Sesostris III, II milenio aC - Eirene: retrato de El Fayum, s. II dC - Gerhard Richter: Betty, 1988.
(Resumen de una conferencia en San Sebastián, noviembre de 2011)
Cuentan las historias que Alejandro Magno no se desplazaba
sin Apeles, su retratista favorito.
Fuera o no verdad esta historia, lo cierto es que se trata de una de las
personalidades de la Antigüedad de la que se conservan más y más reconocibles
retratos esculpidos. El número de retratos pintados, de los que no se han
hallado ningún ejemplar (la pintura a la encáustica sobre tabla no ha aguantado
el paso del tiempo), tuvo que ser considerable. Se ha dicho a menudo que el
arte de la retratística le debe todo a este joven monarca. ¿Es eso cierto? ¡Qué
ocurrió para que naciera un nuevo género artístico a finales del siglo IV aC?
Un retrato, pintado o esculpido, es una efigie. De cuerpo entero, o no, un retrato se
caracteriza por mostrar una vista
frontal o lateral (un tipo de retrato común en los albores del Renacimiento,
aunque pronto cayó en desuso a favor de la vista de frente) de una persona. No
existe casi ningún retrato de espalda; la obra de Richter, Betty (un retrato de su hija, de espaldas, de 1988), sorprende,
precisamente, porque violenta una norma comúnmente aceptada. Por otra parte, el
modelo siempre es un ser humano real. No
se puede hablar en propiedad de un retrato de un animal, una divinidad –con una
sola excepción: Cristo, como veremos-, un héroe o un ser imaginario, y un
elemento natural. Los animales de compañía (perros, caballos) han sido pintados
a menudo, en ocasiones por grandes artistas como Velázquez, pero no se puede considerar
que constituyan retratos individualizados.
Un “verdadero” retrato no enfoca cualquier parte del cuerpo.
Independientemente del tipo de encuadre, el rostro tiene que mostrarse. Y, en
éste, son los ojos los elementos principales. Un retratado tiene que tener,
casi siempre, los ojos abiertos. A menudo, los cuadros están pintados de tal
modo (dos puntos blancos en las pupilas son necesarios) que la figura parece
seguir con la mirada a los espectadores a medida que éstos se desplazan frente
al cuadro, independientemente de dónde se ubiquen. El efecto siempre es
sorprendente, aunque es común, casi banal, y no implica ningún juicio de valor
sobre la bondad de la obra. Es
preferible, además, que la figura retratada mire al espectador, aunque los
retratos de personas ensimismadas o melancólicas pueden rehuir el contacto
visual, desviando o alzando la mirada.
En este caso, es precisamente la mirada que se retrae la que constituye la
característica principal de la efigie. Las figuras con los ojos cerrados suelen
ser imágenes de durmientes, o de fallecidos (aunque existen estatuas de
yacentes con los ojos abiertos, que simbolizan la obtención y el disfrute de la
vida eterna), lo que ha dado pie casi a un tipo de retrato mórbido.
Los ojos son, pues, el elemento central o distintivo de un
retrato. El espectador es capaz de reconocer a la persona retratada
precisamente por la representación de sus ojos abiertos. El resto de los
elementos del rostro son más difíciles de identificar o personalizar. En cuanto
a las otras partes del cuerpo, salvo algunas deficiencias físicas
características, impiden la caracterización correcta de una persona. Por eso,
los grandes pintores clásicos a quienes se encomendaba la ejecución de un
retrato cobraban más honorarios si se encargaban de la representación de los
ojos. De todos modos, tradicionalmente,
hasta el siglo XX, el retrato fue considerado un género artístico menor,
comparable con el arte del bodegón o del paisaje. La invención de la
fotografía, por otra parte, anuló una de las funciones básicas del arte de la
retratística dibujada, pintada, grabada y esculpida: la fijación y la
divulgación de los rasgos de una persona. Así, el retrato permitía que los
futuros esposos de distintas casas reales, cuyos esponsales estaban pactados sin que se conocieran, pudieran verse las
caras antes de la ceremonia. Obviamente, esta función fue suplida con mayor
eficacia y rapidez por la imagen fotográfica y fílmica.
