Christoph y Wolfgang Lauenstein son cineastas de animación alemanes gemelos.
Un cortometraje siniestro -y aleccionador
Alberto Giacometti: Plaza I y II, 1949
Christoph y Wolfgang Lauenstein son cineastas de animación alemanes gemelos.
Un cortometraje siniestro -y aleccionador
Alberto Giacometti: Plaza I y II, 1949
Pilar, de la Virgen del Pilar, es el sustantivo común, escrito con la letra inicial p en minúscula, pilar.
Pilar viene del latín pila. Esta palabra nombra dos realidades antitéticas aunque relacionadas, curiosamente.
Un pilar se construye apilando elementos : sillares, bloques, ladrillos, unidos a veces con mortero. Apilar: pilare, en latín.
Montero, en latín, se dice con la mismo palabra que designa lo que el mortero permite levantar: pila.
Pilar, por tanto, en latín, apunta a la construcción, el alzamiento, elevación o erección de un pilar, como a la destrucción: el machaque de piedras hasta reducirlas a polvo, a mortero.
Se dibuja así un arco que va del polvo a la piedra, de la reducción al crecimiento, y que revela la complejidad y el simbolismo del pilar: sostén del cosmos, a partir de sus cenizas. Un eterno retorno entre el decaimiento y el alzamiento.
El axis mundi alrededor del cual se ha levantado la delirante noción de patria -la tierra de los padres, supuestamente paternal
"Me encanta Nueva York. He aprendido a amarla. Me he acostumbrado a sus enormes conjuntos, a sus grandes perspectivas. Mis ojos ya no se detienen en las fachadas, en busca de una casa que, imposiblemente, no sea idéntica a las demás. Van directamente a los edificios perdidos en la bruma, que no son más que volúmenes, nada más que el marco austero del cielo. Si uno sabe mirar las dos hileras de edificios que, como acantilados, bordean una gran vía pública, se ve recompensado: su misión termina ahí, al final de la avenida, en simples líneas armoniosas, una brizna de cielo flotando entre ellas.
Nueva York sólo se levanta a cierta altura, a cierta distancia y a cierta velocidad: no son la altura, la distancia ni la velocidad del peatón. Esta ciudad es asombrosamente como las grandes llanuras de Andalucía: monótona cuando la recorres a pie, hermosa y cambiante cuando la atraviesas en coche. He llegado a amar su cielo. En las ciudades europeas, donde los tejados son bajos, el cielo se arrastra a ras de suelo y parece domesticado.
El cielo de Nueva York es hermoso porque los rascacielos lo elevan mucho sobre nuestras cabezas. Solitario y puro como una bestia salvaje, monta guardia sobre la ciudad. Y no es sólo una protección local: se puede sentir cómo se extiende por toda América; es el cielo de todo el mundo.
He llegado a amar las avenidas de Manhattan. No son pequeños paseos serios encerrados entre casas: son autopistas nacionales. En cuanto pones un pie en una de ellas, te das cuenta de que tiene que llegar hasta Boston o Chicago. Se desvanece fuera de la ciudad y el ojo casi puede seguirla hasta el campo. Un cielo salvaje sobre grandes vías paralelas: eso es Nueva York. En plena ciudad, estás en plena naturaleza. Me costó un tiempo acostumbrarme, pero ahora que lo he hecho, en ningún sitio me siento más libre que en medio de la multitud neoyorquina. Esta ciudad ligera y efímera, que parece cada mañana y cada atardecer, bajo los rayos luminosos del sol, una simple yuxtaposición de paralelepípedos rectangulares, nunca oprime ni deprime. Aquí se reconoce la angustia de la soledad, no la del aplastamiento."
(J.-P. Sartre: Situations, III, 2)
Mientras que el castellano y catalán solo poseen una única palabra, sabio o savi, el francès recurre a dos términos: sage y savant. No son propiamente sinónimos. Poseen significados distintos (que sabio o savi posee pero no distingue).
El castellano y el catalán están más cerca de la palabra originaria, el latín sapidus (y el verbo sapio), una palabra que también está en el origen del sustantivo sabor (y del adjetivo sabroso).
Sapio, en latín, significa tener gusto, es decir buen gusto. El gusto se manifiesta tanto en el hacer (el buen hacer) como en la decisión previa al hacer, que determina si se tiene que actuar o no.
Un savant, en francés, es una persona inteligente. Posee los conocimientos necesarios para intervenir. Sabe cómo hacer o proceder. Persigue una meta: la verdad.
Pero el savant y no mide las consecuencias de sus actos. La meta, la prosecución de una acción, es un fin en sí mismo, independientemente de lo que dicha acción pueda causar, hoy diríamos, de los daños colaterales.
El sage, en cambio, persigue valore éticos y estéticos: el bien y la belleza. Intuye qué puede acontecer si obra.
El sage reflexiona -y puede llegar a la conclusión que los daños pueden ser superiores a los beneficios. El savant actúa. Tiempo -o no- tendrá el sage de evaluar la “bondad” del gesto del savant.
Una persona inteligente no es siempre sabia. Sabe cómo hacer, pero no se plantea porqué hace. El savant no se detiene. Tiene que practicar, y repetir una y otra vez los gestos necesarios, y en un determinado orden, para conseguir sus fines. La destreza es necesaria para ser un savant: una destreza que requiere una mano diestra, eficaz, que logra gestos contundentes, que no dudan: se llevan a cabo, diríamos, sin pensar. El savant tiene que tener capacidades técnicas. No puede recapacitar. El savant cree en el progreso. Mira hacia adelante, hacia el futuro. Tiene un objetivo.
El sage, en cambio, mira hacia el pasado, y aprende de las decisiones tomadas en el pasado. De dichas enseñanzas saca las consecuencias que probablemente causen sus acciones “savantes “. El savant no se hace preguntas. No cuestiona ni se cuestiona. Es una máquina eficaz. Gracias a sus acciones, se despeja un camino -que quizá no lleve a nada y sea irreversible. El sage “huele” lo que puede ocurrir. Tiene olfato y vista. Tiene el buen gusto de inquirir sobre las condiciones y las posibles consecuencias de la acción, perfectamente planificada, que el savant está a punto de emprender.
El gusto es una facultad que permite medir las cualidades de las cosas y de los gestos, y su impacto en nosotros, en nuestro ánimo. El gusto intuye las consecuencias de una exposición: de unos objetos, y de nuestro contacto con éstos.
Educar el gusto debería ser la tarea de cualquier enseñanza: enseñar a valorar si se puede y se tiene que proceder. Un conocimiento que debería preceder el de los saberes técnicos y proyectiles en arte y arquitectura. La “sagesse “ puede conllevar renuncias. Preferir dejar las cosas cómo están -con la posible esperanza que, un día, un sabio, recapacite, y determine que se dan las condiciones para que un acto sea bello y beneficioso, siempre atento a cualquier atisbo de mala práctica, de una práctica que hace, nos hace, daño, nos hace peores.
“Vivo, esforzándome constantemente en luchar, por el buen humor, contra los sufrimientos de la mala salud y otros males de la vida, firmemente persuadido que a cada vez que un hombre sonríe, y más aún cuando ríe, añade algo a este fragmento de existencia.”
(Laurence Sterne: Vida y opiniones de Tristram Shandy, Gentleman, 1759)