Nota: Texto para una publicación sobre el Discóbolo, editado por Planeta, Barcelona, 2017
CUANDO
LAS ESCULTURAS DESCENDIERON DEL PEDESTAL
Estatuaria
arcaica griega, siglos vii-vi a.C.
El
mito: el héroe Dédalo y el origen de la estatuaria
Cuando Dédalo, huyendo de
la ciudad de Atenas, llegó a la corte del rey Minos en Creta, este ya sabía de
las habilidades del héroe. Dédalo estaba emparentado con la familia real
ateniense. Era un artista o un mago: practicaba las artes de la escultura, la
arquitectura y la joyería, pero también las malas artes. Su nombre significaba «habilidoso»,
experto en técnicas artísticas. Pese a su ingenio, fue su sobrino Perdix, que
trabajaba para él, quien inventó tres útiles que harían fortuna: el compás, el
torno y la sierra. Con el primero se podían tomar y trasladar medidas, lo que
permitía realizar proyectos muy precisos; el torno, por su parte, permitía
modelar cualquier forma hasta la perfección. La sierra, que inventó a partir de
las fauces de un tiburón que halló en una playa, escindía las formas que el
compás había silueteado; también tallaba madera, el material básico de la
arquitectura arcaica. Celoso por los descubrimientos, Dédalo asesinó a su
sobrino; pese a formar parte de la realeza, tuvo que escapar de la ciudad antes
de que fuera a ser condenado.
Minos acogió y protegió a
Dédalo a cambio de trabajos que solventaran problemas casi insolubles, como la certera
defensa de la isla ante los posibles ataques de Atenas. El tamaño de la isla
exigía guardas de los que Minos no disponía. Dédalo se inspiró en unas obras
del dios herrero Hefesto, quien adquirió los conocimientos necesarios para la
fundición de los metales de unas divinidades enanas antiquísimas, los telquines.
Hefesto construyó los resplandecientes palacios de los dioses olímpicos, y
forjó numerosos autómatas que se desplazaban a voluntad para atender la corte
celestial y las necesidades de su propia forja.
Dédalo construyó un
autómata gigantesco llamado Talos. Este héroe de bronce, alto y macizo como una
torre de vigía, estaba montado sobre ruedas y se desplazaba a toda velocidad;
rodeaba la isla tres veces al día sin detenerse ni quedarse sin aliento. Se
trataba de un oteador perfecto. Impedía que la isla fuera tomada y también
cortaba el paso a quien quisiera abandonar la corte de Minos.
Los griegos de la época
clásica consideraban a Dédalo el primer arquitecto y el primer escultor. Según el
autor tardío Diodoro de Sicilia (Biblioteca
IV, 76, 1-6), su fama era tal que le fue erigida una estatua en un templo de
Egipto a la que se rendía culto. Los griegos sabían de la relación entre las
artes griegas y egipcias, por lo que pensaban que Dédalo había obrado también
en Egipto:
«Dédalo era de origen
ateniense […]. Sobrepasó a todos los hombres gracias a su talento. Se dedicó
sobre todo a la arquitectura, la escultura y la talla de bloques de piedra […].
Destacó tanto en la estatuaria que los mitólogos pretendían que las estatuas de
Dédalo eran totalmente parecidas a los seres vivos, que veían, se desplazaban,
en una palabra, que poseían el porte de un cuerpo viviente. Dédalo fue el
primero en realizar estatuas con los ojos abiertos, las piernas separadas, los
brazos extendidos […]. Sin embargo, fue condenado al exilio a causa de un
crimen que cometió».
El «gremio» de los constructores
y escultores de la Grecia antigua estaba bajo la advocación de Dédalo. Los
arquitectos de catedrales medievales, unos mil setecientos años más tarde, recuperaron
esta figura pese a que no era un «santo» (en todos los sentidos de la palabra)
sino un héroe pagano: tal era su prestigio y el perdurable recuerdo de las
obras cuya invención se le atribuía.
