sábado, 29 de julio de 2023

Maestro artesano ( albañil, carpintero)




 La formación de un artesano, en Alemania, exige tres años de estudio: uno de teoría y uno o dos más de prácticas en un centro profesional. 
El título de maestro artesano requiere un año más: un año completo especial (similar a lo que acontece en Francia)/
Quien aspira a este reconocimiento debe de trabajar durante un año, sin cobrar dinero, tan solo en especies: alojamiento y comida, siempre a más de cincuenta quilómetros de su casa.
Debe de viajar incesantemente -o tiene billetes de tren gratuitos-, vestido con un sombrero de copa -que suele llevarse con el pelo muy largo-, una chaqueta, un chaleco (obligatorio) y pantalones acampanados, todos negros, botas de tiro alto negras con bolsillos para unos mínimos útiles de trabajo, un bastón, y un zurrón con un mínimo de ropa. 
Los maestros artesanos en formación se reconocen por su manera de vestir, por un lenguaje secreto (un saludo cifrado), y por la búsqueda de trabajo gratuito. Suelen obtenerlo dada la calidad de la formación. En el caso de no hallar trabajo, pueden acudir al alcalde quien, si son capaces de recitar un largo poema, debe ofrecerles un techo y comida a cargo del erario público.
Este largo ritual iniciático, de origen medieval, solo es obligatorio -un cuaderno de notas al día certifica las pruebas superadas- para quien aspira al título de maestro. Un artesano u operario convencional, peor pagado y considerado, no necesita este complejo aprendizaje casi religioso que, sin embargo, se sigue practicando con éxito en 2023.  
Nada de esto existe en España. De ahí la peculiar calidad del trabajo artesano, por ejemplo, en el mundo de la construcción.





miércoles, 26 de julio de 2023

Pensar, pesar


Solemos oponer la materia y las ideas. La materia es densa, opaca y pesante. Las ideas, luminosas y aéreas, y se cazan al vuelo. La primera cuesta desplazarla; por el contrario, cambiemos fácilmente de “idea”. 

Mas, pensar y pesar son acciones que poseen una misma etimología. Son, en verdad, acciones o decisiones semejantes, y que conllevan consecuencias parecidas. Un mal cálculo del peso de un edificio acarrea su hundimiento, que pone en peligro vidas humanas. Pensar “mal” causa un daño, a veces irreparable, a una persona o a una comunidad. 

 Pensar consiste en sopesar los pros y los contra, los argumentos a favor y en contra. Las afirmaciones y las negaciones se agrupan y se evalúan  a continuación. Cada una tiene su propio peso que inclina la balanza a uno u otro lado. Del mismo modo, acabamos por inclinarlos hacia un  determinado pensamiento.  

Pensar requiere tener conciencia del peso de cada decisión. Los pensamientos, las decisiones pueden pesarnos durante mucho tiempo. La elección conlleva consecuencias. Nada ni nadie se libra. Ninguna se puede tomar a la ligera. Pero no podemos ser pesados, so pena de llevar a un error en la elección por cansancio. Pensar es una acción grave. La gravedad de las decisiones, en ocasiones, puede pesarnos en exceso, sin que podamos librarnos de la carga o responsabilidad (que cae sobre nosotros). Aquélla obliga a tomar partido (tal es el significado de la palabra responsable).  No se puede bromear, ni decidir sin detenimiento. Los argumentos deben ser estudiados, palpados, medidos (la medición de la carga y el tamaño son consustanciales con un pensamiento, que exige tener ojo para calibrar, es decir ajustar la balanza, la importancia y la relevancia de lo que de usamos), a fin de tener en cuenta su coherencia. Los castigados por su falta de mesura, por su ceguera o ambición, en la Grecia antigua , estaban condenados, en el Hades, a acarrear pesos insoportables, para que fueran conscientes para siempre, cada día y noche, del daño cometido por un pensamiento, una decisión equivocada. Las consecuencias de un “mal” pensamiento pueden ser funestas. Puede pesarnos de por vida una elección errónea sin vuelta de hoja. Pensar obliga a negar las evidencias, a desechar las soluciones fáciles -cuyas consecuencias nos doblegarán de por vida-, a evitar precipitarnos, a no decir que sí de buenas a primeras, sino que exige tener claro la obligación a la que nos sometemos. 


Se recomienda el maravilloso tratado primerizo, escrito para estudiantes, de Jacques Derrida, cuando era profesor de bachillerato (y por tanto, legible) : Penser, c’est dire non, recientemente publicado, sesenta años más tarde de su redacción, un texto que comenta, en cuatro lecciones, un dicho o aforismo del escritor y pensador (nunca mejor dicho) francés Alain.



JOSEPH CRÉPIN (1875-1948): “PALACIOS MARAVILLOSOS”

























 Agradecimientos a Emmanuel Guigon por habernos descubierto a este artista.


