El texto, o uno parecido, podría ser auténtico.
De un alcalde y de un ecologista del Ampurdán, pongamos que del alcalde de Torrecollons, y del responsable de Som i Serem Verds:
"De entrada, no a los pantanos, las centrales nucleares y las torres de alta tensión. Sí a las energías renovables. Siempre.
Pero, ¿qué es este nuevo plan de energía eólica para el Ampurdán? ¡Quieren plantar un tupido bosque de un par molinos bajos, separados quinientos metros, en cada pueblo! ¿Y los pajaritos, los grillos, las luciérnagas, las vistas y los turistas? ¿Querrían ésos estar en pueblos afeados, asesiados por molinos de viento? ¿Qué busca el turista? ¡Lo que no tiene en casa! ¡Cómo si no supieran lo que son las plantas eólicas los daneses o los holandeses, por ejemplo! Lo que les falta, por el contrario, y lo que les podemos ofrecen con garantías, son las granjas de cerdos, los campos regados de purines, las alegres construcciones del tres por ciento, los hoteles levantados en la arena, los bares musicales abiertos hasta el amanecer, los botellones, las paellas de oro, las playas y los vertederos que se reflejan, las casas pareadas que avanzan, como orugas, hasta las cumbres cercanas, los alcaldes ex-franquistas que hoy se unen y convergen y convergen.
Los turistas -y la mano de obra barata- no se lavan, no gastan energía. Para nosotros, los autóctonos, nos sobra. Que cada población consuma lo que produce. Si la energía eléctrica llega a faltar, la tomaremos de los vecinos en cuyos patios instalaremos los molinos.
En todo caso, éstos se deben colocar entre los carriles de la autopista, o en los polígonos industriales; ya se sabe que las vías rápidas y las fábricas se ubican siempre en los lugares más azotados por el viento.
Apoyemos, pues, a las energías renovables."
Recojamos firmas. ¿Firmas tú?
viernes, 28 de agosto de 2009
miércoles, 26 de agosto de 2009
Schopenhauer y la arquitectura
"Pocas veces vemos lo útil unido a lo bello (...) Los edificios más hermosos no son los más útiles; un templo no es una casa" (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, 43).
Una cita insólitamente clara y breve de Schopenhauer.
Schopenhauer distingue entre un templo y un hogar; es decir entre una obra de arquitectura (de arte, bella) y una obra carente de cualidades, una "simple" construcción. Un templo es hermoso (por el material empleado, las proporciones, la técnica aplicada y el destino) y, por tanto, no es útil. Es la casa de un dios: no es una casa "verdadera" (una casa humana). Los templos carecen de cuantas estancias son necesarias para la vida diaria (las alacenas y las cocinas para la preparación de las ofrendas alimenticias, y las zonas de agua para las las abluciones diarias de la estatua divina, siempre son áreas anexas, secundarias, fuera incluso del recinto templario, pero no hacen propiamente parte de la o las estancias de la o las divinidades). El tempo posee habitualmente un único espacio, con la posible inclusión de un "sancta santorum" en la que se ubica la estatua divina. La estatua (o el cuerpo visible de la divinidad) no se desplaza (salvo cuando es sacada en procesión), no se acuesta, y sus necesidades básicas son, en verdad, mínimas o inexistentes. El templo es, desde un punto de vista humano, una imagen o un amago de hogar, al igual que una tumba (como las egipcias o las etruscas). Y, en este caso, sorprendentemente, la imagen es superior al modelo: el templo, imagen de un hogar -y no una casa verdadera-, es superior a la casa de la que es, en verdad, una copia.
Las casas de los hombres, por el contrario, sí son habitadas. Las estancias deben atender a diversas funciones. Su razón de ser, su justificación, no son de orden "artístico" o estético, sino funcional. Deben satisfacer necesidades básicas, vitales, y no la vista, los sentidos. No tienen que placer o gustar.
Por tanto, la belleza no es una cualidad que la casa persiga. Una casa, en tanto que se preocupa por usuarios de carne y hueso, no puede aspirar al ideal. Está al servicio de -es decir, se subordina a - lo material, lo contingente: los deseos y necesidades cotidianos, ligados a la vida de los mortales.
