martes, 4 de marzo de 2025
RAIMOND CHAVES (1963): DISCO Y ARQUITECTURA
“Venus”
Fotos: Tocho, Museo Británico, Londres, marzo de 2025
En un corto y estrecho estante de vidrio de una pequeña vitrina en una esquina, entrando en la última sala de la exposición permanente del departamento de Medio Oriente del Museo Británico, al que no se suele llegar, se expone, casi de espaldas, al lado de una diminuta figura de frente muy divulgada, una estatuilla femenina, tallada en piedra dura, representa (evoca o sustituye) a una figura sentada, las piernas estiradas y cruzadas, el cuello y la cabeza inclinados hacia adelante. La figura parece estar desnuda. Tiene seis mil quinientos años y se halló en el sudeste de Turquía. Si consideráramos que la representación es naturalista, la cabeza se parece más a la de un animal que a una humana. La cara es lisa, sin rasgos. Por el contrario, el volumen de cuerpo no es en absoluto impersonal. Posee unos volúmenes y una distribución únicos. La estatuilla es inconfundible. Pero su “personalidad” o individualidad no se expresa en en rostro sino en una organización casi antinatural del cuerpo.
Una figura que, sin ninguna indicación de escala, podría parecer monumental, quizá por la inevitable asociación con las esculturas de Henry Moore -muy influido por la estatuaria neolítica. La estatuilla, sin embargo, no llega a los quince centímetros de altura.
Posiblemente, la imagen no representa miméticamente a una mujer voluminosa. El cuerpo esculpido es una construcción. Un signo identitario. Podría expresar un deseo, actuar como un sustituto de alguien que no podía responder a un sueño. Expresaría un punto de vista sobre una figura femenina.
Pero bien podría ser una construcción ideal que manifestara trazos identitarios en los que una comunidad se viera representada. La figura sería un símbolo que aunaría como un grupo humano se vería o quisiera que se viera a sí mismo y fuera percibido por los demás. La singularidad de una comunidad se traduciría por una figura que representaría no a un individuo, una mujer única, sino a todo un grupo. Las singularidades formales de la estatuilla serían la expresión de la “personalidad” de un grupo para el que la estatuilla actuaría de emblema, un emblema que también expresaría el rol de la mujer en una comunidad, su papel principal que la excepcionalidad formal traduciría.
Desde luego, el sistema representativo utilizado por el tallista neolítico enriquece la función de la imagen en un grupo humano, y muestra la dificultad y la complejidad que plantea saber qué quiere decir esta y cualquier figura, más allá de su tradicional papel de figura sagrada o decorativa. Un grupo humano se vería a través de esta imagen. Se vería como grupo unido, y distinto de otros grupos. Y bien manifestaría la importancia, la influencia de una imagen en la construcción y el mantenimiento de los ligámenes humanos, del tejido social. Éste perdura fuerte y cohesionado gracias a esta figura y mientras ésta exista y sea reconocida como un emblema comunitario -a la vista solo de la comunidad a la que representa.
domingo, 2 de marzo de 2025
Mandala (o la arquitectura del alma)
Un mandala -la palabra en sánscrito (lengua originaria de la que deriva el hindú, con influencias en leguas antiguas como el griego y el latín) significa círculo- es un mapa que figuran el cosmos. Está configurado por una serie de palacios ideales alrededor de una estructura central donde mora la divinidad principal.
La función del mandala en el budismo es similar al de una imagen religiosa o un rosario: sirve para activar la mente, invitar a la plegaria con voz interior, y facilitar el encuentro con la divinidad a través de un recorrido circular o en espiral durante el cual el alma o la mente del fiel se detiene en los distintos palacios en su avance hacia la luz. Éstos constituyen estaciones en los que el viaje interior, emprendido por la imaginación, descansa temporalmente antes de volver a emprender la ruta hacia el centro.
Estas obras cumplen una función similar a la de las moradas o castillos interiores que constituyen el alma según la mística sufí y Teresa de Jesús, y desde luego son activadores de la imaginación, lo que aparece como una de las primeras muestras del poder de esta facultad anímica, esencial en la estética. La imaginación era habitualmente denostada en la teoría del arte anterior a la ilustración porque se consideraba que ponía ante los ojos del alma seres, enseres y lugares inexistentes. Esto conducía a equívocos sobre la realidad de la corte celestial inevitablemente desmaterializada y, por tanto, invisible a los ojos físicos.
Los mandalas suelen ser pinturas: representaciones planas del universo que quien reza recorre con vista que, ante todo, despierta la mirada interior.
Existen también mandalas tridimensionales, quizá menos conocidos. Se asemejan a maquetas de construcciones que componen una gran obra de planta circular. El conjunto se alza como un tronco de cono, y suele estar coronado por una cúpula. La vista de varios pisos compuestos por distintas estancias en las que se accede mentalmente ayuda a elevar el ánimo y emprender la ascensión que requiere un mayor esfuerzo de introspección. El mándala también contribuye a visualizar el camino y a tener en cuenta los obstáculos y las dificultades.
