martes, 26 de febrero de 2019
Falla
Una falla nace para ser quemada. el artista la condena a la hoguera. La obra no tiene ningún poder; nada puede hacer. No se impone -pese a que tenga un tamaño imponente. es un juguete roto, un muñeco. en manos de quien la ha modelado y la manipula. Espera su hora. Nada quedará ni siquiera en el recuerdo. Una falla es olvidable. Pronto, una nueva falla la sustituirá, para desaparecer también en la hoguera. Las fallas pasan. Son fuegos fatuos.
Una obra de arte (una estatua) también puede acabar entre llamas. Mas, no es sacrificada sino que se sacrifica. La estatua nos despierta, nos provoca, y nos utiliza para sus fines. La estatua quiere levantar pasiones, incendiándonos, sabiendo y aceptando que puede acabar consumida. La obra de arte constituye un reto. No deja indiferente. Su vida no está en nuestras manos. Antes bien, es nuestra vida la que depende de su presencia, de cómo nos mira, nos trata, de cómo desea qué la tratemos. La obra de arte nos tiende un espejo en el que se reflejan nuestros prejuicios, nuestras limitaciones, nuestras miserias, nuestros miedos. La obra de arte nos fuerza a reaccionar, a cavilar y a actuar. Nos saca de nuestras casillas, y nos expone (a su poder). Su destrucción -o su exaltación- conlleva nuestra ruina moral -o nuestro sosiego. La obra de arte nos quema para siempre. La mala o la buena conciencia, por haber obedecido a sus indicaciones, a su sentido, incendiándola o adorándola, no nos dejará ya. Habremos caído en sus redes, como caían en los brazos ardientes del gigantesco y mítico bronce de talos, en Creta, sus víctimas, rendidas, víctimas de su imponente presencia.
Una falla no falta en una feria.
lunes, 25 de febrero de 2019
Ascensión (o los problemas de los textos de la antigüedad)
Los cuatro evangelios se escribieron en griego, durante casi un siglo, a partir de la segunda mitad del s. I dC, y después de las cartas (auténticas) de Pablo. No son, por tanto, los primeros textos sobre Jesús, pero sí son los primeros que narran su vida -o, mejor dicho una doble vida: la de Jesús, un profeta, seguramente histórico, y de Cristo, una figura mesiánica, sin duda imaginaria, creada para responder a las múltiples profecías sobre la venida de un salvador en el Antiguo Testamento.
El primer evangelio habría sido redactado por Lucas; Mateo y Marcos habrían escrito su versión, entonces, influyéndose mútuamente; y finalmente, casi medio siglo más tarde, Juan, basándose en Lucas -autor también de los Hechos de los Apóstoles- habría escrito el cuarto y último evangelio canónico que, prácticamente, contradecía los anteriores.
La autoría de los cuatro relatos sobre la vida de Jesús -y de Cristo- se atribuye, tradicionalmente a cuatro apóstoles. Juan no pudo ser el autor del último evangelio, redactado ya bien entrado el siglo II dC, pero seguramente Lucas, Mateo y Marcos -si existieron- tampoco habrían escrito los Evangelios, posiblemente obras colectivas de pequeñas comunidades judías -o judeocristianas.
El evangelio de Lucas presenta un interesante problema. El texto original, como el de los otros tres evangelios, se ha perdido. Se conoce a través de copias; las más antiguas no son anteriores a principios del siglo III dC. Dichas copias son a veces versiones. Los copistas no se limitaron siempre a reproducir el texto, sino que lo alteraron, ya sea simplificando o resumiendo, ya sea añadiendo párrafos o detalles, extraídos de otras fuentes, o comentando el texto copiado, sin que dichos comentarios se destaquen como intercalaciones.
En ocasiones, las versiones pueden alterar sustancialmente el texto original o, al menos la versión anterior. Los cambios pueden afectar no solo el relato sino la concepción del profeta o del Hijo de Dios.
