Un conocido pequeño relieve asirio, del siglo XIII aC, obtenido por la impresión de un sello-cilindro, representa probablemente un templo en la capital del Imperio Asirio, Asur. La imagen muestra la fachada del templo, flanqueada por dos altas torres carenadas que tocan gruesas nubes arremolinadas. La parte central, más baja, acoge la puerta de entrada. Ésta, abierta, permite contemplar el altar principal de la divinidad. Frente a las torres, dos animales yacen estirados con la cabeza bien erguida. Parecen los guardianes del templo. No se puede saber si son estatuas o animales reales.
Estos animales son curiosos. Toda la parte delantera corresponde a una cabra de altos y tiesos cuernos, la parte trasera, en cambio, termina en una cola. Son animales fantásticos, seres híbridos, que aunan poderes o virtudes de dos reinos animales distintos.
Estos guardianes son una mezcla de cabra y de pez, posiblemente de carpa (el pez de agua dulce más grande en Mesopotamia).
La cabra es una animal de monte. Sube con plena seguridad por montes escarpados. No existe dificultad en un camino ascendente que se le resista. Los cuernos apuntan hacia el cielo. La cabra es una animal esencial para la vida. Su leche es una fuente básica para la vida. En Grecia, el dios padre Zeus fue alimentado por una cabra. El cuerno de ésta proporcionaba los mismos bienes que su leche. Se trataba del cuerno de la abundancia que el dios de los ríos, Aqueloo, también poseía, lo que es significativo, porque apunta al mundo acuático.
Este mundo está en efecto presente. La carpa es propia de los ríos. Pero no se trata de un animal que solo vive en las profundidades. Las largas barbas bajo la boca demuestran su sabiduría. De hecho, las aguas en las que la carpa mora son las aguas de la sabiduría, las aguas originarias de cuyas profundidades emergieron el mundo y los dioses. Son las aguas en cuyo seno se formó en universo.
El animal híbrido, mitad cabra mitad carpa es, por tanto, un animal sagrado, símbolo o manifestación de un dios supremo.
Este dios está emparentado tanto con las aguas originarias cuanto con las que descienden del cielo para fertilizar la tierra, como la leche que mana de las ubres de la cabra: se trata del dios Enki (Ea en el mundo asirio); dios de la agudeza, de las soluciones a los problemas, dios constructor y reparador del mundo.
Su inteligencia y su agudeza provienen de su madre, la diosa de las aguas primordiales. Los bienes que brinda caen del cielo en forma de benéficas lluvias, como bien las evocan las nubes tormentosas en lo alto de las torres del santuario de Ea en la capital asiria.
La relación de Ea con las aguas es sólida. Gracias a su madre, gracias a su palacio acuático, a su templo suspendido sobre las aguas, y gracias a las compuertas del cielo que controla. Enki o Ea es quien llena los canales con su líquido vital, que riegan la tierra. Sus sacerdotes se disfrazaban de peces. El silencio de los peces evocaba bien el carácter introspectivo, reflexivo de esta divinidad que calibraba, calculada, preveía problemas y soluciones.
Enki es un dios acuático. Se manifiesta en el cielo, a fin de asegurar a los hombres de su atenta presencia, a través de signos astrales ligados a las aguas: a través de Acuario. El animal que lo acompaña también tiene una manifestación astral: la constelación de Capricornio, situada junto a otras constelaciones ligadas a las aguas: Acuario, Delfín, Piscis, etc.
En la antigüedad, el sol atravesaba Capricornio en invierno, exactamente cuando el solsticio invernal (hoy dicho cruce ocurre en enero). En cuanto el encuentro se producía, llegaban las aguas de lluvia. Los días se alargaban. Despuntaba el año nuevo. Todo volvía como en los inicios. El mundo se renovaba. La tarea conformadora y restauradora de Enki/Ea llegaba a su fin. Pero Enki benéfico pero también turbio; agudo y astuto. Su naturaleza dual, que apuntaba hacia el cielo y la tierra lo acercaba a los humanos, a quienes ayudaba, pero también manifestaba la ambigua condición humana, capaz de construir y de destruir. Cuando el pezcabra (Capricorno) despuntaba en el cielo -un despuntar apenas visible debido a la ausencia de estrellas brillantes en su conformación-, se suspendía en tiempo. El orden antiguo se había agotado, el nuevo estaba aún por venir. Todo podía acontecer. La respiración se contenía.
Estamos a punto de entrar en el signo de Capricornio. Esperamos que la renovación, la luz que el dios de las cabras y las carpas aporta se manifieste. Lo necesitamos más que nunca. Pero aún está por venir; si acontece.
Para Carlos, Bruno, Eric, Jorge, Arcadio, Quim, Luis (y la nuera de Judit)