jueves, 25 de septiembre de 2014
CYPRIEN GAILLARD (1980): CITY OF GOLD AND MIRROR (CIUDAD DE ORO Y ESPEJOS, 2009)
Video-instalación del francés Cyprien Gaillard (Premio Marcel Duchamp, de quien Tocho ya ha mostrado otras obras) filmada en Cancún, el paraíso del turismo de masas exótico (es más económico una estancia de una semana en Cancún que en una ciudad europea cercana).
Cinco partes: borrachos estudiantes norteamericanos de parranda, durante unos días de fiesta universitaria, bebiendo ron cubano, ruinas humanas en un desmesurado hotel construido como una vaga pirámide barata; insólitos delfines, como una aparición fantasmagórico, que nadan, encerrados en un estanque, ante el hotel; el ensayo de un espectáculo turístico que recrea patéticamente una danza ritual maya, en un templo en ruinas detrás del cual el hotel se alza como una pesadilla; otro hotel de reciente y ajada construcción, con un muro cortina de vidrio -que refleja las ruinas físicas y morales circundantes-, es derribado con explosivos, un bloque más ruinoso que las ruinas que se intentan recrear; y una discoteca con un cegador espectáculo de luces, furia y ruido que evoca un moderno y vacuo ritual.
O como el pasado es manipulado, y las ruinas recreadas para el consumo masivo y la superficial sensación de exotismo, espacial y temporal.
Mientras la música obsesiva que suena procede de un dibujo animado sobre las fantaseadas ciudades áureas mayas. El Dorado es hoy un centro vacacional en Cancún donde los turistas van a vomitar.
lunes, 22 de septiembre de 2014
JOHN ZORN (1953) & NAKED CITY: NAKED CITY (1990)
Música contemporánea, jazz, música popular, música de cine, por uno de los mejores compositores actuales, con su banda Naked City, en este caso.
Véase la página web de la discográfica de este compositor.
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Ciudades,
Modern Art,
música y arquitectura
El cristianismo y los mitos
La preparación del guión y la documentación de la muestra sobre mitos cosmogónicos para el futuro nuevo Museo de las Culturas del Mundo, en Barcelona, en 2016-2017, lleva a algunas consideraciones.
Las sociedades antiguas dividen la historia en dos eras distintas aunque conectadas: una era en la que dioses y héroes actúan -haya o no humanos- y en la que los acontecimientos que definen el mundo y forjan la vida de los seres vivientes, los humanos en particular, acontecen. Desde la guerra a los remedios, desde los sentimientos hasta los deseos, desde el nacimiento hasta el dolor, lo que rodea, afecta, y encauza la vida en el cosmos acontece por vez primera en la era del mito. Los actores intervienen una vez. Sus acciones son decisivas. Sus gestos no pueden detenerse, y las consecuencias de los mismos son imborrables. Marcan, para bien o para mal, el devenir de la vida.
A la era de los dioses sucede la era de los hombres. Los dioses se han retirado. Viven entre ellos, desatendiendo a lo que acontece en la tierra. Ocasionalmente, inciden en la misma. Presos de un deseo o la furia, abaten o destacan a un humano. Responden a veces a plegarias y deseos. Aparecen, disfrazados de humano, antes quienes protegen, o derriban. Su retiro en las alturas no es definitivo. Mas la tierra ya no es el lugar en el que morar preferentenmente. El cosmos se ha escindido: a los mortales la tierra les es concedida; los dioses campan por todo el mundo, pero prefieren refugiarse en el cielo a fin de no tener que soportar el molesto y constante rumor de los mortales en la tierra.
Ambos espacios, de los inmortales y de los mortales no están desconectados enteramente, como tampoco las eras de los dioses, y de los humanos están vueltas sobre si mismas. Mediante los ritos, los humanos rememoran las acciones de los dioses. Éstos son guía y son modelos. Puesto que crearon y fijaron el cosmos, la repetición de sus acciones y la rememoración de sus gestas mantiene vivo el cielo y la tierra. apenas llega el declinar del otoño que los ritos, que recuerdan lo que dioses y héroes llevaron a cabo en la era de los inicios, tratan -y lograr- reactivar el universo.
Esta perfecta o estable organización espacial y temporal del universo quebró con la llegada de Cristo. De pronto una divinidad se convirtió en un humano (sin dejar de ser un dios). Sus gestos acontecían en la tierra, en la era de los mortales: gestos que, como los de los dioses en la era de los inicios, incidían en la estructura del mundo. La barrera entre el tiempo de los dioses y el de los hombres saltaba por los aires. Hubo dioses que se materializaron, así como se dieron humanos que ascendieron en los cielos; pero, en ambas situaciones, la frontera entre lo visible y lo invisible, la eternidad y el tiempo, se respetó. Los dioses se materializaban por un tiempo y luego se retiraban; y los hombres que ascendían apoteosicamente partían de la tierra para no volver jamás.
Pero Jesucristo, como su nombre indica, era un hombre llamado Jesús, que vivía en el tiempo, y una divinidad, llamada Cristo, que moraba en la eternidad. Con la unión de ambas naturalezas en una misma persona, el espacio de los dioses se inscribió en el de los humanos, y los humanos disfrutaron de la inmortalidad -tras la muerte. Jesucristo se presentó como el dios único, y el prototipo de ser humano. Ya no había dioses ni humanos; sino dioses hechos hombres, y hombres a los que la muerte -que define al mortal- ya no afectaba.
Esta confusión que Jesucristo instauró -y que acabó con la noción de divinidad, pues todo humano era también un dios, del mismo modo que la divinidad era mortal-, acabó con el mundo antiguo. Empezaba la era del descreimiento, una era profana en la que aun nos encontramos -pero a los intentos de extremistas de religiones monoteístas por restaurar las barreras que el dios encarnado abolió, aboliendo los privilegios de los dioses.