Así, la ascensión de Cristo -que no de Jesús- está narrada en el primer evangelio, de Lucas (24, 51). pero si nos fijamos, descubrimos que una parte de la frase está entre corchetes. Eso significa que corresponde a una versión más tardía, que no se halla en los manuscritos más antiguos. Dicho texto reza así: καὶ ἀνεφέρετο εἰς τὸν οὐρανόν, lo que se traduce "y fue elevado hacia el cielo (Urano)". Sin embargo, si observamos bien, dicho final de frase está entre corchetes. Eso significa que se halla en manuscritos tardíos, pero no en versiones anteriores, seguramente más próximas al texto original. En efecto éstas solo indican: Καὶ ἐγένετο ἐν τῷ εὐλογεῖν αὐτὸν αὐτούς, διέστη ἀπ’ αὐτῶν, que se traduce por "Y aconteció que mientras los bendecía se separó de ellos". El verbo diiemi, precedido por el prefijo dia (que indica separación), significa dejar ir. El sustantivo diesis se traduce por acción de separar, por intervalo incluso. Es decir, el texto más antiguo indica que se produjo una separación: Jesús se alejó -o sus discípulos lo dejaron. Esta separación es real, en efecto, pero acontece en la tierra. Los caminos de Jesús y de sus discípulos divergen. El movimiento que ambos emprenden se desenvuelve horizontal, no verticalmente. La separación quizá también sea espiritual, amén de física; se intuye que un vacío se ha instalado. Pero se trata de una separación humana, común en las relaciones humanas.
Este detalle tan importante denota, no solo problemas de traducción, sino la dificultad a la hora de abordar unos textos que, como todos los de la antigüedad, no son textos originales, sino remozados por el tiempo. Lo que percibimos no es lo que ocurrió realmente, sino lo que le ocurrió al texto y cómo las generaciones sucesivas se imaginaron lo que ocurrió. Y lo que ocurrió es lo que se quiso que aconteciera, en función de los sueños y creencias de las sucesivas generaciones.
Este comentario está casi directamente transcrito -los errores son de Tocho, empero- del magnífico libro de Antonio Piñero: Aproximación al Jesús histórico, Trotta, 2019, págs. 176-177.
El primer evangelio habría sido redactado por Lucas; Mateo y Marcos habrían escrito su versión, entonces, influyéndose mútuamente; y finalmente, casi medio siglo más tarde, Juan, basándose en Lucas -autor también de los Hechos de los Apóstoles- habría escrito el cuarto y último evangelio canónico que, prácticamente, contradecía los anteriores.
La autoría de los cuatro relatos sobre la vida de Jesús -y de Cristo- se atribuye, tradicionalmente a cuatro apóstoles. Juan no pudo ser el autor del último evangelio, redactado ya bien entrado el siglo II dC, pero seguramente Lucas, Mateo y Marcos -si existieron- tampoco habrían escrito los Evangelios, posiblemente obras colectivas de pequeñas comunidades judías -o judeocristianas.
El evangelio de Lucas presenta un interesante problema. El texto original, como el de los otros tres evangelios, se ha perdido. Se conoce a través de copias; las más antiguas no son anteriores a principios del siglo III dC. Dichas copias son a veces versiones. Los copistas no se limitaron siempre a reproducir el texto, sino que lo alteraron, ya sea simplificando o resumiendo, ya sea añadiendo párrafos o detalles, extraídos de otras fuentes, o comentando el texto copiado, sin que dichos comentarios se destaquen como intercalaciones.
En ocasiones, las versiones pueden alterar sustancialmente el texto original o, al menos la versión anterior. Los cambios pueden afectar no solo el relato sino la concepción del profeta o del Hijo de Dios.
