La cumbre del cine fantástico, por uno de los mejores documentalistas -era también un biólogo- europeos, el francés Painlevé.
Evitar mirarlo a medianoche
La cumbre del cine fantástico, por uno de los mejores documentalistas -era también un biólogo- europeos, el francés Painlevé.
Evitar mirarlo a medianoche
Clase impartida por filósofos bajo un pórtico, siglo X
Artista pintando un icono pese a la prohibición de las imágenes, siglo X
Adoración del mandylion (o verdadero retrato de Cristo), s.X
Emperatriz bizantina sorprendida en palacio
adorando un ícono en unos años en que las imágenes estaban prohibidas, s.X
Los teólogos bizantinos, a favor o en contra del arte -su realización y su contemplación o disfrute-, apoyados en las complejas consideraciones sobre la necesidad y función del arte plástico, poético, escenográfico o performativo, y musical de Platón -condenándolos, si bien reconociendo su utilidad y, a veces, su necesidad-, redactaron algunos de los textos más certeros sobre la relación que mantenemos con las imágenes, unas reflexiones que, mil quinientos años más tarde, siguen vigentes .
La representación de la representación, o imagen de una imagen, es un tema ampliamente tratado en el arte plástico. La plasmación ofrece un reto para el artista y para el teórico. Se trata de hallar la n manera de plasmar las diferencias entre las imágenes y sus dobles (imágenes de imágenes), a menos que se quisiera desdibujar tal diferencia plástica y ontológica.
Por otra parte, la reflexión sobre dicha diferencia, si existe (existía, según Platón), y sobre el alcance o la importancia de dicha diferencia recorre la historia de la teoría del arte, al menos en occidente.
El cubismo jugó con esta diferencia. La imagen de una imagen, la imagen de un periódico, una fotografía, un anuncio, en una pintura, jugaba con la naturaleza de la imagen plasmada. La imagen de la imagen era más “real”, que la imagen. Los “collages”, la introducción de un recorte, introducía una parcela de realidad (que comprendía una imagen) en la imagen pintada. La imagen de la imagen ya no era segunda, sino primera, con relación a la imagen.
Juegos entre la realidad y su imagen, entre la imagen y la imagen de la imagen, también se practicaron en el arte antiguo.
El mandylion era una imagen particular. Se trataba del retrato de Jesús. Mas , no era propiamente una imagen, ya que no había sido realizada manualmente. Jesús apoyó su rostro en un paño y sus rasgos se transfirieron mágicamente en la tela.
Se trataba de un procedimiento semejante a la ejecución de una máscara mortuoria, con la diferencia que el molde ofrece una imagen en negativo que debe ser positivada, a través de una imagen extraída del molde. Por el contrario. Los rasgos impresos no requerían ninguna intervención posterior. El rostro y su imagen, su huella o impronta, no se distinguían -haciendo salvedad de la planimetría de la tela.
Pero, ¿qué ocurría con una imagen del mandylion?
Toda la teoría del arte bizantino -y en parte occidental- reposa sobre la respuesta a esta pregunta. Los defensores bizantinos de la imagen consideraban que no existía diferencia alguna. La multiplicación o reproducción del mandylon no lo afectaba esencial ni superficialmente. Una imagen de aquél seguía siendo un mandylon. Este era un prototipo, y las imágenes o tipos del mismo eran idénticas a él, del mismo modo que no existe diferencia alguna entre una prueba de imprenta y una impresión, o entre una fotografía digital y su duplicación.
Esta identidad entre imagen y modelo -que contradice la diferencia que se supone tiene que existir entre un original y una copia, y que el arte moderno ha mostrado que no tiene razón de ser- se expone de manera sugerente y sorprendente en una de las miniaturas. Un personaje besa el mandylion. Éste, recordemos, guarda los rasgos del rostro de Jesús: es un doble del mismo. El mandylion no es sustancialmente distinto del rostro del hijo de dios. Esta identidad se expresa a través de la imagen de una persona que besa a otra, como si una cabeza emanara de la tela, se encarara y acercara sus labios a los del emperador Romano I, del siglo X, que sostiene la tela -pero no la besa, sino que besa la imagen que no es verdaderamente una imagen que la tela ofrece como una bandeja sobre la que se irguiera la divinidad “en persona”.