Para Schopenhaeuer, los arquitectos, en tanto que artistas en pos de la belleza, no podían hacer casas sino templos. Posiblemente Adolf Loos, medio siglo más tarde, para quien los hogares no hacían parte de la arquitectura sino que ésta solo se refería a los monumentos (inútiles, ensimismados, al servicio de nadie, de un sueño, quizá; templos, pues), había leído a Schopenhauer. Pero, a diferencia de éste, Loos sostenía que los arquitectos no debían hacer arquitectura (es decir, monumentos o templos) sino casas, formas creadas no para ser vistas distanciadamente sino para ser usadas, debías ponerse al servicio de los hombres y no de los dioses. Sin duda éste fue el fin de la arquitectura (como de todo el arte).
Una cita insólitamente clara y breve de Schopenhauer.
Schopenhauer distingue entre un templo y un hogar; es decir entre una obra de arquitectura (de arte, bella) y una obra carente de cualidades, una "simple" construcción. Un templo es hermoso (por el material empleado, las proporciones, la técnica aplicada y el destino) y, por tanto, no es útil. Es la casa de un dios: no es una casa "verdadera" (una casa humana). Los templos carecen de cuantas estancias son necesarias para la vida diaria (las alacenas y las cocinas para la preparación de las ofrendas alimenticias, y las zonas de agua para las las abluciones diarias de la estatua divina, siempre son áreas anexas, secundarias, fuera incluso del recinto templario, pero no hacen propiamente parte de la o las estancias de la o las divinidades). El tempo posee habitualmente un único espacio, con la posible inclusión de un "sancta santorum" en la que se ubica la estatua divina. La estatua (o el cuerpo visible de la divinidad) no se desplaza (salvo cuando es sacada en procesión), no se acuesta, y sus necesidades básicas son, en verdad, mínimas o inexistentes. El templo es, desde un punto de vista humano, una imagen o un amago de hogar, al igual que una tumba (como las egipcias o las etruscas). Y, en este caso, sorprendentemente, la imagen es superior al modelo: el templo, imagen de un hogar -y no una casa verdadera-, es superior a la casa de la que es, en verdad, una copia.
Las casas de los hombres, por el contrario, sí son habitadas. Las estancias deben atender a diversas funciones. Su razón de ser, su justificación, no son de orden "artístico" o estético, sino funcional. Deben satisfacer necesidades básicas, vitales, y no la vista, los sentidos. No tienen que placer o gustar.
Por tanto, la belleza no es una cualidad que la casa persiga. Una casa, en tanto que se preocupa por usuarios de carne y hueso, no puede aspirar al ideal. Está al servicio de -es decir, se subordina a - lo material, lo contingente: los deseos y necesidades cotidianos, ligados a la vida de los mortales.
Para Schopenhaeuer, los arquitectos, en tanto que artistas en pos de la belleza, no podían hacer casas sino templos. Posiblemente Adolf Loos, medio siglo más tarde, para quien los hogares no hacían parte de la arquitectura sino que ésta solo se refería a los monumentos (inútiles, ensimismados, al servicio de nadie, de un sueño, quizá; templos, pues), había leído a Schopenhauer. Pero, a diferencia de éste, Loos sostenía que los arquitectos no debían hacer arquitectura (es decir, monumentos o templos) sino casas, formas creadas no para ser vistas distanciadamente sino para ser usadas, debías ponerse al servicio de los hombres y no de los dioses. Sin duda éste fue el fin de la arquitectura (como de todo el arte).
martes, 25 de agosto de 2009
El origen (soñado) de la ciudad (mesopotámica)
Los estudiosos siguen inquiriendo sobre las razones que llevaron a que la ciudad apareciera en el IV milenio aC en un territorio tan inestable como el delta del Tigris y el Eúfrates.
Se ha intentado mostrar que la estructura urbana también se dió, casi simultáneamente, en el valle del Indo, en Irán, en Centroasia, pero los resultados no son concluyentes. Además, la cultura sumeria es la primera en la que la ciudad constituye el centro de la vida tanto en el mito como en la realidad.