Así, la ascensión de Cristo -que no de Jesús- está narrada en el primer evangelio, de Lucas (24, 51). pero si nos fijamos, descubrimos que una parte de la frase está entre corchetes. Eso significa que corresponde a una versión más tardía, que no se halla en los manuscritos más antiguos. Dicho texto reza así: καὶ ἀνεφέρετο εἰς τὸν οὐρανόν, lo que se traduce "y fue elevado hacia el cielo (Urano)". Sin embargo, si observamos bien, dicho final de frase está entre corchetes. Eso significa que se halla en manuscritos tardíos, pero no en versiones anteriores, seguramente más próximas al texto original. En efecto éstas solo indican: Καὶ ἐγένετο ἐν τῷ εὐλογεῖν αὐτὸν αὐτούς, διέστη ἀπ’ αὐτῶν, que se traduce por "Y aconteció que mientras los bendecía se separó de ellos". El verbo diiemi, precedido por el prefijo dia (que indica separación), significa dejar ir. El sustantivo diesis se traduce por acción de separar, por intervalo incluso. Es decir, el texto más antiguo indica que se produjo una separación: Jesús se alejó -o sus discípulos lo dejaron. Esta separación es real, en efecto, pero acontece en la tierra. Los caminos de Jesús y de sus discípulos divergen. El movimiento que ambos emprenden se desenvuelve horizontal, no verticalmente. La separación quizá también sea espiritual, amén de física; se intuye que un vacío se ha instalado. Pero se trata de una separación humana, común en las relaciones humanas.
Este detalle tan importante denota, no solo problemas de traducción, sino la dificultad a la hora de abordar unos textos que, como todos los de la antigüedad, no son textos originales, sino remozados por el tiempo. Lo que percibimos no es lo que ocurrió realmente, sino lo que le ocurrió al texto y cómo las generaciones sucesivas se imaginaron lo que ocurrió. Y lo que ocurrió es lo que se quiso que aconteciera, en función de los sueños y creencias de las sucesivas generaciones.
Este comentario está casi directamente transcrito -los errores son de Tocho, empero- del magnífico libro de Antonio Piñero: Aproximación al Jesús histórico, Trotta, 2019, págs. 176-177.
Santo Tomás en Mosul
Agradezco a la profesora del Departamento de Arquitectura de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Bagdad, la dra. Ghada Siliq, oriunda de Mosul, la entrega de esas fotografías tomadas este año.
El apóstol Tomas, hermano gemelo de Jesús (Tomás, en hebreo, al igual que Dídimo, su nombre en griego, significa gemelo), en su camino a la India, tras haber sido vendido como esclavo por Jesús a un emisario del rey de la India Gundosforo, para responder a un encargo real al que nadie había sabido dar una respuesta aceptable, construir un palacio inimaginable -Tomás levantó eficazmente un deslumbrado palacio construido con luz en el cielo, lo que le convirtió lo que hasta hoy es: el patrón, no de los imposibles, sino de los arquitectos-, se detuvo, cuenta la leyenda, en la ciudad de Mosul.
El casco antiguo de esta ciudad, hoy destruido por el Estado Islámico (sunita), y la subsiguiente liberación de la ciudad por parte del ejército iraquí (chiita), alberga -o albergaba- varias iglesias cristianas (siríacas ortodoxas) medievales (Mosul era una ciudad principalmente cristiana hasta los años ochenta).
Se contaba que, tras su muerte, los restos de Tomás fueron trasladados a Turquía y, de allí, a Mosul.
Antes de la reciente destrucción de la ciudad, se halló, empotrado en un pilar de la nave principal de una iglesia gótica del siglo XIV -la iglesia de Santo Tomás- una caja con restos humanos, datados, entonces, del siglo I dC. Pronto se consideró que se trataba de una reliquias, precisamente las del santo patrón de los arquitectos, en una ciudad, hoy, cuyo casco histórico ha quedado tan devastado que los proyectos de rehabilitación contemplan la total aniquilación de lo poco que queda en pie y la transformación de la ciudad en una imagen de Dubai: una ciudad sin raíces, asaetada de rascacielos.
sábado, 23 de febrero de 2019
PATRICIA DAUDER (1973): SUELO (2009-2019)
Patricia Dauder: Suelo (2009-2019), exposición Hollow (Hueco), Galería ProjecteSD, Barcelona, febrero-marzo de 2019
Casas familiares aisladas de madera, abandonadas o dejadas, quizá construidas en el siglo XIX, que evocan la colonización de Norteamérica, en barrios periféricos de Brooklyn y de Queens, en Nueva York.