Las sociedades antiguas dividen la historia en dos eras distintas aunque conectadas: una era en la que dioses y héroes actúan -haya o no humanos- y en la que los acontecimientos que definen el mundo y forjan la vida de los seres vivientes, los humanos en particular, acontecen. Desde la guerra a los remedios, desde los sentimientos hasta los deseos, desde el nacimiento hasta el dolor, lo que rodea, afecta, y encauza la vida en el cosmos acontece por vez primera en la era del mito. Los actores intervienen una vez. Sus acciones son decisivas. Sus gestos no pueden detenerse, y las consecuencias de los mismos son imborrables. Marcan, para bien o para mal, el devenir de la vida.
A la era de los dioses sucede la era de los hombres. Los dioses se han retirado. Viven entre ellos, desatendiendo a lo que acontece en la tierra. Ocasionalmente, inciden en la misma. Presos de un deseo o la furia, abaten o destacan a un humano. Responden a veces a plegarias y deseos. Aparecen, disfrazados de humano, antes quienes protegen, o derriban. Su retiro en las alturas no es definitivo. Mas la tierra ya no es el lugar en el que morar preferentenmente. El cosmos se ha escindido: a los mortales la tierra les es concedida; los dioses campan por todo el mundo, pero prefieren refugiarse en el cielo a fin de no tener que soportar el molesto y constante rumor de los mortales en la tierra.
Ambos espacios, de los inmortales y de los mortales no están desconectados enteramente, como tampoco las eras de los dioses, y de los humanos están vueltas sobre si mismas. Mediante los ritos, los humanos rememoran las acciones de los dioses. Éstos son guía y son modelos. Puesto que crearon y fijaron el cosmos, la repetición de sus acciones y la rememoración de sus gestas mantiene vivo el cielo y la tierra. apenas llega el declinar del otoño que los ritos, que recuerdan lo que dioses y héroes llevaron a cabo en la era de los inicios, tratan -y lograr- reactivar el universo.
Esta perfecta o estable organización espacial y temporal del universo quebró con la llegada de Cristo. De pronto una divinidad se convirtió en un humano (sin dejar de ser un dios). Sus gestos acontecían en la tierra, en la era de los mortales: gestos que, como los de los dioses en la era de los inicios, incidían en la estructura del mundo. La barrera entre el tiempo de los dioses y el de los hombres saltaba por los aires. Hubo dioses que se materializaron, así como se dieron humanos que ascendieron en los cielos; pero, en ambas situaciones, la frontera entre lo visible y lo invisible, la eternidad y el tiempo, se respetó. Los dioses se materializaban por un tiempo y luego se retiraban; y los hombres que ascendían apoteosicamente partían de la tierra para no volver jamás.
Pero Jesucristo, como su nombre indica, era un hombre llamado Jesús, que vivía en el tiempo, y una divinidad, llamada Cristo, que moraba en la eternidad. Con la unión de ambas naturalezas en una misma persona, el espacio de los dioses se inscribió en el de los humanos, y los humanos disfrutaron de la inmortalidad -tras la muerte. Jesucristo se presentó como el dios único, y el prototipo de ser humano. Ya no había dioses ni humanos; sino dioses hechos hombres, y hombres a los que la muerte -que define al mortal- ya no afectaba.
Esta confusión que Jesucristo instauró -y que acabó con la noción de divinidad, pues todo humano era también un dios, del mismo modo que la divinidad era mortal-, acabó con el mundo antiguo. Empezaba la era del descreimiento, una era profana en la que aun nos encontramos -pero a los intentos de extremistas de religiones monoteístas por restaurar las barreras que el dios encarnado abolió, aboliendo los privilegios de los dioses.
viernes, 19 de septiembre de 2014
BERNICE (BÉRÉNICE) ABBOTT (1898-1991): NEW YORK (1929-1939)
Quizá sea la fotógrafa norteamericana Bernice (o Berenice) Abbott la primera que, tras varios en París, en contacto con Man Ray, retrató la ciudad de Nueva York según un plan establecido: Nueva York vista como la República platónica. un trabajo seriado, en parte encargado por la municipalidad, que se anticipó al tipo de enfoque artístico de los años sesenta.
Por un lado, los rascacielos y las obras de ingeniería, vistas desde la calle, o desde el cielo, pujantes maquinarias perfectas, deshabitadas, libres de las turbulencias de la vida, casi ideales, ascendiendo o extendiéndose sin que las nubes ni los ríos las detengan; luego, en un nivel inferior, la calle: paseantes, habitantes, comerciantes, vendedores, transportistas ufanándose a la sombra de los rascacielos o tras las umbrías pérgolas metálicas de las vías elevadas de trenes y metropolitanos aéreos; una ciudad atestada de signos y mercancías a través de la cual los habitantes, que han creado esta multiplicidad de imágenes y objetos -los cuales reflejan a las ciudadanos-, se abran paso con dificultad, una ciudad reflejada casi siempre horizontalmente, en la que los rascacielos aparecen, como murallas aserradas, a lo lejos, entre nubes y humo; y, por fin, un tercer y último nivel, casi a nivel de la acera o la calzada, que retrata, en imágenes de las que los afilados rascacielos desaparecen, como formas inalcanzables, inconcebibles, a los desheredados, echados a y en la calle; el nivel más bajo en el que paradójicamente, se descubre al fin el rostro humano, el verdadero rostro de la ciudad.
Hoy Berenice Abbott, quizá apagada durante unos años, recuperada por el Jeu de Paume de París, en 2012, y próximamente en el Centro Barbican de Londres, vuelve a aparecer como quien mejor supo traducir la vida y la piedra de una metrópoli.
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