jueves, 25 de junio de 2009

Crónica de Bagdad, 24 de junio de 2009. Parte 1














Bloques reducidos a escombros en 2008-2009 por coches-bomba en la que fue la elegante calle de Khulafa, trazada en los años 80 como eje de un nueva área económica y residencial.



Comercios, abandonados o cerrados a partir del mediodía, en el fantasmal centro de la ciudad









Ministerio de Comunicaciones, bombardeado en 2003. La estructura no puede ser restaurada. El edificio será derribado. Uno de los mejores edificios del arquitecto iraquí Rifat Chadirji.




Calle Al-Rasheed: primera intervención urbanística unitaria, en el centro histórico, a finales de la primera guerra mundial, por el gobierno inglés. Esta calle, delimitada por soportales, a imitación de la calle de Rivoli en París, que combina comercios y viviendas, fue la más elegante de Bagdad hasta los años 80. Se prevee restaurarla por tramos.




Bagdad es conocida por sus villas modernistas y art deco, estudiadas por la historiadora francesa Caecilia Pieri











Entrada al barrio chiíta de Khadimiya, de acceso difícil o imposible a occidentales





Calle de Al-Rasheed: primera intervención urbanística unitaria, en el centro histórico, a finales de la primera guerra mundial, por el gobierno colonial inglés. Esta calle, delimitada por soportales, a imitación de la calle de Rivoli en París, que combina comercios y viviendas, fue la más elegante de Bagdad hasta los años 80. Se prevee restaurarla por tramos.




Zona verde cerca del Tigris que incluye un palmeral, huertos, hoy preservados, y un restaurante al que acuden, de día, miembros del gobierno y la escasa burguesía que queda en Bagdad.









Ministerio del Development Board (Ministerio de Planificación), proyectado por Gio Ponti en la década de los 50, a la orilla del Tigris, en el centro de la ciudad. Dañado. El gobierno iraquí ha iniciado unos primeros trabajos de consolidación.




Conocida estatua de bronce decapitada de Sadam Husein, colocado sobre un alto pedestal en una plaza central, derribada cuando la invasión de Irak en 2003, hoy en las reservas del Museo Nacional de Irak.






Estación central de Bagdad, proyectada por los arquitectos ingleses Wilson & Mason, discípulos de Luytens, durante el mandato colonial, en los años 30, y terminada en 1965, y aún en funcionamiento. Una de las estaciones ferroviarias más hermosas del mundo.



Un sin número de muros de hormigón protegen los edificios de los ataques de los "suicidas-bomba", impidiendo o dificultando la circulación peatonal.








Gimnasio y campo deportivo, antes llamado Sadam Husein, que constituyen la únicas partes construidas de un gran equipamiento deportivo y cultural, proyectado en los años 50 (1955-1965) por Le Corbusier, y construido por orden de Sadam Husein a finales de los años 70 (1973-1980). En buen estado. Utilizado por varios equipos deportivos infantiles. Situado cerca de uno de los accesos al barrio de Sadr City.









Niños jugando a fútbol en el centro de la ciudad







Paseo por el barrio chiíta de Khadimiya (el barrio más antiguo y mejor conservado de Bagdad), rodeado por un gran número de policías y de soldados del ejército iraquí. Las mujeres deben llevar chador. La entrada al interior de la tumba del imán, en el centro del santuario de Khadimiya, está prohibida a los no-musulmanes.



Bagdad, 19-25 de junio de 2009:


Apenas el avión proviniente de Istambul aterrizó en el aeropuerto, cinco gruesos hombres trajeados, con raya diplomática, sudorosos o engominados, se levantaron de súbito y se juntaron en el pasillo, mientras la nave avanzaba aún por la pista. Los reiterados avisos por megafonía lograron que se sentaran por un momento, sin ponerse el cinturón, mientras sus teléfonos móviles sonaban, antes de volver a dirigirse hacia la puerta de acceso, bloqueando el paso. Una decena de vehículos blindados Patrol, con las lunas oscurecidas, se acercaron de inmediato a la nave y se situaron al pie de las escalerilla. Casi sin tiempo de mirar por la ventanilla, ya habían desaparecido en los vehículos, junto a guardias armados y sus (¿?) mujeres, que partían velozmente sin pasar por ningún control.


Acabábamos de llegar a Bagdad.


Nuestra llegada fue mucho más lenta. Al igual que el primer viaje, en junio de 2008, apenas entramos en la terminal, guardias nos apartaron, nos retiraron los pasaportes y declararon que, todo y teniendo el visado en regla, y pese a la presencia de responsables de la embajada de España, no estábamos autorizados a entrar en Irak y se nos iba a deportar. Media hora más tarde, sin saber porqué, abandonábamos el aeropuerto, protegidos por un chaleco antibalas, en tres vehículos blindados defendidos por geos, camino del hotel Al-Mansoor (que perteneció a la cadena Meliá hasta 2005), no sin que antes nos hubieran hecho formar y nos hubieran apuntado en la sien con un termómetro luminoso para descubrir si teníamos la gripe porcina.


Al parecer, los funcionarios en la embajadas de Irak, dependientes del Ministerio de Asuntos Exteriores, que conceden los visados, son kurdos, mientras que el Ministerio del Interior está dominado por chiítas. Los visados, entonces, que deberían ser el único salvo-conducto legal, no son aceptados si no vienen avalados por dicho ministerio, con el que la embajada de España no puede tener relaciones.


Este incidente, de difícil solución, parecía repetir el del año pasado. Sin embargo, Bagdad ha cambiado en un año. Ha empeorado.


El viaje, esta vez, tenía un triple objetivo.