Una mujer anciana sin hogar, refugiada de noche en un cajero de Barcelona, quemada viva por varios jóvenes hace algunos años, cabe dónde vivía la artista.
El fuego, empero, que destruye, también simboliza el hogar -un hogar que no todo el mundo dispone.
Esculturas que no se alzan, como monumentos, sino que se extienden horizontalmente, sobre el suelo, como suelos.
Listones de madera, utilizados como un material de construcción, para suelos y paredes, comprados en Nueva York y traídos a Barcelona.
Juegos con los listones, dispuestos, compuestos, en el estudio, según esquemas geométricos. Demasiados rígidos. Abandono de la escultura.
De pronto, con un cepillo y papel de lija, los listones se desbastan hasta dejarlos convertidos en pieles. El grosor desaparece. Algunos listones se astillan. Otros se agujerean. El límite, tras el cual, el listón estalla, es incierto.
Un encargo de escultura en la ciudad de Praga. Praga, la ciudad de los alquimistas en el siglo XVI, capital de un imperio cuyo monarca se ufana en transmutar el plomo en oro mediante la combustión.
El fuego prende en los listones rebajados. Los carboniza. Pero también los destruye.
Listones cubiertos de carbón -un material que se asemeja a una piedra que no pesa, y que resulta, como en una operación alquímica, de la combustión de la madera-. Vuelve a prender el fuego.
La madera se oscurece. Quizá también se endurece. Una piel dura.
Ya solo queda disponer los listones en el suelo, según una trama geométrica imperfecta, para componer un suelo, y evocar la planta de un hogar, perdido. Las piezas no están unidas, ni adheridas al pavimento. La composición puede desbaratarse, y perderse, en cualquier momento, a merced de quien la ronde.
En una esquina, una mancha plomiza: son periódicos compactados, tras haber sido enterrados, cuyas hojas, y noticias, se han mezclado, endurecidas, tan solo cubiertas por una capa de pintura gris, como si se hubieran metamorfoseado en plomo. Noticias que pesan.
Suelo es la mejor -más compleja, y tan clara- obra de Patricia Dauder, expuesta, estos meses, en una exposición individual en Barcelona.
viernes, 22 de febrero de 2019
Arte imitativo (el arte de la imagen)
El arte imitativo (dibujado, grabado, pintado, esculpido, fotografiado o filmado) produce o reproduce una imagen visual o plástico de seres, enseres y motivos cercanos, que el artista tiene ante los ojos. La imagen se dispone de tal modo que el espectador -al menos quien está familiarizado con este tipo de representación o convención- es capaz de reconocer lo que se representa. La imagen es un espejo que devuelve, de manera más o menos perfecta -mejorada o distorsionada- la imagen de lo que se representa.
No siempre es necesario que la imagen muestre seres o enseres existentes o cercanos. Dioses, héroes, monstruos no existen o nadie los ha visto "realmente", salvo en sueños o en trance. Pero incluso si los ha contemplado, es muy probable que la visión haya sido fugaz. El ser que se ha mostrado no está siempre allí, mostrándose visible, materialmente. La imagen, sin embargo, debe reflejar a un ser convincente o creíble, a un ser que podríamos reconocer si lo tuviéramos delante. Éste, por tanto, se representa mediante la yuxtaposición de elementos o partes identificables. Por extraños que sean, los monstruos, los seres fantásticos tienen cabeza, cuerpo y miembros. En caso contrario, no lograríamos identificar qué muestra la imagen.