Dado que la irrigación, mediante la construcción y el mantenimiento de canales, la escritura, la realeza, y el ejército estable, son realidades o instituciones, creadas simultáneamente con la vida urbana, que también se dieron por primera vez en Sumer, se ha intentado demostrar que están relacionados. La agricultura, en un territorio desértico (fuera de los estrechos márgenes fértiles de los ríos), carente de lluvias, necesitaba irrigación; el trazado de canales era imprescindible, por lo que se requería un gobierno fuerte, capaz de planificar un territorio extenso, llevar a cabo las obras y defenderlas de los atacantes que descendían de las altiplanicies asiáticas. Al mismo tiempo, el reparto justo del agua y de las cosechas necesitaba de un sistema de cálculo y de anotación.
Sin embargo, todas estas teorías, convincentes, han sido desmontadas. No se logra hallar una única causa a la aparición de estructuras sociales y espaciales, aún vigentes en las sociedades humanas.
Los primeros mitos de los que se tiene constancia son, lógicamente (dada la existencia primeriza de la escritura), sumerios (y, un poco más tarde, egipcios -la cultura egipcia, por cierto, salvo en períodos tardíos, quizá por influencia de las colonias griegas en el delta del Nilo, no poseyó ciudades). Los mitos cuentan la vida de los dioses (los primeros panteones de la historia conocidos son también sumerios).
Se ha pensado a menudo que los panteones, encabezados por dioses superiores, bajo el mando de los cuales se disponían divinidades menores o a quienes se encomendaban tareas muy específicas, reflejaban la organización social humana bajo el mando de un rey, de una casta sacerdotal, y de un ejército. De algún modo, el mundo de los dioses sería una imagen ideal (distorsionada) de la vida de los hombres, forjada para legitimar las estructuras sociales.
Los mitos sumerios cuentan la vida de los dioses encabezados por An. Éstos moraban en palacios y ciudades. Estas estructuras tienen un gran protagonismo en los mitos. Todo acontece en ciudades (reales), en un tiempo anterior al de los hombres. Son construcciones magníficas, complejas, imposibles de hallar en la tierra. Palacios aéreos o submarinos, construidos con materiales preciosos (metales, marfil, maderas nobles) y ornados con gemas deslumbrantes; torres altas como montañas; intrincados interiores, perfectamente articulados, mágicamente iluminados; plantas laberínticas como tejidos minuciosamente urdidos; jardines lujuriantes; el hábitat de las divinidades no tenía nada que ver con el de los humanos. Su perfección y su complejidad eran imposibles de alcanzar en la tierra. Los palacios de An, Enlil, Enki recuerdan las construcciones futuristas de las novelas de Julio Verne.
Las ciudades del futuro, que los novelistas de los siglos XIX y XX han descrito reiteradamente, están basadas en las ciudades reales. Pero también poseen elementos imposibles de construir en el presente: una pléyade de vehículos que surcan el cielo, autopistas sobre varios niveles, dispuestas en alturas vertiginosas, edificios prodigiosamente altos, etc... Años o siglos más tarde, estas ensoñaciones (o estas pesadillas) acaban haciéndose realidad. Los rascacielos de mil metros de altura, que hoy se pretenden construir en Dubaï, Shanghai o Chicago, habrían satisfecho a los más enloquecidos autores de ciencia-ficción del siglo pasado.
¿Qué fue, entonces, lo primero? La ciudad "terrestre", a partir de la cual se concibió la ciudad de los dioses, o fueron las moradas divinas, descritas por los poetas (quizá como un medio para invocar la buena suerte, para soñar en una sociedad organizada, pese a las dificultades del entorno, para huir de una realidad hosca y descontrolada), las que, posteriormente, fueron "imitadas", con los medios disponibles, en la tierra?
Varios mitos y crónicas coincidentes sumerias contaban que la ciudad (cinco ciudades, en verdad, entre ellas la ciudad santa de Eridu, de la que Enki era el dios protector) y la realeza habían descendido (en tiempos antediluvianos) del cielo. Los mitos suelen decir, de manera más o menos imaginativa, la verdad.