Esta estrecha relación entre una persona y su retrato se manifiesta en el mito griego del origen de
la pintura. Éste, casualmente, une
pintura, retrato y cerámica. El barro es la materia con la que los humanos
están moldeados. Ante todo, es necesario
aclarar que un retrato tiene siempre que remitir a una persona, retratada en
vida -los retratos póstumos no suelen ser considerados retratos a parte entera-,
cuyos rasgos reproduce fielmente el retrato, o de modo que la persona sea
reconocida sin ambigüedades, sin que la
efigie sea una caricatura, por ende; ésta, en efecto, amplifica algunos rasgos,
y sustituye e identifica a una persona por alguna característica suya, ampliada
de tal modo que actúa como una metonimia. El retrato moderno y contemporáneo,
al igual que el retrato manierista flamenco no siempre puede ser considerado como
un retrato verdadero, precisamente porque está al filo de la caricatura.
Cuando cayó la noche, una muchacha de Corinto, hija de un
hábil alfarero, se despedía de su
prometido que partía a la guerra al alba. El mito añade que la débil llama de
una vela proyectaba el perfil del muchacho en la pared. A fin de guardar para
siempre un recuerdo de su amado, y de tener la sensación que, de algún modo,
éste seguiría estando junto a ella, el padre aplicó barro sobre el muro y
reprodujo el perfil del joven, creando el primer relieve cerámico, y el primer
retrato. La pintura y, en concreto, el retrato quedaba asociado a la sombra.
Era un doble de la sombra, la captaba o fijaba para siempre. Las palabras
expresaban bien esta asociación: skia,
en griego, significaba sombra, y skene,
pintura y decorado (de ahí skenografia).
Dado que la sombra está íntimamente ligada al ser vivo, y que ninguno puede
vivir sin sombra –solo los fantasmas, los espectros, los aparecidos, al igual
que los seres celestiales, aéreos, desencarnados, carecen de ella-, la sombra
es la señal (o el signo) de la presencia de un ser vivo. La sombra lo denota;
lo precede o le sigue. Es el indicio ineludible de su presencia y
manifestación. Esta íntima relación
existente entre un ser y su sombra, dada la conexión entre el retrato y la
sombra, se “refleja” en –y justifica- la que existe entre un retrato y la
persona retratada. El retrato es algo así como un espejo en el que un rostro se
mira. El retrato devuelve la faz, y la mirada, más precisamente, de una persona. La comparación con el espejo no
es casual, por dos motivos. La
realización de un autorretrato requiere el empleo de un espejo, por lo
que un autorretrato no reproduce los rasgos “reales” del artista sino los que
ya tienen una condición imaginaria: los rasgos que el espejo devuelve. Por otra
parte, Platón consideraba que las pupilas eran nítidos y precisos espejos.
Éstos reflejan a las personas cercanas (en el doble sentido de la palabra:
próximas física y afectivamente). Por
tanto, las pupilas devuelven la imagen de la persona enamorada que se mira a
los ojos del amado o amada. Así, el
retrato se asocia con Eros: el retrato es un canto de amor a la persona
retratada. “Refleja” el deseo el anhelo que ésta suscita, o el que siente el
artista por ella. Un retrato es un regalo, un testimonio de una relación
deseada o consumada. Y también su anverso: la prueba visible de los
sentimientos, no siempre placenteros, que una persona levanta. En todos los
casos, un retrato no es una imagen interesada.
La relación entre la sombra y el retrato acerca al retrato
al mundo funerario. Los retratos cobran pleno “sentido” –su función se
determina plenamente- cuando la persona cambia o desaparece. En el primer caso,
la imagen guarda el aspecto de la persona en un momento de su vida. Tras su
fallecimiento, lo único que queda son sus pertenencias, y su efigie (casi
siempre realizada en un momento de esplendor de la persona: raramente una
persona es retratada enferma y menos moribunda). Aquélla mantiene “vivo” el
recuerdo. De algún modo, la sustituye. La
efigie produce la ilusión que la persona sigue presente entre los vivos. La
figura, en un retrato naturalista, se dice, parece ser capaz de hablar, de
desplazarse. ¿Acaso no fija la mirada en quien se acerca, y le sigue cuando el
espectador se desplaza, como si imagen estuviera viva, como ya hemos dicho? Los
mitos, empero, cuentan los desengaños que los retratos causan, si bien esta
sensación no es sino el reflejo de las ilusiones antes alentadas por la
apariencia llena de vida de la figura pintada.
El retrato detiene el paso del tiempo. Los rasgos quedan
“inmortalizados”. Esta impresión es casi demoníaca, como bien mostró Oscar
Wilde en El retrato de Dorian Grey.