Los teóricos o teólogos de la imagen, en occidente, se han enfrentado a un problema. Existen innumerables imágenes de la corte celestial cristiano: el Padre, el Hijo, la madre de Dios, santos, profetas, ángeles, etc. Todas estas imágenes ofrecen una imagen "verdadera", reconocible, de quien es representado o retratado: un hombre o una mujer, dotado de atributos que denotan su condición sobrenatural -pero también humana en el caso del Hijo de Dios. Pero ninguna de estas imágenes se parece. Los rostros, los cuerpos varían de una imagen a otra. Estas imágenes quieren ser "verdaderos" retratos, pero se diría que la figura celestial representada tienen un sinfín de caras -o se parece a , o se confunde con, una persona (que ha servido de modelo), por idealizada que ésta haya sido retratada o proyectada.
El problema es complejo. Si un ser presenta tantas caras, o es un monstruo (que quizá no deba o pueda ser representado, ya que la imagen solo retratará una de sus caras, ofreciendo pues una imagen imperfecta o mutilada), o no existe. Su imagen es fruto de la imaginación o del gusto del artista.
El problema se acrecienta toda vez que, en algunos casos -santos, profetas, la Virgen María, Jesús- los modelos vivieron en la tierra pero ya no están. Es imposible, por tanto, ofrecer una imagen convincente, tomada del "natural". La pose de la imagen no responde a ningún posado. Ésta no puede basarse en un rostro visible, no puede ser luego contrastada, comparada con la persona cuya imagen se ha reproducido.
Los teólogos hallaron una solución, en el caso de Jesús. Éste ya no está entre los hombres -en tanto que hombre era mortal-, pero dejó testimonios gráficos de su presencia, como, por ejemplo, su faz inscrita mágicamente en un paño, utilizada como prototipo de cualquier retrato divino. El problema, empero, persiste -y nada tiene que ver con la inexistencia de este retrato modélico, toda vez que se creía o se cree en su existencia-. El pintor debía -o debe, aún, en el arte ortodoxo- pintar, no la efigie de Jesús, sino reproducir su imagen paradigmática, es decir, reproducir la imagen inscrita en el supuesto Velo de la Verónica. Las variaciones en los retratos, el hecho que Jesús no tuviera nunca la misma cara, fueron justificadas por la impericia, la incapacidad del retratista de captar y reproducir con exactitud los rasgos impresos en el mágico velo, rasgos que, puesto que se habían inscrito sin intervención humana alguna, sí reproducían a la perfección los rasgos del rostro de Jesús.
Esta explicación podía ser convincente. Pero convertía a todo el arte religioso en algo imperfecto. Arte humano, sin duda, y por tanto, lejos de la perfección humana, mas, en este caso, ¿podían esas imágenes ilustrar sobre la imagen, la presencia del Hijo de Dios? ¿No era mejor obviarlas, evitarlas, condenarlas, incluso? La condena de la imagen religiosa era problemática, porque contravenía una acción del Hijo de Dios que debía ser repetida: éste ofreció su imagen impresa para ser reproducida, perfecta o imperfectamente. Además, el Hijo de Dios se presentaba a sí mismo, como una imagen. Era una imagen, una imagen de su Padre. Los rasgos de éste estaban inscritos en el rostro de su hijo, como los de la faz del hijo se inscribieron en la Santa Faz en el velo de la Verónica. Por tanto, condenar las imágenes por ser una transcripción imperfecta del rostro de Jesús que pudiera llevar a confusión, implicaría negar la encarnación, el que el Hijo de Dios se hizo hombre y, por tanto, como cualquier ser humano, podía ser retratado, en una imagen perfectamente reconocible.