Entonces, la razón que llevó a la aparición de la ciudad y de todas las estructuras necesarias para el control del entorno, ¿no podrían haber sido los mitos, las epopeyas y las leyendas, forjadas durante milenios o siglos, oralmente -la necesidad de cuya permanencia habiendo requerido la invención de algún sistema de transmisión y fijación como es la escritura-, a causa quizá de un entorno hostil (que activaría la imaginación creadora de ficciones, de mundos luminosos y perfectos, para poder ser soportado)?
Es posible que un día el hombre se haya sentido capaz y seguro de construir en la tierra lo que los vates soñaban o imaginaban. La ciudad habría sido un sueño hecho realidad.
En los inicios fue la imaginación.
Se ha intentado mostrar que la estructura urbana también se dió, casi simultáneamente, en el valle del Indo, en Irán, en Centroasia, pero los resultados no son concluyentes. Además, la cultura sumeria es la primera en la que la ciudad constituye el centro de la vida tanto en el mito como en la realidad.
Dado que la irrigación, mediante la construcción y el mantenimiento de canales, la escritura, la realeza, y el ejército estable, son realidades o instituciones, creadas simultáneamente con la vida urbana, que también se dieron por primera vez en Sumer, se ha intentado demostrar que están relacionados. La agricultura, en un territorio desértico (fuera de los estrechos márgenes fértiles de los ríos), carente de lluvias, necesitaba irrigación; el trazado de canales era imprescindible, por lo que se requería un gobierno fuerte, capaz de planificar un territorio extenso, llevar a cabo las obras y defenderlas de los atacantes que descendían de las altiplanicies asiáticas. Al mismo tiempo, el reparto justo del agua y de las cosechas necesitaba de un sistema de cálculo y de anotación.
Sin embargo, todas estas teorías, convincentes, han sido desmontadas. No se logra hallar una única causa a la aparición de estructuras sociales y espaciales, aún vigentes en las sociedades humanas.
Los primeros mitos de los que se tiene constancia son, lógicamente (dada la existencia primeriza de la escritura), sumerios (y, un poco más tarde, egipcios -la cultura egipcia, por cierto, salvo en períodos tardíos, quizá por influencia de las colonias griegas en el delta del Nilo, no poseyó ciudades). Los mitos cuentan la vida de los dioses (los primeros panteones de la historia conocidos son también sumerios).
Se ha pensado a menudo que los panteones, encabezados por dioses superiores, bajo el mando de los cuales se disponían divinidades menores o a quienes se encomendaban tareas muy específicas, reflejaban la organización social humana bajo el mando de un rey, de una casta sacerdotal, y de un ejército. De algún modo, el mundo de los dioses sería una imagen ideal (distorsionada) de la vida de los hombres, forjada para legitimar las estructuras sociales.
Los mitos sumerios cuentan la vida de los dioses encabezados por An. Éstos moraban en palacios y ciudades. Estas estructuras tienen un gran protagonismo en los mitos. Todo acontece en ciudades (reales), en un tiempo anterior al de los hombres. Son construcciones magníficas, complejas, imposibles de hallar en la tierra. Palacios aéreos o submarinos, construidos con materiales preciosos (metales, marfil, maderas nobles) y ornados con gemas deslumbrantes; torres altas como montañas; intrincados interiores, perfectamente articulados, mágicamente iluminados; plantas laberínticas como tejidos minuciosamente urdidos; jardines lujuriantes; el hábitat de las divinidades no tenía nada que ver con el de los humanos. Su perfección y su complejidad eran imposibles de alcanzar en la tierra. Los palacios de An, Enlil, Enki recuerdan las construcciones futuristas de las novelas de Julio Verne.
Las ciudades del futuro, que los novelistas de los siglos XIX y XX han descrito reiteradamente, están basadas en las ciudades reales. Pero también poseen elementos imposibles de construir en el presente: una pléyade de vehículos que surcan el cielo, autopistas sobre varios niveles, dispuestas en alturas vertiginosas, edificios prodigiosamente altos, etc... Años o siglos más tarde, estas ensoñaciones (o estas pesadillas) acaban haciéndose realidad. Los rascacielos de mil metros de altura, que hoy se pretenden construir en Dubaï, Shanghai o Chicago, habrían satisfecho a los más enloquecidos autores de ciencia-ficción del siglo pasado.