Organizado por La Caixa, con la decisiva ayuda de la Embajada de España, Ignasi Miró (director de la Obra cultural de La Caixa) y yo íbamos para entrevistarnos con las autoridades iraquíes (Ministros de Cultura, de Turismo y Antigüedades, y de Asuntos Exteriores) y los responsables del Museo Nacional para intentar obtener piezas de arqueología en préstamo para una exposición de arte sumerio que tendrá lugar en Caixaforum, en Madrid y Barcelona, entre mediados de 2011 y principios de 2012: posiblemente la primera muestra de arte sumerio, y la primera en muchos años que podría incluir obras del Museo de Bagdad.


Por otra parte, Victoria Garriga (arquitecta, de AV62Arquitectos) y yo, también íbamos a Bagdad porque, habiendo sido seleccionados (junto a Josep Llinás y un estudio iraquí) para la segunda parte de un concurso internacional, organizado por el ayuntamiento de Bagdad, con vistas a la rehabilitación del barrio chiíta de Khadimiya, necesitábamos (intentar) visitar esta zona de acceso imposible, en la que hace años ningún extranjero ha entrado.


Finalmente, dado que el ayuntamiento de Barcelona podría gestionar la restauración del complejo de la antigua embajada norteamericana, obra maestra de José-Luis Sert, para convertirla en un Instituto Cervantes, era conveniente que aprovechara el viaje para tener una primera reunión con el alcalde de la ciudad.

Al igual que el año pasado, los desplazamientos oficiales se realizaron en camionetas blindadas, guardadas por "geos" armados, circulando a gran velocidad, en ocasiones en dirección contraria para sortear los atascos, con las sirenas ensordecedoras para despejar la ruta. Los chalecos antibalas eran de rigor. El despliegue militar obligatorio. El resto de los desplazamientos, en coche con un chófer.

Los innumerables controles del ejército norteamericano (cada vez más retirado), del ejército iraquí, de la policía, de las milicias siguen vigentes. Y van en aumento. Atentados (solo aquéllos que provocan más de diez muertos merecen algunas líneas en la prensa), helicópteros militares que sobrevuelan, a baja altura, la ciudad, cortes de luz diarios, ausencia de servicios públicos, de transporte, el centro de la ciudad casi abandonado, la decrepitud de los edificios y las instalaciones no han disminuido.

Pero se añaden ahora los inesperados y cada vez más numerosos cortes de calles, sin que se sepa la "razón" -en ocasiones, sólo se puede "avanzar" en círculo, sin logar salir adelante-, los aparatos japoneses cada vez más sofisticados -algunos dicen que inútiles- para detectar explosivos, las bombas diarias, el cada vez mayor número de casas destruidas por suicidas-bomba, la imposibilidad de acceder a determinados barrios cuyas calles están cerradas por pesadas puertas metálicas controladas desde lejos, la presión cada vez más insostenible sobre la mujer, incapacitada para salir a la calle -sobre todo si va vestida "de calle"-, convierten la vida en una pesadilla que no tiene fin..


La ciudad, las instituciones, los comercios, los habitantes reducidos, empobrecidos por treinta años de guerras y de embargo. Recuerdo que, cuando la primera Guerra del Golfo, intelectuales de renombre, a los que muchos admirábamos y seguíamos, condenaron la invasión relámpago y defienderon, por el contrario la solución de un embargo absoluto que lograría, sin baja alguna, que la gente se sublevara contra un gobierno que los mataba lentamente de hambre. El resultado ha sido el enriquecimiento obsceno del presidente Sadam Husein, de su familia y su entorno -solo hace falta ver los palacios, hinchados y grotescos, aún en pie-, y la absoluta miseria del resto de la población, una clase ilustrada que, aún en los años setenta hubiera podido dar sopas con honda a la española. Racionamiento, falta de víveres, de recursos, hundimiento de la moneda (salvo para algunos), desabastecimiento de las infraestructuras. Hospitales sin medios. Pérdida de contacto con el mundo. La sociedad iraquí se hundió. Ah, las buenas intenciones...

Los treinta y dos primeros días de la invasión nadie pudo salir de casa. Apenas para comprar algo de comida. Los soldados norteamericanos mataban a cualquiera que estuviera en la calle, hasta a los gatos.

Desde el mismo día de la invasión y la ocupación, Bagdad, que hasta entonces sufría una tormenta de arena al mes, en verano, (en verdad, una nube de polvo ocre que oscurece el cielo y dificulta la respiración, convirtiendo seres y enseres en estatuas de tierra reseca) se ve asolada por dos o tres a la semana. Según la única explicación hallada a este fenómeno desconocido, los tanques habrían labrado tanto la tierra, hasta entonces bien compactada, en la periferia de la ciudad, durante los últimos seis años, que el mejor golpe de viento levanta nubes pardas, en medio de un súbito golpe de calor, que se abaten, azuzadas por ráfagas ardientes, como una plaga terrosa sobre Bagdad.

Depresión ante lo que se descubre. Y una tensión difícil de aguantar. Una guerra civil ciega.

Y, sin embargo...

Restaurantes llenos, incluso algunas terrazas, en las cálidas noches de estío, a la orilla del río Tigris; personas que no han cesado de ver morir a amigos y familiares -a veces por la falta de medios básicos, de asistencia médica (una transfusión, una inyección, un medicamento simple), incapaz de atender a tanta gente- que deciden no cubrirse más de luto y vestir con colores ostentosamente alegres -azul turquesa, rosa fuccia-, como si la vida siguiera -para que la vida siga-; personas atentas; una universidad en la que los profesores no fallan un día, en la que los estudiantes, que asisten masivamente, y realizan trabajos como ya no se ven en España, piensan que tienen la vida por delante; un ministerio de cultura que lucha por la preservación de un patrimonio cada vez más precario; reuniones puntuales en las que todos asisten -habiendo tenido que salir de casa horas antes, por cerca que estuviera el domicilio, a causa de los sorpresivos controles-; generosidad en el trato y en el tiempo regalado; un gran número de proyectos de mejora (que, posiblemente, no lleguen a buen puerto, al menos juzgados desde aquí), la ilusión de que con la partida del ejército norteamericano la vida mejorará (¿ocurrirá así?); una visión casi utópica de la vida; y ni una queja.