Besar el rostro de la divinidad requiere besar una tela. Este gesto es ambiguo . Puede dar lugar a confusión. ¿Cómo se puede saber si se adora a una divinidad -una adoración legítima- o a un objeto (una tela), lo que constituye una condenable muestra de idolatría?
La respuesta de la emperatriz de Bizancio Teodora, en el siglo IX, es inteligente y constituye otro reto teórico. Sorprendida besando un icono -es decir, besando la reproducción de un mandylion pintada en una tabla-, corriendo el riesgo de ser acusada de idolatría, lo que podía acarrear su condena a muerte, pese a ser la esposa del emperador Teofilo I (quien abominaba de la existencia de imágenes naturalistas por la confusión que creaban), la emperatriz respondió que no besaba a una imagen sagrada, sino a una muñeca.
La diferencia entre una imagen religiosa y un juguete no se percibe a simple vista. Ambas figuras pueden estar constituidas del mismo modo, con los mismos materiales, los mismos procedimientos, dando lugar a objetos indistinguibles. Pero uno es objeto de adoración o de devoción, que conlleva un trato especial, quizá incluso la imposibilidad de tocarlo, mientras que el otro es manipulable: no requiere cuidado alguno.
La emperatriz manifiesta que la diferencia entre lo sagrado y lo profano, entre el arte y la artesanía, o entre lo bello y lo útil, es conceptual. Es el ritual por un lado, que “santifica” un objeto -como su exposición en un museo-, y la mirada reflexiva por otro, los que crean obras de arte: los que convierten objetos sin cualidades en obras merecedoras de nuestros cuidados y de nuestra admiración.
Teodora, brillantemente, se anticipó en más de un milenio, en las consideraciones de principios del siglo XX sobre lo que funda o constituye una obra de arte: una mirada y una palabra que bautizan cualquier objeto en una creación única, poseedora de sentidos que deben ser interpretados, cuya obtención ofrece puntos de vista inéditos y necesarios sobre el mundo.
Esta pequeña exposición bien merece más una atenta visita que el mayor contenedor de arte moderno y contemporáneo de Madrid. Dice mucho sobre las fantasías humanas dotando de valor y sentido objetos que hasta entonces eran indiferentes y mudos: una manera de actuar probablemente exclusiva de los humanos desde la noche de los tiempos.
https://www.bne.es/es/agenda/universo-imagenes-skylitzes-matritensis
La verdad exposición monográfica de la olvidada pintora Rocío de Velasco (1904-1991), en el museo Thyssen-Bornemisza en Madrid está a punto de concluir
Presenta una de las obras maestras del arte español del siglo XX: El cuarto de los niños. Un óleo de pequeñas dimensiones, pintado como si fuera al temple, en 1933: un cuadro que retrata silencio, concentración y ensimismamiento.
Muestra, desde la altura de un adulto, a un niño de espaldas, estirado en el suelo, rodeado de juguetes de madera dotados de ruedas, un libro y cuerpos geométricos de madera pintados de colores vivos -cubos y un icosaedro-, enfrascado en un juego de construcción también de madera. Levanta con cuidado una torre paralelepipédica, apoyada sobre un cuerpo bajo, con incierto equilibrio.
Toda la composición evoca un mundo de sueño poblado solo por sencillos juegos infantiles, que se descubre a través de la ventana del cuadro. El niño se desentiende de lo que acontece fuera de su mundo.
Rocío de Velasco fue una gran ilustradora de olvidados cuentos infantiles en los años treinta -escritos por la poetisa María Teresa León, pareja de Rafael Alberti-, con viñetas que recuerdan las miniaturas persas.
Pocas obras suyas se conservan o se conocen.
De hecho, una exposición en 2004 en Barcelona presentó el equivalente adulto de El cuarto de los niños -una pareja, Adán y Eva, estirada en la hierba, absorta en sí misma. El préstamo no ofreció ningún impedimento: Rocío de Velasco era una artista casi desconocida, y su obra ninguneada, pese a que bebía de la nueva objetividad alemana. Ninguna otra institución podía interesarse por esta obra.
La guerra civil truncó la carrera de Rocío de Velasco. Su pintura decayó. Así como su nombre.