¿Qué fue, entonces, lo primero? La ciudad "terrestre", a partir de la cual se concibió la ciudad de los dioses, o fueron las moradas divinas, descritas por los poetas (quizá como un medio para invocar la buena suerte, para soñar en una sociedad organizada, pese a las dificultades del entorno, para huir de una realidad hosca y descontrolada), las que, posteriormente, fueron "imitadas", con los medios disponibles, en la tierra?
Varios mitos y crónicas coincidentes sumerias contaban que la ciudad (cinco ciudades, en verdad, entre ellas la ciudad santa de Eridu, de la que Enki era el dios protector) y la realeza habían descendido (en tiempos antediluvianos) del cielo. Los mitos suelen decir, de manera más o menos imaginativa, la verdad.
Entonces, la razón que llevó a la aparición de la ciudad y de todas las estructuras necesarias para el control del entorno, ¿no podrían haber sido los mitos, las epopeyas y las leyendas, forjadas durante milenios o siglos, oralmente -la necesidad de cuya permanencia habiendo requerido la invención de algún sistema de transmisión y fijación como es la escritura-, a causa quizá de un entorno hostil (que activaría la imaginación creadora de ficciones, de mundos luminosos y perfectos, para poder ser soportado)?
Es posible que un día el hombre se haya sentido capaz y seguro de construir en la tierra lo que los vates soñaban o imaginaban. La ciudad habría sido un sueño hecho realidad.
En los inicios fue la imaginación.
lunes, 24 de agosto de 2009
La vida es bella
Regreso temporal de vacaciones: recorrido en goleta por algunas islas croatas vecinas a Split.
Escursión de un día, en un minibus, a Mostar, en Bosnia-Herzegovina.
Mostar fue severamente destruida durante las guerras yugoslavas. Junto con Sarajevo y Sebreniza se convirtió en un símbolo de los horrores de la contienda, en 1996, debido a la voluntaria voladura de su puente central, una obra maestra de ingeniería construida por un discípulo del "arquitecto" (un ingeniero militar, en verdad) otomano Sinan, en el siglo XVI.
En Mostar se dieron cita todas los rostros de la violencia. Musulmanes ybosnios católicos croatas se aliaron para matar o expulsar a ortodoxos serbios. Una vez concluida la limpieza étnica (o religiosa), los aliados iniciales -como "Los hombres luchando con palos", los pies hundidos en el lodo, de Goya- se masacraron. Los musulmanes bosnios perdieron. El puente, obra de un arquitecto musulman, saltó por los aires. Soldados españoles, enviados por la OTAN durante la guerra civil, tuvieron que defender la ruta que, de Sarajevo a la costa, pasaba por Mostar. Alguno ha muerto de cáncer. El gobierno español (al igual que cualquier gobierno, supongo) no puede reconocer públicamente que se emplearon bombas con uranio empobrecido.
Trece años más tarde, las huellas de la guerra son aún muy visibles. Viviendas unifamiliares abandonadas: quemadas, sin techumbre, con los muros exteriores carcomidos, como por una virulenta viruela, por la metralla; bloques de pisos, aún ocupados, con boquetes apresuradamente tapiados y muros que se abren peligrosamente apenas sostenidos por sarmientos metálicos retorcidos que asoman avariciosamente por los bloques de hormigón. Toda la ciudad está descolorida, lívida. Algún joven, con el rostro sucio y la expresión ida, pide limosna a quienes descienden de los autocares.
¿Toda? El puente, y el zoco que zigzaguea entre casones de piedra a lado y lado del puente, han sido reconstruidos por la Unión Europea. Algunas piedras fueron rescatadas del río, numeradas y remontadas. El pavimento presenta la gastada superficie de antaño. Gruesas grapas de bronce aún sostienen los bloques de la baranda maciza. Pero las piedras que componen el arco son nuevas, aserradas mecánicamente.