Al llegar a Istambul, el personal del aeropuerto no quiere atender para que no se pierda el avión que parte hacia Barcelona. En Frankfurt, el calor es pegajoso.

















jueves, 18 de junio de 2009

Premio


El consejero del Interior del gobierno autónomo catalán, Joan Saura, ha anunciado que, en vez de castigar a los infractores de tráfico, se premiará a los que conduzcan correctamente, sin ir bebidos, siguiendo las normas de circulación y respetando la velocidad máxima. Les tocará un digui-digui de inglés en Irlanda. Es más bonito premiar y castigar. "Aumenta la pedagogía".

"En la campaña también regalarán 2.000 carnés del club TR3SC para obtener descuentos en la programación cultural catalana". Así que si quiere escapar a "Secrets de familia", pise el acelerador.

Es una muy buena idea. Se debería extender. Por ejemplo, premiar a quienes no roben, no destrocen el mobiliario público, no alboroten como energúmenos cuando las "celebraciones" deportivas, no asesinen ( a su mujer, practicando "violencia de género") y no ahoguen al consejero en un barril. O no lo facturen a Irlanda.

Si el curso puede ser en Hollywood, cerca de Angelina Jolie, mejor.
¿Irlanda? Ratas
PS: Esta decisión, ¿no revela una actitud condescendiente del político para con el ciudadano de a pie -o en coche? Se le premia por portarse bien, es decir, como dicta el que gobierna. El domador de circo, ¿no se trata así a "sus" focas, regalándoles una sardina cuando saltan bien, forman, sueltan grititos, y mueven la cola con salero?
El mejor de los mundos.

Creative




Después de un concurso abierto, en el que desconozco quien se ha presentado, el estudioso de arte contemporáneo, Carles Guerra,ha sido nombrado nuevo director del Centro de la Virreina en Barcelona. Sin duda un excelente y prestigioso estudioso del arte actual. El comentario no versa sobre el nombramiento.

Lo interesante es un dato del curriculum que la prensa destaca: es profesor de "Estructuras Sociales y Tendencias Culturales", una asignatura básica, un tanto enigmática -para mí-, de la carrera de Publicidad y Relaciones Públicas que imparte la Universidad Pompeu Fabre de Barcelona.

Uno podría pensar que el perfil más adecuado sería el de un historiador o un teórico del arte -desconozco si profesionales con este perfil se presentaron al concurso-, acaso un "gestor cultural". Pero no, es un estudioso de la publicidad el ganador.

¿Srprende? ¿Acaso no revela lo que el arte "más" contemporáneo es, o la concepción que se tiene acerca de lo que el arte contemporáneo tiene que ser?. La publicidad, los estudios de mercado y de comunicación son los instrumentos más adecuados para moverse en este mundo.

Las salidas profesionales a las que da lugar la titulación de Publicidad y Relaciones Públicas son:

" Sortides professionals:

Analista de campanya de publicitat i relacions públiques
Assessor d'imatge
Consultor de marques
Consultor estratègic de la comunicació
Creador i gestor d'esdeveniments en publicitat i relacions públiques
Creatiu en formats i mitjans publicitaris
Creatiu publicitari
Director d'art i dissenyador
Director i gestor de comunicació empresarial i institucional
Executiu de comptes
Gestor d'empreses publicitàries i de relacions públiques
Investigador de mercat i de la comunicació
Planificador de mitjans
Planificador estratègic de la comunicació
Realitzador d'espots publicitaris
Responsable de comunicació interna de l'empresa i institucions"

(de la web de la Universidad Pompeu Fabra)

Se habla de "estrategias", de "marcas" de "planificación". La palabra "arte", "imagen", "creación" aparecen, ciertamente, en las expresiones "asesor de imagen", "director de arte y diseñador", "creativo publicitario", "creativo de medios publicitarios". El análisis (el estudio teórico, podemos suponer) es importante; mas lo que se "analiza" son "campañas de publicidad". Warhol rules.

El arte siempre ha sido un medio de comunicación -con aquello con lo que no se podía establecer una comunicación directa y necesaria: los poderes sobrenaturales. O lo fue cuando el arte tenía sentido: al menos hasta el siglo XVII.
Aquéllos siguen existiendo: son las comporaciones, las grandes empresas. Es lógico que haga falta quien sepa cómo llegar a ellas, cómo tiene que operar el arte para "llamarles la atención" -y conseguir dádivas, dones-, algo que , hasta ahora, la publicidad lograba más que el arte. Que el arte contemporáneo tenga que confundirse con la publicidad parece lógico.

Quizá lo que ya no lo sea tanto es que siga considerando necesaria la existencia de centros de arte. Las agencias de publicidad (o los centros de arte Louis Vuitton) son suficientes Y mucho más eficaces.