El dilema, el problema, no fue resuelto, o se cerró de un modo curioso, aunque lógico. Toda y cada una de las imágenes pintadas ofrecían una imagen verdadera del rostro de Jesús, independientemente del hecho que cada imagen fuera distinta. Esto no significaba que Jesús hubiera tenido múltiples rostros, ni que el pintor fuera inexperto o torpe. Significaba que en aquel momento, en aquél lugar, éste era el rostro de Cristo, y este rostro no era una careta o una imagen parcial. Era el rostro que Jesús revelaba allí. ¿Por qué ofrecía rostros distintos? La pregunta no tenía una respuesta lógica, pues la lógica se calla ante un misterio. La lógica causal no reina en el mundo de lo sagrado, del mito. Del mismo modo que no existe contradicción alguna en dos afirmaciones aparentemente contrapuestas (contrapuestas desde la lógica profana) como las que sostienen que, por un lado, el mundo tiene un único centro, y por otro lado, que cada templo o santuario es el centro del mundo, tampoco es contradictorio sostener que cada icono o imagen ofrece la verdadera y única efigie de Jesús, pese a que cada imagen es distinta. Por otra parte, la cambiante faz de Jesús en los innumerables retratos que se han pintado denotan, precisamente, su doble naturaleza: humana, porque se le puede retratar, y divina, porque su retrato es siempre cambiante, es decir no constreñido, limitado en o por una forma determinada.
El icono es un misterio que revela la complejidad de la imagen y de nuestra torturada relación con ella.
No siempre es necesario que la imagen muestre seres o enseres existentes o cercanos. Dioses, héroes, monstruos no existen o nadie los ha visto "realmente", salvo en sueños o en trance. Pero incluso si los ha contemplado, es muy probable que la visión haya sido fugaz. El ser que se ha mostrado no está siempre allí, mostrándose visible, materialmente. La imagen, sin embargo, debe reflejar a un ser convincente o creíble, a un ser que podríamos reconocer si lo tuviéramos delante. Éste, por tanto, se representa mediante la yuxtaposición de elementos o partes identificables. Por extraños que sean, los monstruos, los seres fantásticos tienen cabeza, cuerpo y miembros. En caso contrario, no lograríamos identificar qué muestra la imagen.
Los teóricos o teólogos de la imagen, en occidente, se han enfrentado a un problema. Existen innumerables imágenes de la corte celestial cristiano: el Padre, el Hijo, la madre de Dios, santos, profetas, ángeles, etc. Todas estas imágenes ofrecen una imagen "verdadera", reconocible, de quien es representado o retratado: un hombre o una mujer, dotado de atributos que denotan su condición sobrenatural -pero también humana en el caso del Hijo de Dios. Pero ninguna de estas imágenes se parece. Los rostros, los cuerpos varían de una imagen a otra. Estas imágenes quieren ser "verdaderos" retratos, pero se diría que la figura celestial representada tienen un sinfín de caras -o se parece a , o se confunde con, una persona (que ha servido de modelo), por idealizada que ésta haya sido retratada o proyectada.
El problema es complejo. Si un ser presenta tantas caras, o es un monstruo (que quizá no deba o pueda ser representado, ya que la imagen solo retratará una de sus caras, ofreciendo pues una imagen imperfecta o mutilada), o no existe. Su imagen es fruto de la imaginación o del gusto del artista.
El problema se acrecienta toda vez que, en algunos casos -santos, profetas, la Virgen María, Jesús- los modelos vivieron en la tierra pero ya no están. Es imposible, por tanto, ofrecer una imagen convincente, tomada del "natural". La pose de la imagen no responde a ningún posado. Ésta no puede basarse en un rostro visible, no puede ser luego contrastada, comparada con la persona cuya imagen se ha reproducido.
Los teólogos hallaron una solución, en el caso de Jesús. Éste ya no está entre los hombres -en tanto que hombre era mortal-, pero dejó testimonios gráficos de su presencia, como, por ejemplo, su faz inscrita mágicamente en un paño, utilizada como prototipo de cualquier retrato divino. El problema, empero, persiste -y nada tiene que ver con la inexistencia de este retrato modélico, toda vez que se creía o se cree en su existencia-. El pintor debía -o debe, aún, en el arte ortodoxo- pintar, no la efigie de Jesús, sino reproducir su imagen paradigmática, es decir, reproducir la imagen inscrita en el supuesto Velo de la Verónica. Las variaciones en los retratos, el hecho que Jesús no tuviera nunca la misma cara, fueron justificadas por la impericia, la incapacidad del retratista de captar y reproducir con exactitud los rasgos impresos en el mágico velo, rasgos que, puesto que se habían inscrito sin intervención humana alguna, sí reproducían a la perfección los rasgos del rostro de Jesús.