El puente, en verdad, es una ilusión, un decorado. O un símbolo. Hacía ya tiempo que no servía. El tráfico circulaba por un puente más reciente.
Igualmente, el zoco es una escenografía. Las tiendas están atestadas de recuerdos "orientales": bisutería; chillones disfraces, cargados de lentejuelas de hojalata, para la danza del vientre; teteras y bandejas repujadas; pipas de agua; ásperas alfombras granates; y de (supuestos) recuerdos de la o las guerras: cascos militares dañados, largos casquillos de bala, labrados para la ocasión, convertidos en bolígrafos o esbeltos floreros; alguna gastada cartera de cuero (con la cruz gamada estampillada). El bazar parece en ebullición. Los turistas desfilamos. Un sueño orientalizante. Suena el repiqueteo de un herrero martilleando un objeto de cobre. Pero ningún habitante de la ciudad, musulmán o cristiano, lo recorre ni compra allí. Las casas que lo bordean están casi todas vacías; es imposible vivir en ellas; las paredes, apresuradamente remozadas, pero los huecos carecen de marcos ni de cristales, y falta aún algún tejado (pero ya no hacen falta). Las mezquitas, restauradas y pintadas, convertidas en museos. Desde los patios ajardinados se disfruta de excelentes vistas fotográficas al puente. Lo que parece contar es la imagen de un modo de vida que ya no tiene razón de ser (algún vendedor porta un fez que le viene pequeño), compuesto para los visitantes, como si nada hubiera ocurrido. Por un momento, la ilusión se impone. Las árboles frondosos, en los márgenes del río, impiden ver qué es Mostar. Por suerte, posiblemente.
jueves, 13 de agosto de 2009
Las tres obras maestras de la retratística mesopotámica
Un origen de la arquitectura moderna
(penúltima falta al cierre vacacional)
El abuso de la belleza. La estética y el concepto del arte, de Arthur C. Danto, es el segundo - recomendable- libro de este verano con vistas a la preparación del nuevo curso.
Forma parte de una trilogía dedicada a la suerte del arte contemporáneo occidental en los últimos cincuenta años. Aunque recurre excesivamente (lo que el propio autor reconoce) al ejemplo de las Cajas Brillo de Warhol, las nítidas diferencias que establece de manera convincente entre arte y belleza, belleza estética y belleza artística, belleza y embellecimiento, y belleza natural, belleza artística y belleza "posibilista" (el maquillaje, por ejemplo) son clarificadoras.
Los ejemplos a veces dificultan seguir el hilo, pero el tono irónico y la claridad expositiva diferencian positivamente los textos de Danto de otros, tan abstrusos, dedicados al arte (que casi nunca incluye la música, la literatura, la danza, el teatro y la arquitectura) actual.
El abuso al que el libro se refiere es el mismo que Rimbaud decía practicar: no se trata de un exceso de belleza sino de un daño voluntario inflingido a esta cualidad sensible. La belleza debe ser violada.
Hegeliano confeso, Danto cita una frase de la Crítica del juicio de Kant. La traducción que propone es más clara que la canónica española (no he leído aún la brillante traducción catalana de Jéssica Jacques, una de las mejores enseñantes de teoría del arte en España, de la Universidad Autónoma de Barcelona):
"cabría agregar muchas cosas a un edificio para el inmediato deleite del ojo, con tal que no se tratara de una iglesia".
Esta frase forma parte de un corto párrafo que continua del modo siguiente (cito la versión española más conocida):
"podría embellecerse una figura con toda clase de rayas y rasgos ligeros, si bien regulares, como hacen los neozelandeses con sus tatuajes, si no tuviera que ser humana, y ésta podría tener rasgos más finos y un contorno de las formas de la cosa más bonita y dulce, si no fuera porque debe representar un hombre o un guerrero" (párrafo 16).
Kant relaciona los tres tipos de creación o representación: puntos y coma separan las frases.