El francés Joseph Crépin era técnico en construcción: electricista y carpintero, especialista en reparar tejados y cañerías. En sus horas libres tocaba en una orquestina de baile. Y se dedicaba al espiritismo. Curaba con la imposición de sus manos.
Pasados los sesenta años, ya en plena Guerra Mundial, recibió un aviso. Los ángeles le iluminaron. La voz de los muertos le alentarían.  Tenía que pintar , con una técnica secreta-como así fue-, trescientos cuadros. Cuando hubiera cumplido con la orden, la Segunda Guerra Mundial concluiría. El cinco de mayo de 1945 dio las postreras pinceladas a  la última obra. Aquélla misma tarde, Alemania capituló . Pintó entonces cuarenta y cinco cuadros más, con una temática distinta. Falleció dos años y medio más tarde.
Las imágenes inspiradas por los muertos representan templos y palacios. Éstos se muestran de frente. La vista es frontal. Desconocemos si son algo más que una fachada. Ésta no se alza sobre un podio, sino que descansa en la tierra. Parece accesible, como si estuviera al alcance de la mano. Tan solo, en ocasiones, unos pocos peldaños conducen a una puerta cerrada. El vacío, sin embargo, envuelve a los palacios, impidiendo saber que son construcciones tangibles y cercanas, o ilusiones. Edificios simétricos organizados alrededor de un eje, cubiertos con cúpulas. Constituyen un gigantesco telón de fondo. O una frontera. Parecen impenetrables. Nadie, salvo seres amados, ocasionalmente, los habitan o, mejor dicho, los rondan. Los palacios deslumbrantes son apariciones. Se abren al espectador. No se diría que se pudieran atravesar. No sabemos a qué abocan, qué esconden, a qué paraísos o a qué infiernos abren la puerta. No son siniestros, sino seductoramente atractivos. Pero cerrados a cal y canto. Son una barrera, un límite o una entrada a un mundo desconocido. 
En los estudios de arquitectura seguimos enseñando las siniestras ensoñaciones de autores cómo Le Corbusier -que se tienen que estudiar como un sombrío aviso-. Nada de Crépin que la mayoría desconocemos. Y sin embargo pueden ser una puerta a un mundo desconocido que quizá valga la pena atrevernos a explorar (sin red) .



martes, 25 de julio de 2023

ROBERT BECHTLE (1932-2020): SAN FRANCISCO

















































Aristóteles escribió que la pintura hacía que escenas insoportables en la vida real (cadáveres, ejecuciones, mutilaciones, etc), se volvieran fascinantes y atractivas cuando eran plasmadas. Bien lo sabemos los cristianos que adoramos imágenes de crucificados, que provocarían horror si fueran contemplados en directo. La imagen no es un filtro sino un medio o mecanismo transformador que extrae belleza del horror o metamorfosea el horror en belleza -sin esconder el horror, sin embargo. Por eso el dolor de la agonía del dios cristiano es palpable, pero no impide que la contemplemos los ojos bien abiertos,  sin dar la espalda y alejarnos.
El mismo efecto transfigurador lo conseguía la representación teatral. Es más, solo si el teatro trataba temas patéticos y horrísonos podía llegar a atrapar la atención del público -que contempla sin lanzar gritos de horror, escenas imposibles de contemplar en la vida real, como la degollación, mutilación y cocción de los hijos de Teseo por parte de su madrastra Medea, en una escena, que en el teatro permite incluso simpatizar con la hechicera.

Quizá podríamos considerar, del mismo modo, que la pintura (el dibujo y el grabado) convierten escenas banales fotográficas en composiciones atractivas, dotándolas de cualidades sensibles inexistentes en la realidad. La pintura redimiría la fotografía, sin que fuera necesario remontarse a la noción de aura de la obra única, enunciada por el filósofo Walter Benjamín en los años treinta del siglo pasado.
El pintor californiano Robert Bechtle no cesó de fotografiar el banal entorno urbano o suburbano en el que vivía: casas familiares casi idénticas, sin ninguno rasgo personal o distintivo, alineadas, bajo una luz uniforme, en amplias calles vacías, atravesadas por líneas pintadas,  salpicadas ocasionalmente de coches desmesurados propios de otra época. 
Los barrios carecen de interés. Bechtle no mostraba las fotografías. Lo que exponía eran imágenes pintadas o grabadas, reproducciones detallistas, perfectas, no de la realidad, sino de la realidad fotográfica. ¿Es el saber que son cuadros o grabados, y no fotografías, o acaso son las casi invisibles pinceladas, el hecho que cielo y tierra tengan la misma condición material en la tela o el papel, lo que despierta o concede el extraño poder de fascinación que la banalidad rescatada y exhibida posee, como si estas imágenes anodinas -o, mejor dicho, estas imágenes de lo anodino- escondieran algún secreto perturbador tras una imagen lisa, sin aristas, en la que, sin embargo, es palpable el desasosiego, que Robert Bechtle supo tan bien sugerir o suscitar. El horror impalpable -la desidia, el vacío- tras la imagen de perfección.

Varias exposiciones en los Estados Unidos de América han recatado este año al llamado  padre del llamado, paradójicamente, Fotorrealismo pictórico.