La belleza es una cualidad de las cosas, naturales o
manufacturadas –desde la artesanía y la magia hasta las obras de arte- que nos hacen sentir bien. Esta cualidad les
es propia, o la concedemos a lo que nos satisface emocionalmente: lo que nos
gratifica, colma y tranquiliza, lo que da sentido a nuestra presencia en el
mundo. Está en el objeto, o en nuestro ojo. La relación casi necesaria entre el
arte y la belleza -siendo el arte el desvelador o el poseedor de la misma-, se
estableció en Europa a mediados del siglo XVIII. Anteriormente, la obra de arte
pudo ser bella –aunque ser el receptáculo de esta cualidad no era el fin
perseguido-, pero no tuvo que serlo necesariamente. Duró poco más de un siglo.
La fealdad la reemplazó, antes de la indiferencia o neutralidad proseguida por
algunas corrientes artísticas del siglo XX.
Esta cualidad es propia de la cultura clásica occidental.
Sin duda existían objetos en Egipto y en Mesopotamia que colmaban de gozo y
llenaban el espíritu, pero las calificaciones que recibían insistían en el
esplendor, la irradiación, casi la fuerza que emanaba de éstos, y no en su
tranquila y serena presencia. Eran objetos de otro mundo, que no estaban al
alcance de todos los mortales.
La belleza no está separada del bien, no tanto porque los
objetos bellos estén bien hechos –la imperfección técnica o formal no impide
que un objeto pueda ser seductor-, sino porque elevan el espíritu. Placen y
hacen pensar. Evocan ideas de plenitud.
La belleza reside en la forma, la luz y las buenas maneras:
proporciones, colores y tonos, y una elaboración adecuada –a los fines, a las
formas perseguidas-, son causas de esta cualidad, pero ésta sobre todo es
consecuencia de la capacidad de las cosas de ayudarnos a percibir el mundo y a
estar “a buenas” con éste. No existe ninguna fórmula para producir belleza. No
es consecuencia de ningún procedimiento. La belleza es elusiva, difícilmente
definible. Desde luego, depende de nosotros. En todos los sentidos de la
palabra: existe para nosotros, para hacernos humanos, y existe porque
calificamos de bellos lo que nos guía, nos eleva. La belleza solo existe para
el ser humano; está en su origen: nos hace humanos. Es decir, nos invita a pensar
en quiénes somos, nos muestra lo que somos, sin adoctrinarnos ni denunciarnos. La
belleza se ha asociado con el cielo; es cierto, pero solo aparece cuando el
cielo se encarna, se materializa. Los dioses que no tienen forma humana, que no
hay “forma” de imaginar, visualizar, no son bellos; no son nada. La belleza es
carnal, sensible; pero solo despunta cuando la carne gira el rostro hacia la
luz. Pone en contacto a lo alto y lo bajo; nace cuando estos dos mundos se
encuentran, cuando las ideas hallan la manera de mostrarse, de dirigirse hacia
nosotros. La belleza apela a los sentidos y a la inteligencia. Nos hace
“sentir” inteligentes, vivos, razonables, partícipes del mundo, actores en
éste.
Se trata de la cualidad de las cosas en armonía consigo
mismas y con nosotros. La belleza no tiene como finalidad despertar buenos
sentimientos; no tiene ninguna finalidad, salvo la de estar presentes ante
nosotros, aguantando nuestra presencia; la plenitud que las cosas bellas aportan no es buscada; es lograda. Es una consecuencia, no un fin.
Por eso son bellas. No buscan, no pretenden nada. No dan lecciones; no existen
para cumplir una función determinada, cayendo en el olvido tras haber cumplido.
Las cosas bellas tienen una razón de ser, mas ésta no es evidente, ni tiene que
serlo. Pero se agradece su presencia, aunque no tienen por qué ser agradables.
Pueden ponernos en jaque, apelarnos, intranquilizarnos. Pueden obligarnos a
pensar en el mundo, en nosotros, y en nuestro lugar en aquél. Son, en ocasiones, molestas. Quizá querríamos
que no existieran. Son un espejo que el mundo nos tiende, exponiéndonos
verdades –sobre el mundo o nosotros mismos- con las que no querríamos
encararnos, que no querríamos afrontar. Y, sin embargo, tras el trance –en
todos los sentidos de la palabra: tras la prueba y la emoción-, se agradece la
presencia de un objeto bello, de la belleza encarnada. Ha dado sentido a
nuestra vida, nos ha ayudado a entender quiénes somos y qué hacemos.
