La obra de teatro Dictadura-Transición-Democracia, compuesta por cuatro partes, escritas, respectivamente por Xavier Albertí y Lluïsa Cunillé, Roger Bernat, Jordi Casanovas, y Nao Albert y Marcel Borrás (la mejor, y la mejor interpretada, sin dudar), actualmente en el teatro Lliure de Barcelona, ofrece una curiosa imagen de nuestra relación al espacio.
La obra recrea situaciones que ilustran la situación socio-política de cuatro momentos de los últimos cincuenta años de la historia española, y están escritas por autores que han nacido el año en el que se sitúa la escena que crean, cuyos personajes tienen la misma edad que la de los escritores.
Las dos primeras partes acontecen durante la dictadura (corresponden a los años 60 y 70).
Dictadura 1 se centra en la creciente fascinación por la naciente televisión. A principios de los sesenta, escaseaban los televisores, por lo que los vecinos se solían juntar en casa de quien ya tuviera un televisor.
La escena acontece en una pensión. Se encuentran la dueña, realquilados, y vecinos que han acudido para ver el primer concierto televisado de Raphael. El aparato, colocado en lo alto, domina el espacio, ante el cual, como en un teatro o una ceremonia religiosa, se disponen los visitantes convertidos en espectadores. Todos parecen haber pagado o tener que pagar para el programa, ya que el aparato, comprado por la dueña, costó una pequeña fortuna.
Se trata un espacio que fue doméstico, pero que, quizá por la pobreza que aún reinaba en España en aquellos años, se ha convertido en un albergue, no se sabe si legal. Nadie, por tanto, está en su propia casa: ni la dueña, cuyo espacio se ha convertuido en público, ni los realquilados, que solo disponen privadamente de un cuarto, ni los vecinos.
El mismo hecho de tener que pagar la visión del programa revela que nos hayamos ante un acto público -pese a la decoración más o menos hogareña que impera. Nadie está en su lugar. Esto no significa que nadie tenga un espacio propio. Los mismos vecinos cuentan, en el momento en que la luz se corta, que se disponen a regresar a sus pisos, al igual que los realquilados a sus habitaciones. La misma dueña querría, supuestamente, que el comedor se vaciara.
Un acto -la visión de un programa televisivo-, hoy habitual, que se practica en lo que se ha convertido en el centro del espacio doméstico -al menos hasta la irrupción de los ordenadores y los televisores en cada una de las habitaciones de los miembros de una familia-, la sala de estar (o la cocina), presidida por el televisor o una pantalla televisiva, se produce en un lugar que ha dejado de ser privado, doméstico. Nadie quiere quedarse en su propio espacio, no solo por la falta de televisores y el deseo de contemplar programas, sino por una fuerza secreta expulsa a los personajes de sus hogares y los lleva en un lugar y ante una máquina que los convierte en espectadores.
Este espacio, que una vez fue doméstico y es hoy algo parecido a un escenario dominado por el televisor, es el único que existe. Fuera, el vacío, como bien comprueba uno de los personajes que trata de suicidarse: solo tiene que cruzar el límite del espacio para tirarse al vacío.
Dictadura 2 nos lleva ocho años más tarde. Estamos en un espacio abierto: un patio de la Universidad Autónoma de Madrid, repleto de estudiantes convertidos en público, a punto de asistir al primer concierto de Raimon en Madrid, rodeados por policías y soflamas. Los propios espectadores de Dictadura-Transición-Democracia hemos tenido que abandonar la sala donde se inició la representación de la obra, desplazarnos a un segundo espacio, sentarnos en el suelo, simulando que hacemos parte del público que asistió a aquel evento, todo y siendo, además, espectadores de la presente obra, convertidos tanto en espectadores (de la obra teatral) cuanto en actores (de la misma, ya que representamos a los estudiantes de aquel célebre concierto).
El espacio escénico vuelve a ser un lugar público. Tan público que se trata de un lugar al aire libre (un patio descubierto de la Universidad), donde se da rienda a sentimientos públicos: se grita, se proclama la visión o concepción de la vida pública.
De nuevo, los personajes vuelven a ser mostrados como espectadores. Sentados ante, no un televisor (que retransmitía una actuación en directo: el concierto de Raphael), sino un escenario donde también un cantante está a punto de salir a escena y cantar.
Transición, no podía ser menos, se desenvuelve ya, directamente, en un estudio de grabación televisivo. Estamos en Miramar, en el año ochenta, cuando se grabó, en directo, el primer programa televisivo desde Barcelona: un programa de entretenimiento, con actuaciones en directo -aunque en "play-back"- del dúo, tan popular por el aquel entonces, los Pecos, y de Lola Flores.
Los que asistimos a la obra, nuevamente, nos vemos transformados en actores: representamos a quienes asistieron a aquella mítica grabación. La escena se muestra como una directa prolongación del espacio que ocupamos que es, al mismo tiempo, un espacio opuesto al del escenario, y parte de éste.
