imágenes. Éstas poseen un significado, son portadoras de ideas, nociones o mensajes, que todos captamos y aceptamos. La discusión puede versar sobre la interpretación de este mensaje, pero el sentido es claro.
La imagen (la obra de arte) tiene así, como los tótems primitivos, la capacidad de organizar comunidades. Los espectadores comparten valores que las obras de arte portan. Una comunidad es un grupo que halla sentido a las cosas, o que sabe dotarlas de sentido, para la cual la vida tiene sentido, sea cual sea éste. La obra de arte dota la vida de sentido; el sentido orienta la vida, indica cuál es el camino. Un sentido no es un núcleo cerrado, sino una línea que discurre y que invita a seguirla hasta el final: el final de la vida, vida que no se pierde si se sigue el hilo de la obra (de la novela como apuntaba Proust). Nada se pierde, pues, en contacto con el arte.
Pero la obra de arte, a diferencia de banderas, tótems y proclamas religiosas o políticas, deja al espectador en libertad. Libre es de hallar el sentido, de seguirlo, de profundizar en lo que la obra dice. La obra de arte es una voz, es portadora de un mensaje, pero no se trata de un edicto, de un dogma de fe: es un camino abierto, difícil, sin duda, con obstáculos, pero gratificante, pero que solo se sigue en libertad -y juntos. Nadie es ejecutado por disentir, o no hallarle sentido alguno al arte (salvo con el retorno de los brujos. La Alemania nazi decretó que ciertos artistas eran degenerados, o la Unión Soviética bajo Stalin eliminaba a artistas y a quienes no querían confundir imágenes y banderas; brujos que vuelven en varias partes del mundo, algunas muy cercanas). Una obra invita siempre a discutirla, y a recordarla, compartiendo impresiones y, luego, recuerdos, lo único que nos queda del camino ya transitado, y que manifiesta la bondad del trayecto ya cubierto.