Una fortaleza es una construcción defensiva. Los muros, sólidamente construidos en piedra delimitan un lugar que se pretende inexpugnable. En el interior, se guardan, se protegen bienes y personas, tesoros que tienen que ser preservados. La vida de todos aquellos que dependen de la fortaleza, estén en el campo o en el interior, está a merced de la presencia, de la capacidad de resistencia de aquélla.
Gracias a una fortaleza, la vida se extiende, con cierta seguridad, por los alrededores. Enemigos y males están controlados. La fortaleza ofrece una sólida defensa contra todo lo que pretende atentar contra la vida, y acarrear el desorden, signo de finitud, de acabamiento, de retorno a un estado inicial antes de la creación, la puesta en orden del mundo.
La fortaleza, entonces, en un ente y una imagen; un símbolo de una categoría benéfica: la virtud. Quienes disponen de una fortaleza se saben fuertes, se sienten seguros: el mal no podrá con ellos; el fuerte los hace fuertes ante el derrumbe o la caída. Quienes, por tanto, tienen fortaleza (anímica) sabrán resistir a males y tentaciones, a todo lo que les podría hacer caer, llevándoles a la perdición. Un castillo es un emblema de la mejor cualidad anímica, del alma inteligible: la sophrosyne (fortaleza, templanza, moderación) que pone coto al desorden que acecha al alma sensible y levanta sólidos criterios, normas seguras que permiten ordenar las caóticas impresiones y orientarse en el mundo material. La fortaleza introduce mesura, con el que se pauta y se rige el mundo, y las impresiones mundanas, necesariamente turbulentas, calientes, atemperadas.
La asociación metafórica entre el alma atemperada o virtuosa y una fortaleza es una imagen común en la mística hebrea, cristiana y musulmana, desde el sufí Nour el Din, de Bagdad, del s. IX, hasta Teresa de Jesús, autora del Castillo interior.
Ya Platón comparaba un alma bien ordenada, en la que los tres estrados estaban bien conectados y en el lugar que les correspondía, al mando de la inteligencia, con una República, una ciudad o ciudad-estado bien gobernada, en la que los tres estamentos, de los gobernantes y los sacerdotes, los religiosos, y los trabajadores (los productores de bienes, desde los agricultores hasta los artesanos) estaban regidos por el supremo gobernante, dotado de luces, que iluminaba a guiaba a los ciudadanos: el sabio y virtuoso filósofo.
Que Platón no pensaba solo en ciudades metafóricas lo prueban sus Leyes, texto tardío dónde detalla con minuciosa las reglas y los ritos que se tienen que observar en la ciudad para que la vida esté debidamente regulada en ella.
A estos cantos griegos en favor de la vida urbana les entró una piedra en el zapato. Los cínicos abominaban de la vida y las reglas de la ciudad. Defendían la vida solitaria. Las concesiones, los pactos, las renuncias a las que el ciudadano cede para poder vivir en sociedad, en comunidad, les parecían actos de cobardía o de abandono de unos ideales. La vida en común era mediocre. Se organizaba de modo a gustar, a llegar al máximo número de ciudadanos; se nivelaba por lo bajo. Y se vivía, no atendiendo a ideales o necesidades personales, sino tratando de molestar lo menos posible al próximo. Vida tibia, sin altos ni bajos, vida que no era vida, sino olvido intencionado de cualquier postulado. La política era el arte de la mediocridad. ¿Para qué apostar y defender la urbe y la urbanidad, considerada como el arte del engaño o de la hipocresía? Diógenes, quizá el fundador de esa corriente filosófica (o ¿religiosa?), en el siglo IV aC, prefería vivir en un tonel como un perro (cínico quizá venga de can), ladrando a los pusilánimes que cuidaban de no herir susceptibilidades aunque estas posturas fueran en contra de sus principios y creencias. El deseo de evitar conflictos llevaba a una muerte en vida. La contención mataba, apartaba de la verdadera virtud. Ésta no consistía en la entrega, el abandono, la renuncia de los valores, salvo de los bienes materiales (que la ciudad atesora).
Quizá el primer cínico fuera Antístenes (445-360 aC, aproximadamente) -según otros, sería Diógenes. Se sabe poco de su vida y se sus hechos. La mayor parte de la información proviene del historiador tardo-romano Diógenes Laercio, autor de unas vidas de filósofos.
Cuenta (6, 13) que Antístenes sostenía que el alma se tenía que amurallar: tenía que disponer de un "teichos analootos": una muralla continua, o una fortaleza, o una plaza fuerte inexpugnable. Teichos, que significa muro, castillo, deriva de un radical que se halla también en el verbo thigganoo, que significa tocar, prender. Un teichos era lo que ofrecía la máxima resistencia a la toma o la conquista. Un teichos analootos no se podía tocar. Dominaba desde lo alta, y defendía tanto lo que contenía como los alrededores. Un alma, con un castillo interior -o un alma que es un castillo interior- es inaprehensible al desaliento, a la renuncia. No se rinde, no deja paso a la ignorancia, la cobardía, la injusticia.
Por eso, Antistenes sostenía que una ciudad tenía que ser regida por la virtud (areté, término con el mismo radical indoeuropeo rt que se halla en palabras como arte y rito), es decir por un alma fortalecida, regulada por la práctica ritual.
El juego de correspondencia entre la fortaleza real (símbolo de la ciudad bien defendida) y la fortaleza anímica (el alma virtuosa) es doble: la ciudad tiene que ser como un alma fortificada, la cual adquiere la virtud de la templanza si se dispone como una ciudad bien ordenada.
AntístenesEdipo cuando las puertas de Tebas se le abrieron, llevaba a valores contrarios a los que defendía la cultura urbana: la renuncia y el desorden, fruto de una falta de previsión, medida y mesura.
Los cínicos fueron quizá los paradójicos mejores defensores de una "verdadera" cultura urbana, que no pasaba ni por el acopio de bienes, ni por el abandono de ideales.
Quizá los cínicos deberían regresar.
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