miércoles, 17 de junio de 2009

La casa de Mahoma

El Islam no tiene santuarios. El Corán así lo prueba. La primera mezquita fue una casa; una vivienda particular en la que se vivía normal y habitualmente.
A la vuelta de La Meca, en 622, perseguido por fieles politeístas que rendían culto a una gran diosa madre personificada por una piedra negra y se enfurecían por las prédicas de Mahoma en honor de un único dios –masculino-, éste, refugiado en Medina, su ciudad natal, desde donde partiría la “evangelización” del antiguo mundo más o menos cristianizado, empezó a recibir a sus primeros seguidores que acudían para escucharle en una casa recién edificada. La casa de Mahoma era una villa de estructura romana, semejante al de la mayoría de las casas de los mercaderes de camellos de Arabia. Consistía en un edificio de planta baja, precedido por un gran patio que conectaba con el cuerpo principal del edificio a través de un pórtico. Un muro ciego, en el que sólo se abría una estrecha puerta que daba directamente a la calle, protegía el espacio del hogar de las miradas ajenas. De puertas para afuera, nada permitía intuir qué se organizaba detrás del muro. Éste prolongaba la fachada, también sin apenas oberturas, de las casas vecinas, y formaba una tapia baja y continua que bordeaba la calle polvorienta. A medida que el número de seguidores fue creciendo, Mahoma tendió un toldo de fina tela coloreada, invadiendo una parte del patio, para aumentar la zona en sombra, hasta entonces reducida al pórtico doméstico, bajo la cual los devotos se sentaban en cuclillas, quizá sobre una esterilla para protegerse del polvo que levantaban apenas se movían, para escuchar las lecciones de quien consideraban era un profeta. La casa seguía siendo un espacio privado, doméstico, pero la zona en contacto con el exterior, cubierta aunque abierta por los lados, se convirtió, como si de un patio a cielo abierto se tratara (como así aconteció desde entonces en la casa árabe), en un área de transición, en contacto con personas ajenas a la familia de la casa, atendidas por el jefe, el padre de familia, que, mientras la o las mujeres se recluían en lo hondo de la vivienda, se exponía a verse las caras con agentes externos. Más tarde, Mahoma tuvo que añadir dos cuerpos longitudinales enfrentados a lo largo de dos de los cuatro muros del patio, dedicados sólo a recibir a sus fieles. La estructura inicial quedó entonces reservada para la familia del profeta. Actualmente, esta casa ya no existe sepultada bajo la gran mezquita de Medina.

Hoy en día, contempladas de lejos, sobre todo desde fuera de los límites (o las murallas) de la ciudad, especialmente desde una colina, como las que rodean Fez, las mezquitas se reconocen por los estilizados minaretes que sobresalen sobre un denso tejido urbano habitualmente compuesto por edificios de planta baja o de un solo piso por los que se abren dificultosamente un intrincada red de estrechas callejuelas sombreadas. El minarete actúa como una señal que facilita la ubicación del templo, toda vez que los angostos pasajes no se disponen según una trama previsible que ayude a orientarse. Sin embargo, cuando uno se halla ya cerca, el minarete, retirado en ocasiones con respecto a la calle, deja de ser visible, y la mezquita, ubicada ahora con cierta precisión, parece desaparecer. Es imposible encontrar un elemento que se destaque en medio de las casas circundantes, un portal ornamentado de grandes dimensiones, una placita o un espacio abierto ante la entrada, un cuerpo con cierta presencia. Tapias ciegas tan solo, con una altura constante, suficientemente altas para impedir otear lo que se esconde detrás, bordean las calles; puertas muy discretas, siempre cerradas, carentes de cualquier elemento funcional o decorativo (una aldaba historiada de bronce, una balda, una mirilla, etc.), señalan el paso de una finca a otra. La mezquita parece confundirse con el resto de los edificios, como si las casas, arracimadas alrededor del templo, lo protegieran, impidiéndole destacar, o, como parásitos, se aprovecharan de él.

En verdad, la discreción de la mezquita es voluntaria y es lógica. Pese a su tamaño, que rebasa el de la mayoría de las viviendas –aunque no el volumen de algunos palacios que apenas se vislumbraba por entre los arrayanes-, la mezquita es una vivienda, una casa para acoger y recogerse, un espacio de recepción, construida a imagen de la casa de Mahoma.
La mezquita es, pues, un espacio, no sagrado, sino profano, indistinto de cualquier construcción urbana dedicada exclusivamente al uso ciudadano. No se distingue de cualquier lugar público. En verdad, asume funciones que, en otras culturas, poseen distintos tipos de edificios. La mezquita no es único edificio, sino un conjunto de volúmenes dedicados cada uno a una función específica. Se parece más a un “campus” universitario –o a un monasterio- que a una iglesia. Además de la sala de oraciones, bibliotecas, escuelas y salas de estudio, hospicios, comedores públicos, alojamientos, mercados, baños, bancos, se organizan alrededor de un amplio patio central presidido por una fuente y estanques para abluciones colocado en el centro. En la mezquita de Damasco, un a modo de torreón, también plantado en el patio, encierra el tesoro de la mezquita.
La mezquita, en su conjunto, se asemeja a un barrio (o, al menos, a un centro político-administrativo, lo que los urbanistas llaman un “centro direccional”, a partir del cual crece la ciudad y alrededor del cual, atendido por dicho centro, un barrio se organiza y se estructura). En el mundo otomano, a partir del arquitecto Sinan (s. XVI), el conjunto de la mezquita responde a un proyecto unitario, construido rápidamente (Sinan era un ingeniero militar adiestrado en proyectar y construir con premura y precisión, que redactaba detalladas crónicas fechadas en el libro de obras), perfectamente implantando en el terreno y que permitía un crecimiento organizado de un nuevo barrio al que la mezquita dotaba de los equipamientos asistenciales y sociales necesarios, además de ofrecer, en ciudades carentes de plazas públicas (la ciudad musulmana, heredera de la tradición mesopotámica, carece de espacios abiertos dispuestos, como el ágora o el foro, para el mercadeo y la discusión (públicos), funciones que se realizan en el patio de la mezquita –y que, en la ciudad cristiana asumirán en ocasiones los cementerios adosados a las iglesias parroquiales-). La mezquita no se separa del resto de los edificios sino que está perfectamente insertada en la trama urbana, enteramente dedicada a actividades ciudadanas, profanas.