Los tatuajes de "pueblos primitivos" (de los que Kant tuvo que tener noticia gracias a las exploraciones etnográficas llevadas a cabo a finales del s. XVIII) impiden que la persona tatuada (o que su representación artística) sea reconocida como humana. Estos ornamentos metamorfosean a la persona. Podrían elevarla, pero, sin duda, para Kant, la degradan. La convierten en una figura no humana, es decir, posiblemente, bestial (Kant era seguidor de Rousseau, pero su concepción del "primitivo" no parece coincidir con la del "buen salvaje" rousseauniano).
Del mismo modo, la elección de un modelo de rasgos finos (o de un adolescente) y su representación mediante un trazo armonioso, impiden que la figura pueda ser interpretada como la de un guerrero. De nuevo, la belleza del modelo, y el embellecimiento -o la representación manierista o rococó- de la figura, transforman a ésta: ya no puede ser juzgada como una representación convincente o conveniente de un guerrero. Es como si el dibujante hubiera faltado a las recias y adustas características formales y morales del soldado. Éste no puede ser lánguido ni estar emperifollado.
El daño que causa la ornamentación y la representación preciosista en una figura debe ser similar al que causa la decoración en una iglesia. Kant no precisa qué tipo de ornamentación, pero unas líneas más arriba se refiere a "dibujos a la grecque, la hojarasca para marcos, papeles pintados" (ejemplos de un arte sin sentido). Podríamos añadir: tallas doradas, estatuas (angelotes o putti, decoraciones en forma de rocalla), frescos, frisos, mosaicos, vidrieras coloreadas emplomadas, etc. Es decir, la habitual ornamentación churrigueresca católica. Para Kant, estos recargados añadidos impiden que el edificio sea una iglesia, o que ésta sea vista como una iglesia. La profanan. Y el daño es de orden tipológico (la iglesia no parece una iglesia) o funcional (nadie entrará en ella cuando busque una iglesia), pero también teológico. La iglesia ofrece una mala imagen, o una imagen inadecuada de la divinidad. La afectación del edificio afecta a la divinidad.
¿La solución? Despojar la construcción de ornamentos dañinos y utilizar tipologías reconocibles. Kant cita varias: iglesia, palacio, arsenal, quinta. Aunque solo cita explícitamente a la iglesia como ejemplo de un edificio al que la decoración (excesiva o no) le falta gravemente al respeto. La iglesia tiene que estar desnudada. Su "verdad" debe resplandecer en ausencia de cualquier motivo añadido. La grandeza de la divinidad es así expresada.
El mismo Danto menciona que la cita de Kant, que refleja el puritanismo protestante, hubiera satisfecho a Loos y a los racionalistas. Desde luego, muestra que el credo de las vanguardias arquitectónicas, cuando supuestamente Dios había muerto, era religioso. La "verdad" a la que el ornamento faltaba era teológica.
De algún modo, los bloques cubicos denudados del racionalismo eran las nuevas iglesias. Cuando algunos teóricos modernos destacaban que las fábricas eran las nuevas catedrales no sabían (o sí) cuánta razón tenían.
El abuso de la belleza. La estética y el concepto del arte, de Arthur C. Danto, es el segundo - recomendable- libro de este verano con vistas a la preparación del nuevo curso.
Forma parte de una trilogía dedicada a la suerte del arte contemporáneo occidental en los últimos cincuenta años. Aunque recurre excesivamente (lo que el propio autor reconoce) al ejemplo de las Cajas Brillo de Warhol, las nítidas diferencias que establece de manera convincente entre arte y belleza, belleza estética y belleza artística, belleza y embellecimiento, y belleza natural, belleza artística y belleza "posibilista" (el maquillaje, por ejemplo) son clarificadoras.
Los ejemplos a veces dificultan seguir el hilo, pero el tono irónico y la claridad expositiva diferencian positivamente los textos de Danto de otros, tan abstrusos, dedicados al arte (que casi nunca incluye la música, la literatura, la danza, el teatro y la arquitectura) actual.
El abuso al que el libro se refiere es el mismo que Rimbaud decía practicar: no se trata de un exceso de belleza sino de un daño voluntario inflingido a esta cualidad sensible. La belleza debe ser violada.