Los cuadros El cuarto de los niños, y Cosas -objetos insignificantes desperdigados en una mesa en otra habitación, acaso la misma- hoy deslumbran, antes de volver a desaparecer.
Rocío de Velasco, tras la guerra, pintó en pueblos costeros de Cataluña (Llsvaneras, Vilanova y la Geltrú). Murió olvidada en Barcelona.
El Museo Nscional de Arte de Cataluña ha preferido exponer a la pintora francesa Susanne Valadon -menor, pero con una vida marcada también a las guerras del siglo XX, y el menosprecio que sufrieron las artistas que no atendieron a moldes.
https://www.museothyssen.org/exposiciones/rosario-velasco
Arte y memoria
De regreso al jardín de infancia. Han pasado sesenta años desde el párvulo.
¿Dónde están el patio imponente, la entrada majestuosa que imponía y que tanto se tardaba en cruzar, la escalinata monumental de altos y anchos peldaños que se alzaba vertiginosamente, casi como la cara escalonada de una pirámide, frente a la puerta de acceso?
No pueden ser un patio que se cruza en tres zancadas, ni una entrada tras la cual uno se da de bruces con una escalera cuyo rellano apenas se alza por encima de nuestras cabezas.
Los pasillos interminables de techos inalcanzables, conducen a puertas que se podrían tocar casi con la punta de los dedos.
Como le ocurrió a Alicia, algún conejo apresurado ha encogido el interior, convertido en una casa de muñecas, o un brebaje que habremos tomado sin darnos cuenta, nos ha convertido en un gigante.
La desproporción entre el espacio y el usuario sigue. Pero se ha invertido. El espacio ha empequeñecido ante nosotros sufridores de un estirón del que no teníamos conciencia. No cabíamos en nosotros atemorizados ante el volumen en el que nos sentíamos perdidos. Hoy, sentimos tristeza ante el empequeñecimiento de las estancias, reducidas, de salas palaciegas, casi siempre vacías, como de un castillo encantado, a aulas mediocres y desordenadas.
No deberíamos nunca regresar físicamente a los lugares de la infancia. Tan solo cabría recordarlos. Solo entonces recuperaríamos sus cualidades.
La memoria es infiel. Y creadora. No compone una imagen fidedigna de la realidad. Recrea, desajusta, distorsiona, recompone libremente lo que percibimos. Ni siquiera recuerdos recientes se ajustan a lo que realmente ocurrió, cuya ocurrencia nunca sabremos cómo fue en verdad.
Vivimos dos veces: lo que nos pasa y lo que recordamos. La realidad pasada es un sueño. La memoria no es depositaria del pasado, sino creadora del mismo. Su creación no es fija. Se recrea con el paso de los años.
La realidad, si no, es un material bruto. Necesita del trabajo de la memoria para ser digno de ser rememorado. La realidad solo atrapa nuestra atención cuando es recordada: trabajada, recompuesta por la memoria.
Memoria e imaginación son las facultades gracias a las cuales la vida es digna de ser vivida. La memoria trabaja a partir de hechos vividos realmente , la imaginación a partir de sueños. Pero ambas componen un mundo distinto al mundo profano en el que habitamos diariamente, del que escapamos, para vivirlo intensamente, cuando recordamos.
De algún modo, el mundo verdadero, que más nos marca, solo existe en nosotros, un mundo que creamos cuando recordamos. El mundo real solo tiene entidad y sentido para ser recordado, cuando se le recuerda. Mientras, en un telón de fondo que nada significa y que solo importa si la memoria lo considera digno de ser refundado.
El arte no es sino una tentativa, a menudo fracasada, de dar cuerpo a los sueños. Trata de construir un mundo alternativo a la realidad, mejorado, engrandecido, criticado.
Pero cualquier atisbo de materialidad congela la plasticidad de los recuerdos, que pierden su capacidad metamórfica. El arte, como una fotografía, solo es una cara de la realidad transfigurada. En ocasión esta es la cara memorable. Las caras de los sueños son múltiples y en constante transformación.
De algún modo, para ver el mundo recreado, deberíamos cerrar los ojos y dejar que los recuerdos asciendan -trascendiendo la grisura cotidiana.