Esta explicación podía ser convincente. Pero convertía a todo el arte religioso en algo imperfecto. Arte humano, sin duda, y por tanto, lejos de la perfección humana, mas, en este caso, ¿podían esas imágenes ilustrar sobre la imagen, la presencia del Hijo de Dios? ¿No era mejor obviarlas, evitarlas, condenarlas, incluso? La condena de la imagen religiosa era problemática, porque contravenía una acción del Hijo de Dios que debía ser repetida: éste ofreció su imagen impresa para ser reproducida, perfecta o imperfectamente. Además, el Hijo de Dios se presentaba a sí mismo, como una imagen. Era una imagen, una imagen de su Padre. Los rasgos de éste estaban inscritos en el rostro de su hijo, como los de la faz del hijo se inscribieron en la Santa Faz en el velo de la Verónica. Por tanto, condenar las imágenes por ser una transcripción imperfecta del rostro de Jesús que pudiera llevar a confusión, implicaría negar la encarnación, el que el Hijo de Dios se hizo hombre y, por tanto, como cualquier ser humano, podía ser retratado, en una imagen perfectamente reconocible.
El dilema, el problema, no fue resuelto, o se cerró de un modo curioso, aunque lógico. Toda y cada una de las imágenes pintadas ofrecían una imagen verdadera del rostro de Jesús, independientemente del hecho que cada imagen fuera distinta. Esto no significaba que Jesús hubiera tenido múltiples rostros, ni que el pintor fuera inexperto o torpe. Significaba que en aquel momento, en aquél lugar, éste era el rostro de Cristo, y este rostro no era una careta o una imagen parcial. Era el rostro que Jesús revelaba allí. ¿Por qué ofrecía rostros distintos? La pregunta no tenía una respuesta lógica, pues la lógica se calla ante un misterio. La lógica causal no reina en el mundo de lo sagrado, del mito. Del mismo modo que no existe contradicción alguna en dos afirmaciones aparentemente contrapuestas (contrapuestas desde la lógica profana) como las que sostienen que, por un lado, el mundo tiene un único centro, y por otro lado, que cada templo o santuario es el centro del mundo, tampoco es contradictorio sostener que cada icono o imagen ofrece la verdadera y única efigie de Jesús, pese a que cada imagen es distinta. Por otra parte, la cambiante faz de Jesús en los innumerables retratos que se han pintado denotan, precisamente, su doble naturaleza: humana, porque se le puede retratar, y divina, porque su retrato es siempre cambiante, es decir no constreñido, limitado en o por una forma determinada.
El icono es un misterio que revela la complejidad de la imagen y de nuestra torturada relación con ella.
miércoles, 20 de febrero de 2019
PALMIRA PUIG-GIRÓ (1912-1978): ARQUITECTURA (BRASIL E IBIZA)
Que el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, y la Tate Modern de Londres acaben de adquirir obra de una fotógrafa absolutamente desconocida en Europa y los Estados Unidos, recientemente descubierta, por casualidad por un sobrino suyo, tras una herencia, casi rescatando imágenes (negativos, contactos e impresiones) condenadas quizá a la papelera, es un hecho que no ocurre cada día.
Palmira Puig Giró, casada con Marcel Giró (también descubierto recientemente en Europa y los Estados Unidos, cuya obra ha sido adquirida igualmente por el MoMA), sin embargo, no era una fotógrafa desconocida en Brasil en los años cincuenta en Brasil, gracias a un exitoso taller de fotografía publicitaria, y gracias a su singular aceptación por la Escuela Paulista de fotografía, siendo mujer, que ayudó a crear.
Algunas fotografías, que se pensaba retrataban pueblos brasileños, en verdad, documentan insólitamente la vida en la isla de Ibiza hace casi setenta años.
Una excelente galería de Barcelona expone, y es una revelación, una mínima parte de su obra rescatada.
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