Se diría que el retratado ha alcanzado una condición a la que aspira, aunque
vanamente, el ser humano. El retratado es inmune al tiempo. El daño que el
tiempo causa lacera la obra, no la imagen. La materia se vela, se raya, se rompe; el rostro, aunque
incompleto, no se altera: las arrugan no se materializan. Por eso, Alejandro
sigue siendo un joven, pese al tiempo
transcurrido. Nadie es capaz de imaginárselo como una persona vencida por la enfermedad. Se mantiene siempre con la
misma imagen, la misma vivacidad, en su proyección espejada.
Mas la capacidad que el retrato posee de impedir el avance
del tiempo implica que un retrato siempre es un reflejo de un ser mortal. Los
dioses no dejan huellas en la materia. A fin de mostrar que era también un ser
humano, sin limitación alguna, y no solo una divinidad, a fin de revelar que
había asumido la condición y la naturaleza humana, es decir, mortal, Cristo
imprimió varias veces su rostro en diversos soportes. Su “retrato” era la
prueba visible de su condición carnal, cuyo término era la muerte. No es casual
que las primerias efigies de Buda en la India se produjeran tras la llegada de
las huestes de Alejandro. Hasta entonces, Buda era considerado un ser
desencarnado, y por tanto, irrepresentable. Toda vez que Buda fue equiparado a
Apolo, en tanto que divinidad bondadosa, y que los dioses griegos podían
disfrazarse de seres humanos para mostrarse ante los hombres, Buda fue dotado
de un cuerpo carnal y pudo ser representado, aunque siempre como un ser
superior, idealizado.
La asunción de la mortalidad no fue fácil. Por el contrario,
los poderosos trataron (y tratan aún) habitualmente de esconderla, o de luchar con ella.
La existencia del retrato viene marcada por la aceptación de
la naturaleza humana. Ésta posiblemente no aconteciera antes del siglo V aC, en
Grecia, al menos en la tradición “occidental”.
Efigies aparentemente realistas de individuos existieron
antes de Alejandro. Mesopotamia y el Egipto faraónico no desconocían, en
apariencia, el arte del retrato. Los monarcas, los sacerdotes, las personas
cercanas al poder (la realeza, las divinidades) dejaron un gran número de
testimonios visuales de su paso por la tierra. Estas imágenes no siempre
parecen efigies idealizadas. Rasgos profundamente humanos como arrugas, bolsas
bajo los ojos, rictus, en ocasiones amargos, y toda clase de rasgos muy humanos (barba, calvicie, etc.) no
son inhabituales. Así los retratos del faraón Sesostris III muestran un rostro
casi anciano y abatido, como si el faraón fuera consciente de que su vida no
era eterna, y que no siempre podía ganar la partida a los obstáculos que la
vida levanta. Sin embargo, esos rostros ajados eran excepcionales. En
sociedades antiguas, muy pocos alcanzaban la vejez. Que un ser humano se
mostrara como un anciano denotaba su condición superior. De algún modo, había
vencido al tiempo, al menos durante más tiempo que el resto de los humanos. El
tiempo no le había borrado sus rasgos. Los ancianos, por otra parte, eran
considerados sabios, o magos. Ningún joven imberbe podía aspirar a la
sabiduría: valor, entrega, coraje, pero nunca lucidez y experiencia, eran los
valores asociados a la juventud. Los ancianos eran casi dioses. Lo sabían casi
todo. Un retrato de un anciano no era un
retrato enteramente humano. Por otra parte, no se buscaba documentar los rasgos
personales, sino caracterizar a una persona en tanto que sabio, es decir como
un anciano. Los supuestos retratos realistas antiguos muestran más tipos que
personas. No existe ningún retrato de
Sócrates joven. Sócrates, como sabio, nunca pudo ser joven. Necesariamente, su
aspecto tenía que adaptarse a las características de un anciano, lo fuera o no.
Los primeros retratos que ofrecen el testimonio del paso del
tiempo son los retratos de emperadores romanos. Éstos son mostrados en
distintos momentos de su vida. Queda patente que su imagen no es inmune al
tiempo. Esta consideración se opone a la condición divina del emperador. Sin
embargo, de nuevo, nos hallamos ante imágenes típicas. El emperador es mostrado
asumiendo las cuatro fases de la vida –algo que ningún ser humano lograba: era
un niño, un joven (un héroe), un adulto (un guerrero), un anciano. Del mismo
modo que los dioses que nacían y evolucionaban (las primeras efigies de niños
eran del dios Dionisio, justo después de nacer del muslo de su padre Zeus, o
del dios Hermes, cuya condición infantil le permitía burlarse de su padre Zeus),
los emperadores asumían distintas “formas” que revelaban su paso por la tierra
antes de la apoteosis (la ascensión al cielo).