El muro que rodea el patio marca los límites lógicos que organizan la necesaria parcelación del territorio pero no definen un territorio vedado, segregado del resto del espacio construido. Sirve para marcar un gran espacio interior público –como el de un foro romano-, en el que se desarrollan actividades prosaicas, al que toda la ciudadanía puede acudir, no para impedir el paso, como si el espacio de la mezquita sólo pudiera ser disfrutado por un personal especializado que atiende al culto. Los templos politeístas, tanto en el Egipto faraónico como en el Imperio romano oriental (Palmira, Baalbeck, Gerasa, etc.), también se organizaban alrededor de un amplísimo patio descubierto rodeado de pórticos o de almacenes y estancias dedicados a las tareas propias del culto (almacenamiento de ofrendas, estancias para sacerdotes, etc.), mas todo el espacio intramuros estaba vetado a los profanos, que, salvo en contadas procesiones, no podían siquiera vislumbrar las imágenes sagradas, ni asistir a los sacrificios, animales y de alimentos, y los rituales ejecutados en el patio por los sacerdotes. Sólo éstos y los monarcas podían cruzar el umbral del espacio del santuario y actuar en él. El templo estaba enteramente dedicado a la divinidad, y únicamente los mediadores entre el cielo y la tierra estaban autorizados para pisar el suelo sagrado del recinto y colocarse bajo la porción de cielo que los altos muros del santuario a cielo abierto, del espacio porticado de la plaza del templo, delimitaban.
Los templos politeístas eran casas, ciertamente, pero no de los hombres (cuya entrada, salvo la de unos pocos, estaba prohibida), sino de los dioses. “Templo” viene del latín “templum” el cual deriva, a su vez, del griego “temenos” –de temnoo, cortar-. Ambos términos nombran un espacio especial, acotado, reservado, aunque no siempre construido. Significan lo mismo: área delimitada y protegida. Un templo no era necesariamente una construcción (la mayoría de los santuarios neolíticos carecían de construcciones; eran espacios naturales cuyos límites les concedían propiedades especiales -o eran la expresión de la existencia previa de dichas propiedades-), espacios radicalmente distintos, poseedores en ocasiones de hitos naturales relevantes (un árbol, un risco, una fuente o un río), entendidos como manifestaciones (símbolos o personificaciones) de poderes sobrenaturales, con las que no siempre los hombres podían estar en contacto, so pena de sufrir graves daños. En tanto que espacios sagrados (“sacer”, en latín, significaba tabú, término que evoca el peligro que emana de lo que está vetado), los límites eran imprescindibles para que los humanos supieran que debían rodearlos antes que entrar en ellos. Dichos espacios no les pertenecían.

El primer tipo del templo cristiano en occidente (recuperado más de mil años más tarde por los arquitectos renacentistas) se inspiró en una tipología romana profana: la basílica, espacio de grandes dimensiones, de planta rectangular lo más libre posible, concebido para reunir a un gran número de personas, en asambleas o en un mercado. La iglesia primitiva occidental era (es), por tanto, la casa de los fieles, no de la divinidad. El cambio de orientación de los templos cristianos con respecto a los romano-paganos fue, en este sentido, significativo. Mientras que la fachada principal de los santuarios politeístas miraba al este a fin que el sol naciente iluminara el rostro de la estatua de culto, como si ésta comunicara con la primera manifestación sensible de la divinidad (el globo solar), la fachada del templo cristiano apuntaba hacia el oeste, de modo que eran los fieles que penetraban en la nave los que recibían de frente la luz coloreada que invadía la nave a través de las vidrieras del ábside, detrás del altar. Sin embargo, con la aparición de la planta de cruz latina, el templo se convirtió al tiempo en una imagen del cosmos y del cuerpo doliente de la divinidad –que, a su vez, era o estructuraba el mundo-, cargándose de “sacralidad”, y convirtiéndose más en la imagen (o en la materialización) de un palacio, un templo o una ciudad –Jerusalén- deslumbrante y sobrecogedora (la puerta principal, pequeña con respecto a la altura del templo, mantenía las características de una puerta de una vivienda particular, pero, al mismo tiempo, impelía a encogerse, como si el fiel tuviera que prepararse para y antes de quedar anonadado al entrar en la nave catedralicia).
Por el contrario, la misma palabra “mezquita” evoca la presencia y el comportamiento del ser humano, no de la divinidad, y liga el espacio a los movimientos de aquél. En árabe, masgid, significa lugar de oración, sin que dicha precisión estrictamente funcional denote que el espacio así nombrado posea cualidades especiales, y menos sagradas. Dicha palabra nace de una raíz que significa posar la frente al suelo. La mezquita es, por tanto, un edificio que comprende una sala donde llevar a cabo un gesto determinado que sólo acontece durante un encuentro; indica veneración, el reconocimiento por parte del ejecutante de su condición, o de su estatuto, inferior –pero no necesariamente de una condición distinta a la de la divinidad, mortal ante una inmortal-.

Es cierto que si masgid, que, en propiedad, sólo debería aplicarse a una de las dependencias, se utiliza para designar al conjunto edificado alrededor del patio, es porque, posiblemente, dicha estancia constituya la parte principal y más especial, aquélla que no pertenece enteramente al ser humano, en la que éste no se halla en su casa. El descalzarse –sólo para entrar en la sala de oraciones- denota que dicho espacio (en el que para nosotros a menudo se resume lo que la mezquita es) no es comparable con el resto de las estancias. Mas dicho gesto indica respeto, no temor sagrado. Incluso la sala de oraciones es un lugar de reunión, amplio, habitualmente en el que no sólo se reza, sino que se descansa, se medita, se dialoga, se lee o incluso se come, esto es, un lugar en el que tienen lugar las mismas acciones (profanas) que en un hogar.
Las mezquitas se colocan directamente sobre el suelo, el mismo, gastado y polvoriento, marcado por surcos profundos, que el resto de las viviendas. Ambos tipos de construcciones comparten idéntica base. Ningún podio la realza; el acceso no viene precedido por escalinata alguna –como sí ocurre con las catedrales cristianas barrocas-. No existen antesalas; se accede directamente al patio, sin tener que recorrer retuertos pasadizos ni tener que detenerse en inquietantes salas de espera. Se entra y se sale a pie de calle, sin problemas. El acceso es libre. El patio está invadido por una algarabía de niños. Vendedores en las esquinas disponen sus mercancías. Unos fieles se lavan los pies o las manos en la fuente central. En Damasco, incluso, el patio, con dos entradas, sirve de atajo para evitar callejuelas atestadas de gente y mercancías. La actividad es la propia del centro de una pequeña ciudad antigua, en la que todo el mundo parece conocerse. Nada que no pueda tener lugar en cualquier espacio público.
El carácter profano del lugar se acentúa por varios rasgos más, propios de una mezquita, y que la distinguen de otros “espacios dedicados a la plegaria” de otras religiones. La mezquita no tiene una orientación precisa. En su interior, la quibla, un a modo de hornacina (inspirada en los nichos clásicos en los que se situaban estatuas en los templos y edificios públicos paganos), hundida en uno de los muros del “oratorio”, indica la dirección de La Meca (o de Jerusalén, en los inicios), pero su ubicación varía toda vez que ninguna mezquita se ubica en la misma dirección (la quibla sería el único elemento que podríamos considerar, si no sagrado, sí en contacto con lo sacro, ya que en él suele pender una pequeña lámpara, cuya luz evoca la resplandeciente –y alegórica- presencia de dios).

