Fotos: Tocho, noviembre de 2024
domingo, 17 de noviembre de 2024
PAUL RUDOLPH (1918-1997) O ZIGURATS EN EEUU
Fotos: Tocho, noviembre de 2024
martes, 12 de noviembre de 2024
El pueblo
La palabra pueblo, de origen latino, debería ser utilizada con guantes, quizá puesta en sordina. Desde el siglo XVIII, ha sido manoseada y utilizada con toda clase de fines confesables o no.
Populus, en latín, designaba al conjunto de ciudadanos, poseedores de derechos, que se oponían a los senadores que ejercían el poder. El pueblo se distinguía de la plebe y del vulgo, los cuales, por el contrario, carecían de derechos.
Lo que definía a un miembro del pueblo era la ley que lo amparaba y a la cual aceptaba someterse. La lengua, la religión (las religiones politeístas solían ser tolerantes), el linaje, las costumbres, la tierra no eran criterios para definir quién podría formar parte del pueblo. Tampoco la riqueza.
Quienes aceptaban estar amparados por el derecho tenían obligaciones, las cumplieran individual o colectivamente. Las vida de los pobladores estaba así regulada: los límites y el alcance de sus acciones y decisiones estaban tabuladas. Existían unos límites dentro de los cuales los miembros del pueblo podían actuar.
Para nosotros, poblar es un verbo que designa la instalación de un grupo en un territorio que hacen suyo. En el Génesis, este territorio se extiende hasta los límites de la tierra: una tierra de acogida que debe ser investida.
Pero, salvo en el origen, la población de un territorio implica su ocupación y, probablemente, como ya cuentan los mitos, el enfrentamiento con los primeros moradores, sean humanos o divinos, figuras antropomórficas o monstruosas. La lucha a muerte es inevitable, y el exterminio consiguiente, ya sea físico, eliminando al oponente, ya sea moral, reduciéndolo a la esclavitud.
Incluso podríamos decir que la misma población de la tierra es consecuencia de un asesinato. Si Cain no hubiera matado a su hermano Abel, no hubiera sido condenado al destierro y no hubiera fundado la primera ciudad, lejos de su tierra natal.
No es casual que el verbo populare, en latín, signifique, no poblar, sino despoblar; más exactamente, exterminar. Una tierra poblada es una tierra devastada, arrasada. La Eneida, que narra la llegada de Eneas a Italia para fundar la nueva Troya, concluye con una guerra inmisericorde: el campo de batalla queda “poblado”, es decir, convertido en tierra yerma.
Cuidémonos mucho de utilizar a destajo la palabra pueblo, tan común en el vocabulario de la política, sea cual sea el sexo, el sesgo, la edad, las creencias, las adscripciones y los idearios políticos, no sea que el pueblo se nos encare y se manifieste como lo que es: la sombra de Atila que solo avanza dejando un rastro de sangre.
¿Pueblo? No, habitantes, ciudadanos, o simplemente personas; individuales, pero dispuestas a compartir, cohabitar y ayudarse. A formar un conjunto sin dejar de poder pensar por sí mismos.
lunes, 11 de noviembre de 2024
Lugar de encuentro
Las calles desembocan en las plazas. Vierten a los viandantes a éstas. Quienes se apresuraban se serenan. Caminan más despacio. La plaza atempera el movimiento.
Aunque ya comentamos hace años que la palabra plaza, en latín y en griego, significaba calle ancha, o ensanchamiento, mostrando que la plaza no tenía entidad por sí misma, sino que pertenecía al género (o a la familia) de las calles, lo cierto es que place, en francés, no significa solo plaza sino emplazamiento; exactamente, lugar. El francés place designa un espacio vacío que rodea a quien se ubica en él. Place es el lugar que le corresponde a cada ser o cada ente. Être à sa place se traduce por estar donde toca, consciente del lugar que ocupamos en una comunidad, sin ilusiones pero con serenidad. Estar en el lugar que nos corresponde expresa que sabemos quienes somos y porque estamos aquí.
Cuando esto ocurre, la imagen de la plaza que se impone es la de un espacio ordenado, “bien” organizado, sin conflictos, donde cada ser u cada ente ha encontrado donde asentarse, sintiéndose cómodo. Las plazas aportan aperturas. Airean el tejido urbano. Y abren mentes. En las plazas se producen encuentros que dan lugar a mercadeos, intercambios y debates.
Un encuentro conlleva un enfrentamiento, curiosamente. Denota que algo o alguien está en contra (nuestra). Uno se desplaza a la contra, en contra dirección. Mas, el encuentro -el choque- produce un altercado en el tránsito.
Dos personas pueden encontrarse en un cruce. Pero no es imposible que, desde puntos distintos, se dirijan hacia un mismo destino. Apenas se detienen, en este caso. Siguen desplazándose a toda prisa. El encuentro es físico; pero no activa la palabra. Quienes se ven obligados a seguir juntos no miran a quien tienen a su lado. Deben de mirar al frente para no tropezar. El encuentro en un cruce de calles apenas invita al diálogo.
Por el contrario, un encuentro verdadero se produce cuando dos personas se desplazan en direcciones contrarias y se detienen para no darse de bruces con quien no viene de frente, la frente bien alta, con quien no nos esquiva, como si nos rechazara o le fuéramos indiferentes, como si fuéremos nadie. Los encuentros obligan a detenerse, a verse las caras, y a ceder el paso: un gesto de reconocimiento del otro. Una muestra de deferencia. Uno se pone al servicio del otro sin perder su libertad. Es un reconocimiento simbólico que engrandece a quien concede el favor y honra a quien lo recibe, el cual a su vez, se aparta para dejar el paso, dándose un reconocimiento mutuo.
Un encuentro es siempre un acontecimiento singular: inesperado, sea bienvenido o temido. El encuentro nos pone en evidencia, nos desarma. Revela quiénes somos. Nos descubrimos ante el otro. Tras el encuentro podremos recomponernos, volver a adoptar la máscara hierática con la que caminamos por la calle, viendo sin ver, viendo sin querer ser visto.
El encuentro, por el contrario, es una llamada de atención. Los planes, las perspectivas se desmoronan en favor de una situación que nos toma con el pie cambiado pero que, no obstante, puede ser satisfactoria, en cualquier caso, perturbadora. Debemos abrirnos, cesar la introspección. El encuentro nos acerca al otro. Este deviene próximo, nos es cercano. Nos reconocemos a los ojos del otro.
Y cuando cada uno reemprenda su camino, el encuentro quedará atrás, quizá olvidado por un tiempo. Hasta que nuevo choque nos devuelva a la luminosidad que todo encuentro emite.
Los encuentros a cara de perro invitan a dar el esquinazo, o a amenazar. El encuentro satisfactorio, en cambio, nos devuelve, por unos momentos, la luz que habíamos perdido. Y los encuentros fortuitos producen la sensación agridulce de nostalgia por no haber hecho un alto, durante un tiempo, tomándonos el tiempo, lo que hubiera, quizá, cambiado nuestra vida.