Los años ochenta se ilustran con un espectáculo público. Todo acontece en escena. Incluso las escenas más íntimas (un brusca escena pasional entre los presentadores, que ya se había iniciado en otro espacio impersonal: un hotel). Las discusiones versan sobre la imagen, el qué diran; miden el impacto público de los actos y de lo que se dice. Todo se ha convertido, o reducido, a un "plató", un espacio aún más pequeño o anónimo que un escenario teatral. Trajes o disfraces entran y salen. Se habla de maquillage; se retoca.n las máscaras. Los Pecos se preocupan por su imagen, por la adecuación de los trajes de luces que se han visto obligados a asumir. Cuando cantan, solo simulan. Lo que suena es una grabación.
Y, de pronto, se inicia la cuarta y última parte: Democracia. La acción de desplaza a una taberna. Se trata de un semi-sótano, con unos sucios ventanucos en lo alto que dan a la calle: se entreveen los pies de quienes pasan por la calle.
El espacio, de nuevo, es público o, al menos, no se trata de un ámbito doméstico. Un hombre, el dueño, sin duda, cocina. Canturrea y se comporta como un conocido cocinero televisivo. La televisión moldea su comportamiento, incluso cuando efectua, solo, una tarea tan doméstica y cotidiana: cocinar para la familia. El escenario, nuevamente, irrumpe en el espacio. Se ufana en tener lista una comida para su hijo, un enfurruñado joven que invita a un amigo, y partir, dejándolos solos.
Éstos empiezan a comer, en una mesa para dos. Hablan de lo que les pasa, de su antitética visión del mundo, y de su similar pulsión vital. El espacio se ha convertido en un comedor, un lugar íntimo, un espacio cerrado en el que parecen sentirse a gusto: las confesiones afloran lernta, luego súbitamente.
Pero se trata de un bar. Un bar cerrado, ciertamente, lo que no es óbice para que dé a la calle, en el que cualquiera pueda asomarse, y mezclarse incluso en una situación enteramente privada. Y no una, sino muchas personas, pueden interferir en las vidas ajenas. La escena termina cómo termina.
Un baile último (en todos los sentidos de la palabra: un último baile, un baile final, con el que finaliza la obra que recorre la vida en España los últimos cincuenta años) testimonia que no nos hemos alejado demasiado de un escenario (trágico).
No, no se trata de revivir el barroco. Al contrario de lo que Shakespeare afirmaba, y de lo que se creía -o se aceptaba- a finales del siglo XVI y el siglo XVII, el mundo no es únicamente un escenario de teatro (ni una tómbola). Y la vida no "es una sombre deambulante", ni "es una comediante, que aparece en escena por el tiempo preasignado, actúa, luego se va, y enmudece para siempre", como Macbeth reconoce amarga o lúcidamente. O no es solo eso. Los personajes tienen su propio espacio; quienes se juntan en la pensión ante el único televisor de la finca afirman que van a regresar a sus casas. Pero no lo hacen. Nos hallamos incluso con unas figuras que tratan de convertir un espacio público, una taverna, en un espacio prívado, por un momento, un lugar para una comida para dos personas que se aprecian.
El problema no reside en la falta de espacios personales, ni en la confusión entre lo público y lo privado, sino en el rechazo del espacio propio, del "hogar". Todos los figurantes se sientan, como si no quisieran ser desplazados, en un "plató" televisivo, en la hierba de un patio universitario, en el comedor de una pensión. Los únicos que tratan de escapar de esta huida -pues de huida se trata- del hogar son los personajes del último acto. ¿Cómo acaban?
Como revela magistralmente Dictadura-Transición-Democracia, el gran problema que asola el tránsito de la sociedad española a la modernidad (el tránsito de cualquier sociedad a la modernidad), es su incapacidad por aceptar un espacio propio. Se rehuye los lugares de encuentro con uno mismo, los espacios personales donde refugiarnos. Antropólogos han destacado la invasión de los llamados no-lugares. Pero se trataría del rechazo a los lugares verdaderos, es decir propios (con todos sus defectos y virtudes, y, desde luego, carentes de las luces y los focos que asaetan los escenarios, que deslumbran). La casa se convierte en un lugar indeseado. La soledad es temida. Se asocia al abandono. Provoca pavor. Se necesita estar siempre como en un escenario, donde no se tenga que pensar, siempre pendientes de lo que se escenifica para nosotros, convertidos en permanentes espectadores.
La incapacidad por reconocer y asumir nuestro lugar en el mundo, por aceptar que los humanos somos seres arraigados, atados a un lugar, marca al hombre moderno. Y quienes se aferran todavía a un espacio de intimidad se ven reducidos, como unos seres de otro tiempo.
La relación del hombre con su espacio, es decir, lo que convierte a una sombra errante en un humano -humano porque hallaa su lugar en el mundo-, este es el tema que magistralmente, los autores, en especial Nao Albert y Marcel Borràs, tratan e interpretan en la desasosegante obra Dictadura-Transición-Democracia: el abandono, la renuncia, el rechazo del espacio propio en favor de la nada. El rechazo de lo que nos hace humanos. Solo queda entonces la violencia. O la indiferencia. Sin duda, lo mismo.
Agradezco a Marcel Borràs su espléndida y lúcida conferencia en la clase de estética de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, en la que expuso la visión del mundo que alienta esta última obra que ha escrito y que interpreta.
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