Por el contrario, la mezquita se inserta en la trama urbana independientemente de cualquier orientación celestial o cosmológica. El edificio no está relacionado con los astros –como sí ocurre con la iglesia cristiana-, sino con la vida, con el tejido urbanos (la mezquita ni siquiera es necesaria para la plegaria –la única relación que el fiel mantiene con su dios-, sino que una simple esterilla, colocada directamente en el suelo en cualquier lugar velando orientarla adecuadamente, delimita un espacio en el que el orante se recoge y se prosterna. En verdad, arrodillado en el suelo y encarado a La Meca, cualquier orante puede entrar en contacto con la divinidad, que no mora en ningún lugar, y menos en ningún edificio, concreto).
Acostumbrados a la sobrecogedora altura de las bóvedas catedralicias (y de las cúpulas de las mezquitas otomanas y persas, muy distintas de las árabes -que son las que se hallan en el norte de África-, debido a un distinto origen, las tiendas de las estepas turcas y la iglesia cristiana de Santa Sofía en Constantinopla, en un caso, y los palacios sasánidas de Persia, en otro-, las mezquitas (omeyas o, en general, árabes, como las de Córdoba, Keruán o Damasco) sorprenden por la poca altura del techo de la sala de oración. Se trata de un espacio considerable, de planta rectangular, sin particiones interiores, cuyo techo es soportado por columnas delgadas, bien y uniformemente iluminado, carente de mobiliario, que produce una curiosa sensación de hallarse en medio de un espacio, todo y su tamaño cuyos límites se pierden tras un bosque de columnas, doméstico –las alfombras y la actitud de la gente, rezando pero también platicando distendidamente, acentúan dicha primera impresión-.
Dicha sensación no es errónea, sino que refleja bien lo que es una mezquita: una sala pública de reunión, en el que los ciudadanos entran y salen para orar, meditar o descansar, enteramente profana, semejante a cualquier estancia usada por grupos o asambleas. Pero la divinidad no mora en dicho lugar. Por otra parte, la religión musulmana (salvo la “iglesia” chiita iraní, muy minoritaria en los demás países) no posee una casta sacerdotal. El personal que atiende la mezquita se compone de estudiosos o profesores, semejantes a filósofos, literatos o lingüistas, no de sacerdotes. Son personas, conocedores de los textos sagrados, pero de rango profano, idéntico al de cualquier ciudadano, cuya presencia y cuyas acciones acentúan el carácter doméstico de la mezquita.

Sin embargo, el minarete, sobrevolando la retícula de terrazas, y cuya forma no deja de evocar al campanario cristiano (las tribus árabes, sin tradición arquitectónica, tuvieron que adoptar con premura tipos, formas –como el arco de herradura, emblema de la arquitectura árabe, pero de origen romano- y técnicas edilicios de las áreas conquistadas, bizantinas, y persas, sobre todo) podría otorgar cierta sacralizad a la mezquita. Hillenbrand, en su estudio sobre el minarete, ha estudiado la etimología del término, y muestra que manara, una de las tres palabras con las que los árabes designan la torre en la que el muecín asciende (o ascendía, puesto que hoy en día, altavoces conectados a aparatos de grabación sustituyen la presencia humana) para convocar a la oración cinco veces al día (en casi todos los países de religión musulmana), deriva del término nur o nar, que significa fuego (Hillenbrand, pág. 132). El minarete sería entonces una torre de fuego, no una torre para la oración. Estas torres, habituales en las zonas desérticas de la Arabia pre-islámica, servían para orientar a las caravanas, y su prototipo no sería sino el Faro de Alejandría. Es cierto que la luz podría tener connotaciones simbólicas, y que el minarete bien pudiera ser considerado como un elemento arquitectónico cósmico, similar a una escalera, una montaña o un árbol, que invitara a la ascensión hacia el resplandor celestial, pero el simbolismo de la luz o del fuego no habría sido tomado en consideración a la hora de la creación de una nueva tipología arquitectónica: el minarete. Su razón de ser es funcional, y se basaba en el único edificio conocido que servía para orientar, que actuaba de faro (físico, que no espiritual).