Estas maquetas no representan templos sino que son templos que, a su vez, son el mundo. Su tamaño está de acorde con el espíritu desmaterializado. Es una obra en la que se sueña morar; miradas que constituyen etapas procesionales que tienen como fin depurar y elevar el espíritu.
Al contrario que en el cristianismo en el que la procesión se organiza según un eje recto, el viaje mental al que el mandala invita es circular, por lo que se puede emprender tantas veces como se quiere. No tiene principio ni final. Apenas se alcanza el centro, el viaje reemprende sin abandonar el alma a su suerte.
Quizá el mandala debiera ser la tipología arquitectónica que se explicara en primer lugar en las escuelas de arquitectura.
sábado, 1 de marzo de 2025
Cementerio -o al final de la carrera de arquitectura
Llegó la hora. Inmisericorde. Desinfección. El pasado, barrido. Los trabajos, al cubo de los despojos.
Los estudiantes de arquitectura pasan seis años como mínimo produciendo maquetas para distintas asignaturas de la carrera: felices o desafortunadas, torpes o casi demasiado perfectas, faltando al gusto o zalameras, imprecisas o montadas al milímetro, de cartón o de materiales más duraderos -pero cuyo vida y cuyo destino acaba en un cubo. Horas, días de trabajos manuales, que no solo dan lugar a veces o a menudo a obras atractivas, sino a obras que traduzcan o visualicen ideas o contenidos, maneras de concebir y plasmar espacios.
Son centenares de maquetas, algunas de gran tamaño que se tienen que preservan durante un curso o dos, por si se fueran reclamaciones y peticiones de revisión de resultados académicos. Ocupan mesas, estanterías, sillas y taburetes. Conquistan poco a poco o de súbito el espacio de las salas y los despachos.
Y llega la hora de hacer tábula rasa. Las maquetas se echan al suelo. Se desparraman o montan piras. Se pisan, se pisotean descuidadamente, o no. Molestan. Sin testimonios a los que no se concede valor alguno. Tan solo alguna maqueta, algún año, como en las fallas de Valencia, es perdonada y guardada. Seguramente hasta nueva orden.
Años de trabajo condenados. Olvidados, o echados por la borda antes de que el polvo recubra las maquetas malheridas.
Y lo estudiantes devienen arquitectos.
Sus trabajos, a los sumideros.
Sin contemplaciones.
La educación tiene algo de producción en serie donde no cabe la clemencia y la añoranza.
Quizá esta frialdad -la ausencia de sentimientos, quizá cierto sentimentalismo- explica que algunas construcciones se alcen como lo hacen en la vida real. Sin miramientos por lo que las rodea. Pisoteando.
viernes, 28 de febrero de 2025
Cementerio
Buen podría ser el cementerio el ejemplo perfecto de lo que es una obra de arte: un objeto inútil y sin embargo emocionalmente necesario.
Lo que es imprescindible es apartar a los cadáveres del contacto físico con los seres vivos. No pueden compartir un mismo espacio por razones de salubridad. Los rituales funerarios zoroástricos exigían que los muertos fueren depositados en lo alto de torres para que los buitres limpiaran los huesos, posteriormente recogidos. Un entierro es siempre conveniente para evitar infecciones.
Mas, pirámides, tumbas como las de los emperadores chinos o romanos, ciudades de los muertos para albergar a un solo muerto, túmulos, círculos de piedras descomunales no son funcionalmente necesarios. No tienen prosaicamente sentido.
¿Por qué, entonces, gastar y pasar vidas levantando monumentos que nadie podrá disfrutar en vida?
La palabra cementerio viene del griego a través del latín. El verbo griego koinaoo, de donde deriva la palabra cementerio, significa descansar, apaciguar, calmar. Se trata de una acción que devuelve el orden perturbado, la calma tras una convulsión, un trastoque o un choque. Las aguas vuelven a su cauce. La serenidad se impone. El temor se disipa. El descanso permite que el ritmo de la vida se recupere. El órdago cesa.
En el imaginario antiguo, durmientes y muertos no se diferenciaban. No participaban, temporal o definitivamente, de la vida cotidiana. Estaban apartados, ensimismados, encerrados en su mundo. Era imposible o difícil al menos llegar a ellos y establecer un contacto. ¿Quién se atrevería a despertarlos? Un súbito abrir de ojos, en un primer momento, causaría una mezcla de incredulidad, sorpresa, miedo y quizá alegría. Los que se alzaban regresaban de no se sabía dónde. Su experiencia ya no era la de los vivos. Sabían algo más, algo distintos. Se les suponía más sabios.
