Un reciente estudio lo pone de manifiesto: la docencia universitaria es casi irrelevante para la carrera de profesor universitario. Cierto es que, a través de encuestas estudiantiles, e informes de los departamentos y de las propias facultades, se evalúa la capacidad docente, pero también es cierto que profesores con notas mediocres en las encuestas no tienen problemas de continuidad, ni ven peligrar su permanencia, siempre que lo que la administración más valora, la labor investigadora, reciba parabienes: publicaciones incesantes en revistas “de prestigio” -se las denomina “indexadas”, lo que significa que están bien posicionadas (posición que los “cuartiles” determinan, esto es, la posición ocupada, en qué cuartas partes de los listados se halla la revista o “journal”)- en clasificaciones o índices establecidos por agencias de control. La carrera se convierte, literalmente, en lo que la palabra evoca: un desplazamiento a toda velocidad, sin respiro, sin poder descansar ni recapacitar, mirando hacia adelante pero también hacia atrás, hacia el camino ya recorrido, con sus aciertos y sus errores, a fin de ocupar las primeras plazas y alcanzar la meta: la promoción y el reconocimiento.
Pero un docente no es solo un investigador: es un profesor, un educador.
La educación, como su nombre indica, requiere atención y cuidados: prestar atención, atender a quien se encuentra delante, el estudiante. Prestar atención implica saber dialogar: expresarse y escuchar.
Una clase es un diálogo. Las explicaciones del profesor deben ser recibidas. El profesor debe estar seguro de la recepción de la emisión. Y ésta se manifiesta a través de la discusión. El estudiante no es un ente pasivo al que se forma o se formatea. El estudiante también enseña al profesor. Ambos son docentes y oyentes. Los comentarios, las observaciones o puntualizaciones, las preguntas del estudiante forman parte de la clase impartida: la orientan y la enriquecen.
Un profesor no habla en el aire. Las caras, los gestos de los estudiantes emiten señales sobre la “bondad”, pertinencia, interés, y claridad de lo expuesto. El profesor debe estar a la escucha de lo que la clase, de lo que cada estudiante puede comunicarle. El saber se construye, se encuentra en permanente estado de construcción.
En ocasiones, el profesor se equivoca de rumbo. Se encuentra sin salida, ante un muro. Son los estudiantes los que pueden ayudarle a orientarse. Un profesor puede perderse. Quizá deba hacerlo, para aprender de sus limitaciones o de sus falsas expectativas.
Una clase parte de la buena predisposición de profesores y estudiantes. El clima que se crea, a veces, es un mundo aparte que puede quebrarse en cualquier momento, y que se disuelve con el final de la lección y la bajada del telón y de la tensión.
Una clase es una situación tensa. El profesor expone y se expone. El estudiante atiende o no, recibe o no, y juzga. Su réplica, que puede ser muda, y se manifiesta por la cara de interés o desinterés, incredulidad, apatía o atención, que un leve movimiento afirmativo o negativo corrobora, ayuda en el levantamiento de la clase. Ésta no está “ganada” de antemano. Su construcción exige una entrega absoluta, un cierto salto al vacío, y es la incertidumbre ante el desarrollo de la clase la que dota de tensión y fuerza a la lección.
Desde luego, el estudiante tiene que “poner de su parte”: debe estar dispuesto a escuchar atentamente. Y debe juzgar y replicar pública o privadamente. Pues sin recepción, la entrega no tiene sentido. Se dirige a nadie. Emite palabras huecas, que no llegan.
Una clase es una experiencia compartida. Se trata de un juego, en verdad, en el que los participantes interactúan por el placer de seguir jugando. Las reglas están en la mesa. Y se juega libremente, a la vista de todos, previo consentimiento mutuo. Durante el juego, las bondades y flaquezas, talentos y limitaciones, quedan al descubierto, y se asumen, se aceptan. Nadie está por encima de los demás. Las mejores jugadas son imprevisibles. Las mejores intenciones pueden fracasar. La sorpresa, la toma por sorpresa, es el aliciente de una clase. Nunca se sabe qué puede ocurrir, si “algo” puede ocurrir. Que un ángel pase pude ser una buena señal. O no.
La investigación, solitaria o en laboratorio, en cambio, no requiere del contacto directo con el estudiante. Si un profesor es un investigador no es porque investiga aisladamente, sino porque pone en juego sus conocimientos y se abre a recibir las impresiones y saberes que los estudiantes le pueden comunicar.
Sin clases, sin lecciones impartidas y recibidas, la universidad es letra muerta. Un cementerio (de elefantes).
A R.A., origen de esta breve observación. Y a tantos otros.