Así, pues, de nuevo la mezquita se muestra como un complejo organismo, enteramente profano, situado a pie de calle, en igualdad de condiciones con el resto de los edificios, que estructura y ordena el espacio urbano. Actúa como un centro alrededor del cual se teje la trama urbana, que regula o encauza la vida y los movimientos diarios. La mezquita es un centro diríamos que político y no (o no tanto) religioso. Su razón de ser reside en su capacidad de ordenar el espacio antes que los espíritus. Su ubicación, no en un espacio segregado, y a menudo elevado (como el templo griego situado en el acrópolis o parte alta de la ciudad, o la catedral cristiana, que sustituye a menudo un templo romano, en una loma, por baja que sea), sino en medio del mercado, del zoco, del bullicio callejero, insertado, codo con codo, con el resto de las construcciones, bien prueba el carácter profano, organizador y apaciguador –la mezquita no deja de ser un espacio más tranquilo que el mercado y las callejuelas-, de la mezquita, un reflejo, al tiempo que un prototipo de la vida urbana. La mezquita es el foro de la cultura musulmana. La mezquita es (la imagen de la) ciudad.

martes, 16 de junio de 2009

Estatuaria en Sumer (Mesopotamia)


Los reyes sumerios tenían que hacer todo lo posible para atender a los dioses: construirles templos y estatuas en los que pudieran morar y a través de los cuales pudieran manifestarse ante los humanos.


Es cierto que el término "rey", durante las dinástías arcáicas (2900-2200 aC), posiblemente no significase lo que para nosotros, herederos del mundo cristiano medieval y, sobre todo, renacentista y barroco, "rey" evoca. Rey se decía lugal: literalmente, hombre (lu) grande (gal). No se sabe de qué poder disponían, cuales eran sus funciones, cómo eran percibidos, qué relación mantenían con el estamento sacerdotal. Pero, a través de los textos (ciertamente de la segunda mitad del tercer milenio aC), está claro que atender a los poderes celestiales era una prerrogativa real, una obligación para con los dioses que los reyes debían cumplir.


Una vez el templo construido y ornamentado -como se precisa en tablillas- tenían que "amueblarlo": construían estatuas divinas; es decir, construían estatuas para los dioses, para que éstos pudieran manifestarse.

Para esto, importaban piedras duras como la diorita, a menudo de Omán. Con éstas labraban -mandaban que artesanos esculpieran- las estatuas. Y, finalmente, emprendían una última y decisiva acción.


El verbo que describe el trabajo del artesano, por orden del rey, es tu: tu se suele traducir por obrar, hacer (en concreto, estatuas). Se trata de un verbo comúnmente utilizado para designar tareas "artesanas". Pero tu tenía otro significado, más común y más preciso: dar vida.


Cuando el rey afirmaba que realizaba una estatua -los textos siempre están escritos en primera persona y es el rey el que asume el noble trabajo de atender a la divinidad-, estaba diciendo que estaba transfigurando el material, animándolo. Estaba creando a un ser vivo.

¿Cómo ocurría este proceso? ¿Por qué procedimiento la piedra cobraba vida?

En las culturas antiguas, los nombres eran el sustituto de las cosas. Las cosas existían -cobrabanvida, se manifestaban, eran efectivas- si eran nombradas. Los nombres eran entonces una de las manifestaciones de los seres vivos. Durante mucho tiempo, se creyó que el alma o el espíritu hacía parte de un ser vivo y, de algún modo, lo representaba. En Sumer (también ocurría en Egipto, por ejemplo), el nombre ya era la persona. Por eso, una palabra que designaba a un alimento alimentaba a la divinidad. No era necesario ofrecerle viandas "reales", ni pintarle bodegones en las paredes de la capilla: con solo nombrar las ofrendas los dioses se saciaban.

Para animar las estatuas, entonces, los reyes les daban un nombre: las bautizaban. El nombre, que consistía en una frase compleja en la que se detallaban algunos de los atributos o características de la divinidad así como la especial relación que el rey mantenía con la divinidad que le protegía, tenía el poder de invocarla y de asociarla a su imagen. Ésta, entonces, dejaba de ser un objeto inerte.

El parecido no era importante, como tampoco lo era la perfecta ejecución: lo que lograba que la estatua se conviertiera en una manifestacion divina era el nombre que le imponía el rey, el nombre con el que llamaba a la divinidad. La creación, la engendración se hacía por el verbo. La palabra era poderosa. Daba vida.

El poder creador del rey era infinito. Por gracia de la divinidad.

Así, una inscripción del rey neo-sumerio Gudea afirma:

"hur-sag-pisag-gan-ki-ta

na4-gurus-im-ta-su-du

alam-na-úb

mu-tu

lugal-á-dugud-da-ni

gìn-e-nu-gùr-e

dnin-gír-sú-ke4

gudea

lú-ke4-dù-a-ra

nam-babbar-mu-ni-ku5

mu-úb-mu-na-sa4

é-ninnu-a

mu-na-ni"


y la traducción dice, más o menos:


"Desde la montaña de Magan

La diorita fue traída

Y en su (del dios Ningirsu) estatua

la (Gudea) transformó ("tu").

"Al rey del brazo poderoso

los países no soportan (se doblegan ante el brazo del rey)

(El dios) Ningirsu

A(l rey) Gudea

El constructor del templo

otorgó un destino favorable" -todo este párrafo es el nombre de la estatua-

nombre que le (Gudea) otorgó

En el templo Eninnu

la hizo entrar (a la estatua)"


(Tablilla dibujada por Konrad Volk: A Sumerian Reader. Transliteración y traducción: Tocho)

lunes, 15 de junio de 2009

Barcelona

"Te escribo en una pausa de lluvia, entre gotitas
luminosas y polvo alborozado,
desde una balaustrada de cemento
crujiente,
de este parque que escala el promontorio
sobre el mar rechazado por los vientos de la tierra.

He visto muchas tablas y algunos Grecos falsos.
¡Qué lugar tan extraño!

Al frente se ven ruinas, lavadas carreteras
y una ciudad muy amplia que se pliega en colinas
y luego por el llano se derrama
en la orilla brumosa, y altas torres
oscenas, como guantes calados, cuatro juntas,
y agujas como en Rotterdam y esbeltos
campanarios rurales, y, junto, chimeneas
de penachos escuálidos,
y un verde seno tierno de tierra cultivada
que un faro chato guarda de la mar
muy lejos.
Y aquí, más inmediato, casas como cuarteles
y edificios rosados de vítricas escamas
y techos retorcidos y brillantes
y raras cresterías,
hecho todo con trozos de vajilla
y fragmentos de vidrios y desperdicios
de loza decorada.