El dios griego del sueño, Hipnos, era hermano de Tánato, el dios de los muertos, la muerte personificada. Ambos no eran de este mundo, al menos durante un tiempo. Los sueños que les habían poseído les otorgaban una visión del mundo que la vida diurna no proporciona. Era necesario, pues, escucharles, desde una distancia prudencial. De algún modo, un ser que se despierta y recupera la visión y la razón es un resucitado. Causa admiración, respeto -quizá escepticismo - y desde luego impresiona. E inquieta.
La palabra cementerio también se relaciona con el griego sema -y éste con soma: cuerpo. Sema se traduce por señal. Apunta a que algo, un ser, un ente, un lugar, son significativos. Tienen algo inusual que comunicar. Uno tiene que acercarse con precaución . La revelación que aportan puede ser perturbadora. Lo que se anuncia sabe lo que no es sabido. Una señal siempre indica que algo va a acontecer que cambiará el curso del tiempo. Las señales son anuncios que deben ser tenidos en cuenta, anuncios de los que no se puede prescindir.
Los cementerios son espacios portadores de sentido. Su significación o su función es compleja. Atiende a los requerimientos que suponemos tienen los difuntos -que les atribuimos- así como a los nuestros. Por un lado ofrece un espacio digno para descansar para siempre (porque queremos creer que necesitan descansar). Mas, este refugio que los acoge también los entierra, los encierra. Los difuntos no saldrán nunca más. Un cementerio es también una cárcel. Al mismo tiempo que protege a los muertos, nos protege de éstos. Los agrupa, y marca las distancias entre los vivos y los muertos. Mantiene a éstos a buen recaudo, a distancia de nosotros. De este modo, los espectros no rondarán nuestras casas haciéndonos la vida imposible.
El cementerio, en verdad, está pensado no tanto para los muertos sino sobre todo para los muertos. Estos no son desatendidos -podrían volverse contra nosotros, tememos. Pero tampoco se les deja sueltos, incordiando y asustando. Un cementerio es una jaula dorada, para nuestra tranquilidad física y anímica.
No sé lo que “pensaremos” cuando nos trasladen allí.
martes, 25 de febrero de 2025
Partir la cara
Lo hemos visto en los medios: un representante político rompiendo un retrato fotográfico en un Parlamento hace unos pocos días.
Romper una foto en pedazos: un gesto que se ha practicado y se practica en contextos distintos, desde artísticos hasta políticos.
Esta destrucción no muy habitual recuerda la más común destrucción, mutilación o desfiguración de estatuas, en general religiosas o de figuras políticas. Al igual que en el caso que comentamos, el daño se centra en el rostro. La foto no se rompe por una esquina, sino que se rasga de manera que el corte atraviese la cara de la persona retratada. Su restauración no podrá nunca recomponer el rostro ni borrar las huellas, por finas que sean, que lo desgarran.
Cabría preguntarse por el alcance del daño.
Una escultura naturalista conmemorativa reproduce la forma, el cuerpo, el envoltorio, la apariencia de una persona. Es decir, imita su exterior. El volumen está plenamente plasmado. Su porte, su prestancia están ante nosotros. Mas, ¿una estatua nos mira? Cuando nos desplazamos ante ella, la figura reproducida ¿nos sigue con la mirada, o, más bien, mira -o se diría que mira, hacer ver que mira- a un punto indeterminado ante ella, con una mirada insistente y, se diría, ciega?. Mira sin mirar, simula mirar.
Una fotografía, al igual que cualquier imagen bidimensional, no puede dar las medidas de un cuerpo. No da la talla. Pero tampoco parece buscarla. Lo que se percibe, en lo que la fotografía se centra, es en la cara y, en particular en los ojos. Estos son expresivos, y dan la sensación que traducen la vida interior, los pensamientos y sentimientos de la persona. Su mirada lo es todo. Simboliza o expresa lo más valioso , lo que identifica y personifica a una persona. De algún modo, su cuerpo, las hechuras del mismo, no son necesarios para entender y ahondar en una personalidad.
La destrucción de una estatua quiebra un cuerpo pero no una vida. Rompe sus conexiones pero no atenta sobre su mundo.
La ruptura de una fotografía, o el lacerar un retrato, en cambio, ahonda en el atentado, pues alcanza lo que no se ve, su interior. Lo que queda es un cuerpo inerte, vaciado, vacío: una personalidad rota por dentro, doblada, quebrada. Una ruptura que no se podrá suturar.
En cierta medida, el rasgar una fotografía es un atentado mas certero y más cruel que el derribo de una escultura, pues destruye el alma. Ls figura podrá sobrevivir, con una vida vegetativa; un muerto en vida.
El político que rasgó la fotografía sabía lo que hacía; se ensañó. Borró a una persona. Ésta ya no sería la misma. Ya no sería.
Cabe preguntarse si este político, dotado del poder de anular a una persona, puede seguir representándonos.
AMY SILLMAN (1955): AFTER METAMORPHOSES (2015-2016)
https://www.amysillman.com/video/