A partir de la Alta Edad Media, el arquitecto (una figura confundida con la del promotor y el constructor) se formaba en un taller (una logia) que formaba parte de un gremio (el gremio de tallistas). No se sabe a fe cierta cómo se formaba el proyectista -si es que esta figura existía- antes del año mil en occidente.
A imitación de los salones literarios, existentes ya desde finales de la Edad Media (a menudo dirigidos por mujeres nobles), se fundaron, a partir de finales del siglo XVI, en algunos países europeos, las academias, un nombre que rememoraba la academia platónica y el liceo peripatético (la escuela o academia aristotélica).
Recordemos que la academia platónica se hallaba en un bosque sagrado dedicado al héroe ateniense Academo (nombre que incluye el sustantivo griego demos, comunidad), liberador de Atenas del tirano Teseo. La academia era un espacio de libertad (de expresión), libre de los dogmas sobre cómo obrar, para centrarse en discutir sobre la necesidad e idoneidad del obrar: un alto en el cambio, una pausa para recapacitar sobre lo que se hace, una vuelta atrás sobre lo que se ha hecho, antes de que sea demasiado tarde.
Entre las academias, destacaba la academia de arquitectura, una sociedad (masculina) en la que los arquitectos dejaron de discutir sobre temas o problemas técnicos (que se trataban en los talleres y en el propio el gremio de arquitectos o constructores), para reflexionar sobre el sentido, la finalidad, el alcance de la obra. Ya no se debatía sobre cómo obrar, sino porqué obrar. Los fines y no los medios (que tenían otras vías de estudio o aprendizaje) fueron el objetivo de las academias (y de las logias francmasónicas).
Las primeras escuelas de arquitectura, ligadas a las academias militares, en el siglo XVIII, incluyeron las aportaciones tanto gremiales cuanto académicas. Se estudiaba cómo apuntar o apuntalar un edificio (la academia formaba a artificieros, entre otras profesiones), pero también porque construir o destruir, el sentido de la acción. El equilibrio entre la práctica y la teoría se mantuvo hasta principios del siglo XXI. Hubo incluso escuelas de arquitectura que prescindían de las enseñanzas proyectuales en favor de las humanísticas (como la escuela de arquitectura de Montpellier, en manos de filósofos). La escuela de Barcelona daba tanta importancia a las asignaturas teóricas como a las prácticas o técnicas. La universidad se basaba en un conocimiento universal que incorporaba lo que el hacer y el pensar, la acción y la contemplación o reflexión aportaban.
Los cambios en los estudios universitarios europeos a principios del siglo XXI trastocaron el equilibrio en España. Los colegios profesionales a los que era (y sigue siendo) obligatorio inscribirse (y cotizar) so pena de no poder construir, exigieron mantener el férreo control sobre la vida profesional. No concebían ni permitían que un arquitecto no fuera un técnico. Las escuelas de arquitectura tuvieron que someterse. Formarían a profesionales que deberían inscribirse en el gremio para poder ejercer. Las escuelas de arquitectura, que formaban parte de la universidad, donde se actuaba y se reflexionaba, se convirtieron -se resignaron, se degradaron quizá- en escuelas de formación profesional. Los estudios superiores estarían supeditados a la práctica profesional. Formarían a profesionales al servicio de los talleres o estudios de arquitectura que tomaron el mando de las escuelas de arquitectura. El mundo académico, que invitaba a distanciarse de la práctica diaria, para reflexionar sobre la misma práctica, su idoneidad, su necesidad, su finalidad, quedó relegado. El equilibrio entre gremio y academia se quebró. Fue el retorno de la edad oscura, la vuelta a la Edad Media.
Una nueva ley universitaria, homologada con las leyes europeas, trata de devolver la universidad -que es un centro de reflexión, no de formación profesional- a la academia -sin menoscabo del gremio. La práctica ya no sería la finalidad última de los estudios. El estudio del sentido del obrar, y no la práctica del obrar, saber porque se trabaja, qué aporta y en qué incide en la vida, la reflexión sobre el hábitat y el habilitar el mundo, sobre la construcción del mundo, sobre su imagen y su significado, deberían volver a ser centrales en unos estudios de arquitectura -una palabra compuesta griega que significa el estudio de los fundamentos, de la creación-. ¿Conseguirá la universidad dejar de ser exclusivamente un centro profesional para volver a ser también un centro de reflexión? Por ahora, no parece que esta transformación pueda suceder. Los gremios han sacado las uñas. No quieren perder el control de una profesión entendida no como un conjunto de saberes sobre el lugar del ser humano en el mundo sino como un conjunto de recetas para someter y apoderarse del mundo.
Para J.J.F.F y M.R.V.