Estuve en la ciudad, vi sus recodos
cristianos de piedra polvorienta,
sus avenidas de Rubén, sintaxis
preciosa de sus barrios mercantiles.

Gente afanosa, dicen con aire muy urbano,
en general no feos. Muchachas recelosas
que esconden las rodillas en el metro,
itálicas, al gusto de Giorgione
-como el Maillol del Louvre, más bien graves.
Gente que mira poco.
No hay viejos en los parques.

(...)

Una ciudad discreta, noble, hospitalaria.
Rectilínea y sin plazas. Tal vez interesante.
Una ciudad, querida, en que tú y yo
no viviríamos a gusto, Y, sin embargo,
por la que no me importa haber pasado."

(Carlos Barral: "Parque de Montjuich", Carmen Riera (ed.): Carlos Barral. Poesía, Cátedra, Madrid, 1991, ps. 145-147)

domingo, 14 de junio de 2009

¿Mal café? (What else?)






Hubo un tiempo, no muy lejano, en que las dos maneras de tomar café simbolizaban dos maneras de ver la vida o de situarse en la vida.

El café, a veces, se tomaba en casa. De la cafetera ascendía un líquido negro, más negro que fuerte, pese a las cantidades ingentes de café molido utilizadas, sin una mácula, como una piedra negra pulida. La cara de sueño, o de malhumor, se reflejaba en las aguas sin fondo. El café se compartía; se tomaba en familia o con amigos. Las cafeteras individuales no existían; las más pequeñas daban un café para dos. El café se tomaba en taza, o en tazón. Había que dejarlo enfriar; invariablemente quemaba. El café sobrante se quedaba en la cafetera y, a menudo, se mantenía caliente. Si una visita se dejaba caer, si un familiar llegaba a destiempo, siempre cabía la posibilidad de ofrecerle un café caliente -o recalentado. "¿Hace un café?": una frase para romper el hielo.

Pero no siempre se aceptaba este rito: la ingesta de una infusión en grupo; o no convenía. Un brebaje más fuerte era necesario. En este caso, se bajaba, o se escapaba, al bar. El café de bar era más fuerte. Y, a menudo, amargo. Despertaba un muerto. Un círculo de espuma, sucia o dorada, según los casos, pespunteaba la superficie de la taza llena. Este café se tomaba solo. Casi siempre al vuelo. Adosado a la barra, nunca sentado -para qué, estando solo y con los minutos contados-, se ingería de golpe. Sin cruzar palabra, sin mirar a nadie, quizá distraídamente la portada de un periódico arrugado y doblado sobre el mármol o el formica. Era el café de las once, en un momento de respiro, de los solitarios, de los que se escapaban de casa un momento para respirar. Una autoafirmación antes de enfrentarse de nuevo al mundo.

Y llegó Nespresso: diminutas cápsulas, brillantes y coloreadas como joyas de pacotilla, herméticas, levemente futuristas, con nombres evocadores: Arpeggio, Volutto, Capriccio... Se venden en tiendas especializadas, exclusivas, situadas en barrios caros. Parece que no vendan café sino aire, perfumes, -u objetos de lujo. Atiende un personal atildado, sacado de un manual de moda, levemente condescendiente. Uno no puede no ser socio del club Nespresso, con aires de exclusividad. Se lanzan novedades, cafés cada vez más exóticos, y caros, de producción limitada, en cajitas como de bombones, que invitan, obligan a una compra desaforada. Se agotan ya.
El café nunca se ve. La cápsula es un envoltorio que no se puede rasgar. El polvo negruzco interno desentonaría. Tiene un aire futurista, o espacial. No se llama cápsula por nada. Se venden con cuenta gotas. No se pueden reutilizar. Y siempre se corre el peligro de quedar sin ellas.

Las cápsulas son individuales. No se comparten. Son porciones ínfimas, íntimas. El usuario escoge un color, o un sabor. Al igual que las máquinas de café. Imitan las cafeteras de los bares, aunque solo puedan servir uno o dos cafés a la vez.

Pero el café Nespresso no se toma en un bar, sino en casa. Está "pensado" para el hogar. Los bares no lo sirven: es demasiado caro. Y se tiene que tomar en solitario. Cuatro personas juntas no pueden hacerlo al mismo tiempo: unas lo tomarían ya frío, las últimas se quemarían. Se sirven y se toman a medida que llegan. Fortalece, reafirma la individualidad. Se convierte en un bien que se tiene que poseer. Para degustar aisladamente, viendo como los demás contemplan la escena con envidia.

La hábil publicidad ya lo prueba. La morena estupenda prefiere la diminuta cápsula coloreada al canoso Clooney de buen ver. Es un golpe bajo. Si ni siquiera Clooney puede con el frío artilugio, ¿qué será de nosotros?
Por otra parte, Clooney se venga y ya no se fía más que de la capsula, pese a Camille Belle. Absurdo, sin duda. Mas, ¿qué haríamos nosotros, tentados entre un Capriccio -que se agota- y un capricho? La cápsula no engaña, pese a lo volátil del café. Es lo único a lo que podemos aferrarnos.
Nespresso es el perfecto símbolo del hogar moderno. Cada uno por su lado, a horas distintas, buscando el máximo placer, sin compartir con nadie, listos para salir hacia donde sea, ninguna parte. Rápido. No sea que nos levantemos tarde y nos quedemos sin...espresso.
¿Cómo hacían en el siglo pasado?

Este texto es una variación sobre el delicioso artículo: Alix Girod de l´Ain: "La capsule Nespresso", Jérôme Garcin (ed.): Nouvelles Mythologies, Seuil, París, 2007, ps. 81-82. Una estupenda recopilación que remeda el texto clásico de Roland Barthes: Mythologies, de 1957.