Se ha asociado la belleza a las obras de arte porque éstas
son enigmáticas. Plantean preguntas acerca de su existencia, su razón de ser,
su finalidad. No son imprescindibles. Pero tampoco se limitan a decorar la
vida. La vida es más soportable, a veces, si existen. Sorprenden, molestan o
fascinan. No dejan indiferentes. Llaman una y otra vez la atención. En esta
capacidad para hacernos pensar sin dejar de hacernos sentir el mundo que
muestran, el mundo que nos rodea gracias a la imagen que muestran, las obras de
arte son bellas. O las consideramos bellas.
Y, sin embargo, la belleza no es una “bendición” divina.
Puede ser molesta. No querríamos enfrentarnos a ella. Echa luz sobre nuestros
problemas, nos obliga a plantearnos, a replantearnos qué hacemos. La belleza
siempre inquiere sobre nuestras acciones, la finalidad que perseguimos. Bello
es que lo nos cuestiona; hiriente o turbador también. No siempre estamos
preparados para someternos al escrutinio de la belleza. Su luminosidad puede
cegarnos. ¿Queremos siempre saber quiénes somos, interrogarnos sobre lo que perseguimos?
Afrodita, la diosa griega de la belleza (Venus, en Roma),
bien ilustra sobre el carácter imperioso de la belleza, casi violento, porque
nos hace sentirnos violentos a veces. Antes de –que- hacernos sentirnos “bien”,
puede llevarnos a sentirnos miserables: otra función del espejo que la belleza
nos tiende. Afrodita es una diosa extraña, terrible incluso. También en
Mesopotamia, Ishtar, equivalente a Afrodita, no era cómoda. Afrodita nace de un
acto horrísono. Y su familia no desmerece de su origen. Crono, hijo del cielo
Urano y de Gea, la tierra, cansado de que su padre eliminara a sus hermanos,
cogió una guadaña y, una noche, mientras Urano copulaba con Gea, entre las
sombras emasculó a su padre. Éste, hasta entonces unido íntimamente a la Tierra,
se proyectó hacia arriba, transformándose, desde entonces, en el cielo lejano,
indiferente y enigmático. Los testículos sangrantes de Urano cayeron a la
tierra. Se hundieron en el mar. De la unión del semen del Cielo con las
fértiles aguas del ponto, nació, acogida en una concha, Afrodita. Un acto
condenable, destructor alumbró a la belleza. La castración de su padre, incapaz
entonces, de procrear más hijos, de seguir dando vida a la tierra, está en el
origen de Afrodita. Sus hermanas ni
siquiera gozaron de un cuerpo hermoso. Surgieron del contacto de la sangre de
Urano en la tierra arcillosa. Las Harpías, diosas sedientas de la venganza,
eran unas ancianas despiadadas. Afrodita tuvo una hija: Armonía. Su nombre lo
dice todo. Pero también alumbró al Temor y al Terror. Y ciertamente, la
aparición de la belleza en la tierra podía desencadenar el terror. Su cuerpo,
como el de cualquier divinidad, eran tan brillante que no podía ser contemplado
sin causar ceguera –por eso los dioses se revestían con una forma humana, y se
cubrían con ropajes cuando se mostraban ante los humanos, o se escondían detrás
de una zarza, luminosa pero no cegadora, como Yahvé dirigiéndose a Moisés en
los alto del monte Sinaí-.
Este carácter violento, esta faceta oscura de la belleza ha
estado siempre presente. La belleza se muestra agradablemente. Es seductora,
llamativa, atractiva. Suscita el deseo erótico. Nadie se resiste a su llamada.
Parece ofrecer el mundo. Es una promesa; anuncia que colmará los sentidos; que
ofrecerá una vida plena. Las penalidades se olvidan. Los hombres matarían por
alcanzar la belleza. Y, precisamente, el
deseo que levanta es insaciable. La belleza no se alcanza nunca. Es un señuelo
que lleva por donde quiere. Eleva o precipita a quien seduce. Se impone, conduce
o arrastra. La belleza es necesaria. Ilumina y da sentido. Pero también puede
privar del sentido. Abraza o ahoga. Su hermosa apariencia disimula la atrocidad
de la vida, los deseos inconfesables, las acciones que no deberían salir a la
luz. La belleza es peligrosa. Necesaria, vital. Pues la vida no tiene razón sin
ella. Saca lo mejor de nosotros; y lo peor. Madre y madrastra, amante y
criminal, su abrazo es el abrazo del oso. Provoca tantos desvaríos cuantas iluminaciones.