Hegeliano confeso, Danto cita una frase de la Crítica del juicio de Kant. La traducción que propone es más clara que la canónica española (no he leído aún la brillante traducción catalana de Jéssica Jacques, una de las mejores enseñantes de teoría del arte en España, de la Universidad Autónoma de Barcelona):
"cabría agregar muchas cosas a un edificio para el inmediato deleite del ojo, con tal que no se tratara de una iglesia".
Esta frase forma parte de un corto párrafo que continua del modo siguiente (cito la versión española más conocida):
"podría embellecerse una figura con toda clase de rayas y rasgos ligeros, si bien regulares, como hacen los neozelandeses con sus tatuajes, si no tuviera que ser humana, y ésta podría tener rasgos más finos y un contorno de las formas de la cosa más bonita y dulce, si no fuera porque debe representar un hombre o un guerrero" (párrafo 16).
Kant relaciona los tres tipos de creación o representación: puntos y coma separan las frases.
Los tatuajes de "pueblos primitivos" (de los que Kant tuvo que tener noticia gracias a las exploraciones etnográficas llevadas a cabo a finales del s. XVIII) impiden que la persona tatuada (o que su representación artística) sea reconocida como humana. Estos ornamentos metamorfosean a la persona. Podrían elevarla, pero, sin duda, para Kant, la degradan. La convierten en una figura no humana, es decir, posiblemente, bestial (Kant era seguidor de Rousseau, pero su concepción del "primitivo" no parece coincidir con la del "buen salvaje" rousseauniano).
Del mismo modo, la elección de un modelo de rasgos finos (o de un adolescente) y su representación mediante un trazo armonioso, impiden que la figura pueda ser interpretada como la de un guerrero. De nuevo, la belleza del modelo, y el embellecimiento -o la representación manierista o rococó- de la figura, transforman a ésta: ya no puede ser juzgada como una representación convincente o conveniente de un guerrero. Es como si el dibujante hubiera faltado a las recias y adustas características formales y morales del soldado. Éste no puede ser lánguido ni estar emperifollado.
El daño que causa la ornamentación y la representación preciosista en una figura debe ser similar al que causa la decoración en una iglesia. Kant no precisa qué tipo de ornamentación, pero unas líneas más arriba se refiere a "dibujos a la grecque, la hojarasca para marcos, papeles pintados" (ejemplos de un arte sin sentido). Podríamos añadir: tallas doradas, estatuas (angelotes o putti, decoraciones en forma de rocalla), frescos, frisos, mosaicos, vidrieras coloreadas emplomadas, etc. Es decir, la habitual ornamentación churrigueresca católica. Para Kant, estos recargados añadidos impiden que el edificio sea una iglesia, o que ésta sea vista como una iglesia. La profanan. Y el daño es de orden tipológico (la iglesia no parece una iglesia) o funcional (nadie entrará en ella cuando busque una iglesia), pero también teológico. La iglesia ofrece una mala imagen, o una imagen inadecuada de la divinidad. La afectación del edificio afecta a la divinidad.
¿La solución? Despojar la construcción de ornamentos dañinos y utilizar tipologías reconocibles. Kant cita varias: iglesia, palacio, arsenal, quinta. Aunque solo cita explícitamente a la iglesia como ejemplo de un edificio al que la decoración (excesiva o no) le falta gravemente al respeto. La iglesia tiene que estar desnudada. Su "verdad" debe resplandecer en ausencia de cualquier motivo añadido. La grandeza de la divinidad es así expresada.
El mismo Danto menciona que la cita de Kant, que refleja el puritanismo protestante, hubiera satisfecho a Loos y a los racionalistas. Desde luego, muestra que el credo de las vanguardias arquitectónicas, cuando supuestamente Dios había muerto, era religioso. La "verdad" a la que el ornamento faltaba era teológica.
De algún modo, los bloques cubicos denudados del racionalismo eran las nuevas iglesias. Cuando algunos teóricos modernos destacaban que las fábricas eran las nuevas catedrales no sabían (o sí) cuánta razón tenían.
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