En la Roma tardo-imperial, sin embargo, ya se habían
establecido las condiciones y los conceptos, procedentes de Grecia, Etruria (el retrato realista funerario es una característica del arte etrusco, quizá porque el ser humano tenía que mantener los rasgos incólumnes para seguir en vida n el más allá) y
el Levante, necesarios para que el arte del retrato pudiera ser posible.
Lo que determinó la aparición del retrato tal como lo
entendemos hoy fue la asunción de la condición mortal humana, sin que dicha
aceptación implicase que ésta fuera juzgada como una condena o una
penitencia. Era necesaria que fuera
asumida, y que se pudiera ironizar, sin condenas ni lamentos, sobre ella. Esta visión no se produjo antes de la cultura
helenística, es decir de la época de Alejandro. Así según la concepción socrática
del hombre (al menos, según la explicación de su discípulo Platón), éste podía
elevarse sobre las miserias terrenales gracias a un alma alada, capaz de
remontar hacia su lugar de origen, cabe las divinidades, en cuanto el cuerpo se
abandonaba. Eso implicaba que el ser humano podía estar “a la altura” del
cielo. Es cierto que Platón insistiría en que el cuerpo era la cárcel del alma,
pero también sostenía que determinados individuos, bien adiestrados, podían
superar sus limitaciones materiales y
remontar hacia la luz. Ésta, la luz divina, se reflejaba en la mirada.
Esta exaltación del ser humano no implicaba, empero, ninguna
divinización del hombre. Los estoicos sostenían que si los dioses existían, no
interferían con los asuntos humanos. Permanecían aislados sin desdeñarse a
mirar hacia la tierra. Los hombres, entonces, estaban librados a sí mismos. La
divinización no era imposible, sino que era absurda. ¿Para qué tratar de ser
como quien no se sabe si existe? Estoicos y cínicos se centraron en la figura del
ser humano. Éste era el objeto de sus desvelos, en ausencia del cielo. Lo
humano, los humanos, eran dignos de estudio. La naturaleza o condición mortal
ya no era un castigo, sino que era consustancial con la humana. Mas valía
aceptarla. Era irreal concebir otra suerte.
La vida, las fases de la vida del hombre ya no fueron consideradas como
etapas olvidables o despreciables, sino que constituían lo que otorgaba
dignidad, singularidad al ser humano. Éste era mortal, y asumía noblemente su
condición.
Pero para que el retrato se convirtiera en una exploración
necesaria del ser humano, era necesaria la instauración de un último concepto,
que también se fijó en la Roma tardo-imperial, si bien sus raíces se
retrotraen, de nuevo a Platón.
Como ya hemos comentado, Platón estudió los beneficios del
encaramiento; postuló su necesidad. El
mirarse las caras, que revelaba lo que cada uno pensaba y era, nacía del deseo:
deseo de conocer o de poseer. Dos personas se acercaban, se sentían próximas.
Tal era la cercanía, la familiaridad que mantenía que eran capaces de verse
reflejados en los ojos de la otra persona. Los ojos eran espejos. Lo que se
asomaba en la pupila era el reflejo de quien se miraba en aquella. Quien se
miraba, actuaba movido por el deseo de aproximarse al otro, y de abismarse en
sus ojos. La imagen reflejada, entonces,
correspondía a la de un ser movido, poseído por Eros. Un ser que
deseaba.
Eros era un semi-dios, siempre al acecho de la parte que le
faltaba, la otra mitad divina de la que carecía. En tanto que ser alado, era
capaz de partir a la búsqueda de lo que, de quien le completaría. La pareja de
Eros se llamaba Psique, una joven agraciada, embellecida por el amor que Amor
(Eros) le brindaba. Psique era una muchacha etérea, un alma pura, transfigurada
por Eros (psique significa alma, en
griego, precisamente).
En las pupilas del enamorado se asomaba la imagen de una
muchacha enamorada. La imagen correspondía a la de una figura diminuta asomada
al óculo de la pupila. En latín, pupilla significaba
muñeca (pupila, en español, significa también discípula, alumna).
Las almas, en el arte greco-latino, se representaban por
seres alados: mariposas o avispas (cuyo aguijón espoleaba al amante); pero
también por muñecas.
Las pupilas de los amados
contenían, pues, la imagen del amante reflejado. Esta imagen era la de
un muñeco o una muñeca: era la imagen del alma del amante., su alma enamorada,
transida por Eros.