Bendición y condena, por eso la belleza es atractiva, y perseguida, en el doble
sentido de la palabra: anhelada y repudiada. Nunca se sabe qué esconde, hacia
dónde lleva. Los caminos que sigue no han sido explorados. La belleza no es la
hermosura, lo agradable, cualidades dulzonas –útiles, quizá incluso necesarias,
incluso, ya a nadie le amaga un dulce-, que no causan problemas, que no dan qué
pensar, que no inquieren sobre la vida seguida. La belleza es arisca. Tiene
aristas. Obliga, compromete. Puede no ser escuchada o contemplada. Mas una
parte esencial de la vida se pierde, sin que la ganancia a cambio compense.
¿Una ilusión? ¿Una creación humana para que la vida sea
soportable y tenga sentido? Posiblemente. La belleza es cultural, aunque el ser
humano está hecho para hallar, o crear, la belleza, para dar sentido al mundo;
para entenderlo. Es un valor, o un bien, que los humanos se dan para vivir
colectivamente. La belleza atrae y se comparte, se disfruta y se comenta. Crea
comunidades. Da lugar a cultos. Se diviniza; se considera trascendente, aunque
reflejada en el mundo, en las creaciones naturales y humanas. La belleza es la
causa de que estemos en el mundo, que hayamos hecho del mundo un lugar
habitable. La belleza fuerza –acto imperativo- a transformar el mundo. Su presencia
es exigente. Somete, y libera. Obliga a pensar, y a actuar, en pos de la
conversión del mundo, despojándolo, ordenándolo, humanizándolo.
Siendo Afrodita la personificación clásica occidental de la
belleza, y dadas las buenas y malas artes de la diosa, dotada para la maña, los
encantos, la seducción, la belleza fue juzgada a veces como una cualidad
temible o despreciable, de la que había que apartarse. Tanto en el Antiguo
Testamento como en Gracia (Platón), la belleza fue juzgada con severidad, o de
modo contradictorio. Por un lado iluminaba; elevaba el espíritu. Mas, en otras
ocasiones, se la asociaba con los afeites, las máscaras, las buenas palabras
(maliciosas), es decir con un despliegue de trucos destinados al encantamiento
y al engaño. Hija del maligno, la belleza fue juzgada peligrosa –y lo es-,
dañina. Maldita, que no bendita. Las obras de arte bellas fueron condenadas. La
seducción que emanaba de ellas podía distraer de las enseñanzas morales que la
obra tenía que transmitir. El público podía caer preso del encanto de las
formas –palabras, música, la musicalidad del verbo, el colorido de las formas,
el movimiento turbador de los que participaban en una procesión, los actores,
los danzantes- y olvidarse del mensaje. Lejos de ayudar a comulgar –con
verdades-, la belleza podía llevar a comulgar con ruedas de molino. De algún
modo, la belleza fue sospechosa.
La cara oculta que Platón desveló y el siglo XIX cultivó,
acentuó la difícil relación entre el hombre y la belleza, juzgada tanto como
una medio para vivir con plenitud, colmado por aquélla, como una engañosa y
artera figura dedicada a apartar del camino de la humanidad. La emblemática
escena de las dos vías, ante la que se detuvo Hércules, presididas por una
mujer arisca que señala un camino pedregoso y empinado, o por una venus
encarnada, traduce bien la contradictoria relación que el hombre occidental ha
tenido con la belleza, y apunta a poderes, necesarios y deseados, pero también
temibles y rechazados de esta cualidad, dotada tanto para facilitar la vida
cuanto abocar a la muerte.
Hoy, podemos pensar que la belleza es una cualidad superada
u olvidada que, nuevamente, nada tiene que ver con el arte. Mas la
multiplicidad de las imágenes, y su permanente presencia, que reclaman nuestra
atención, ha puesto de nuevo de manifiesto la fuerza y la dobla cara de la
belleza: necesaria para comunicar con el mundo, y para distraer de éste. Bello
es lo que nos devuelve al mundo, si no tenemos que dar la espalda a éste.