Los ojos, entonces, reflejaban el alma de la persona, su
vida interior. La condición y cualidad anímica era el símbolo de la “verdadera”
personalidad. A través de la mirada se podía captar quien era, en verdad, una
persona, más allá de su apariencia y su porte. Los ojos no mentían ni
escondían. Eran ventanas que permitían asomarse al interior de una persona.
Los ojos son, precisamente, el motivo central de un retrato.
Captar la mirada, lo que éste denota, es la tarea principal del retratista. Por
eso, una figura con los ojos cerrados no expresa nada (salvo que, una mirada
ciega sea el símbolo de una potente mirada interior, como ocurría con los
poetas, capaces de ver “más allá” de las realidades materiales alcanzados con
el sentido exterior de la vista).
El alma era lo que “personificaba” a un ser: lo distinguía y
lo “representaba”. Un retrato, entonces, tenía que captar, no tanto la
apariencia sino el alma, el brillo de la mirada. La única manera de vislumbrar
el tipo de alma consistía en mirar a alguien directamente a los ojos sin bajar
la mirada, o contemplar su retrato. El retrato se convertía en la exploración
de la “psique” humana, puesto que ésta era digna de estudio.
En la parte oriental de la Roma tardo-imperial aparecieron,
a partir del siglo II dC, una serie de religiones soteriológicas (mitraísmo,
orfismo, osirianismo, cristianismo, gnosticismo, etc.), esto es, que ofrecían
el cuidado y la salvación del alma, en un momento en que los hombres, cuya
vida material estaba asegurada gracias a la Paz Romana, empezaron a
preguntarse por lo que les ocurriría más allá de la vida terrenal. Libres de preocupaciones
mundanas, se volvieron hacia temas ultramundanos. Esas religiones o sectas, derivadas del
neo-platonismo y del estoicismo, se
cuidaban de la vida verdadera, que era la vida anímica tras la liberación de la
carne. El ser humano ya no tenía que temer la muerte; lo único que moriría
sería su cuerpo, mas el alma, que era su esencia, perduraría.
Si la vida verdadera
implicaba desvelarse por el alma, el retrato se convirtió en el mejor
medio para explorarla y conocerla. El retrato se convirtió en un elemento
esencial en la economía de la salvación del alma. Sin el retrato, el ser humano
no podía conocerse (una norma, por otra parte, que hundía sus raíces en la
religión apolínea, cuya influencia en Platón, siempre al cuidado de su “daimon”
o genio personal, alentado por Apolo, debería ser estudiada con más
detenimiento).
Es sin duda por ese motivo que, en el Egipto greco-romano,
la faz de los difuntos momificados 8los célebres “retratos de El Fayum”),
entregados al cuidado de Osiris, estaban veladas por una tabla o un lienzo
pintado con un retrato del difunto, con
los ojos bien abiertos, signo de que el alma había alcanzado el otro mundo. Del mismo modo, la prueba de la resurrección
de Jesús consistía en sus innumerables efigies
portátiles (iconos) o que cubrían la bóveda de las iglesias (frescos,
mosaicos) en las que la imagen del Pantocrátor, con los óculos desorbitados,
como si la figura solo fueran ojos, mira desde el más allá a los humanos,
testimoniando de su resurrección, y ofreciendo, a todos aquellos que se
acercaban y se miraban en los fondos espejados de los ojos del Hijo de dios, la
salvación definitiva.
El retrato se coinvertía así en el medio gracias al cual el
ser humano (es decir, su alma, que no su cuerpo perecedero) alcanzaba la
inmortalidad. El retrato jugaba un papel esencial en la redención, del mismo
modo que las huellas de la Santa Faz, impresos en diversos lienzos (los paños
de la Verónica), probaban la venida del Hijo de Dios en la tierra, la asunción
de la humanidad, y su resurrección final que arrastraba a toda la humanidad,
simbolizada por Él, hacia la vida verdadera. El retrato se convirtió en el
medio y el signo de la dignidad humana, un proceso que se forjó a partir del
siglo V aC, en Grecia, en contacto con Oriente.
Mas, ¿tiene aún
“sentido” el retrato?
Bibliografía somera:
Belén Altuna: Una
historia moral del rostro, Pre-Textos, Valencia, 2010
Pedro Azara: El ojo y
la sombra.Una mirada sobre el retrato en
Occidente, Barcelona, Gustavo Gili, 2002 (L´occhio e l´ombra. Sguardi sul ritratto in Occidente, Bruno
Mondadori, Milán, 2002)
Pedro Azara: Imagen de
lo invisible, Anagrama, Barcelona, 1992
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