La asociación entre
Dédalo y el origen de la estatuaria causa extrañeza hoy. Aunque nuestra mirada
sobre las imágenes miméticas está condicionada por los logros de las imágenes
virtuales y requerimos de un grado de ilusionismo que solo la informática
brinda para creer en la vida lo que las pantallas muestran, nos cuesta asumir
que los griegos juzgaran las obras de Dédalo como obras vivientes,
ilusoriamente vivas, semejantes a los humanos o confundidas con estos, pese a
que la credulidad de los antiguos griegos tenía un listón mucho más bajo que el
existente en la actualidad. Parece una paradoja que los griegos asociaran a
Dédalo con un tipo particular de estatuas: las figuras naturalistas. Una
estatua «dedálica» era, para un erudito griego, una obra de un tiempo
pretérito, la edad de los héroes de bronce, muy anterior a la de los hombres. El
sustantivo daidala designaba toda
obra humana o sobrehumana que sugiriera vida, movimiento; obra que pareciera
tener vida propia, insuflada por el mago Dédalo. En época clásica, se le
atribuía la autoría de la estatuaria originaria, precisamente por la admiración
que sus figuras suscitaban. Eran obras dignas de un habilidoso tallista capaz
de animarlas. Entre estas estatuas destacaban tanto las primeras efigies de
madera o de bronce, del siglo viii
a.C., como las primeras estatuas arcaicas de tamaño natural, talladas en piedra
o mármol, o fundidas en bronce, entre el advenimiento de las ciudades en el
siglo vii a.C. y la victoria sobre
los persas durante las Guerras Médicas a principios del siglo v a.C.
Sin embargo, las estatuas
llamadas «dedálicas» eran toscas; estaban talladas someramente. Solían ser no
de bronce, sino de madera esculpida y pintada: ébano, cedro, ciprés, higuera.
Eran fetiches antinaturalistas. Su aspecto rudo casaba —casa— bien con la
imagen que los griegos se hacían—y que nos hacemos— de los tiempos primigenios
a partir de los cuales las formas evolucionaron hasta la perfecta figuración
humana clásica. Pero su imagen no casaba con las descripciones míticas de las
estatuas forjadas por Dédalo, que se desplazaban tan libre y voluntariamente
que parecían casi seres vivos, consideraciones que no podían aplicarse a los
fetiches más «primitivos» y arcaicos: estatuas que debían ser encadenadas, se
contaba, si no se quería que, como la imagen de Venus esculpida por Pigmalión,
descendieran del pedestal y se perdieran entre la multitud (Las metamoforsis de Ovidio, Libro X).
Las obras de Dédalo eran mágicas: se desplazaban o producían una ilusión tan
poderosa de vitalidad que era necesario tomar toda clase de precauciones si no
se quería que acabaran confundiéndose con los seres vivos a los que imitaban o
duplicaban. Sin embargo, la razón por la que los griegos clásicos asociaban la
estatuaria arcaica a Dédalo no se debía a su «naturalismo» sino a la
fascinación que de ella emanaba. Parecían venir de otro mundo. En algún caso, dicha
procedencia sobrenatural era «cierta». Se contaba que la estatua de culto de la
diosa Atenea en su templo, el Erecteion, en la Acrópolis de Atenas, no fue
tallada por mano humana alguna, ni siquiera por Dédalo, sino que cayó del
cielo. Se trataba de la estatua que constituía la meta de la procesión de las
Panateneas; cada cuatro años, las jóvenes nobles de Atenas portaban un manto
que habían tejido con el que vestían a la estatua tras despojarla del gastado manto
anterior. Los atenienses de la época de Pericles, en el siglo v a.C., no veneraban las efigies
clásicas de la diosa, como la gran estatua crisoelefantina (compuesta por
placas de marfil y de oro adosadas a una estructura de madera) de Atenea Partenos ejecutada por Fidias, sino
aquel tosco fetiche venido de lo alto cuya dureza era un símbolo de su
pertenencia o de su asociación a un mundo no humano. Incluso en la época
clásica, cuando se requerían figuras de culto se tallaban estatuas a imitación
de obras arcaicas. De algún modo, también actualmente tendemos a juzgar la
estatuaria antinaturalista medieval más sagrada que las imágenes religiosas
renacentistas o barrocas, tan o demasiado humanas.
La talla de Atenea caída
del cielo, considerada el prototipo de la estatuaria «dedálica», se asemejaba —o
acaso era la misma— a la que se hallaba en el templo de Atenea en Troya. Esta
estatua, llamada Paladio,
representaba a la diosa. Fue tallada por la misma diosa Atenea. Representaba—o
reemplazaba— a la diosa Palas, «hermanastra» de Atenea (o de Palas Atenea,
precisamente). Criadas juntas, estaban siempre juntas. Y más, eran diosas
de la guerra: estaban siempre revestidas por una coraza, sostenían un escudo y
blandían una lanza. Un día, jugando, sin quererlo, la joven Atenea mató a Palas.
Triste y avergonzada, talló entonces una efigie suya para recordarla. Un día,
Zeus echó la imagen cielo abajo para que cayera sobre la ciudad de Troya.
Recogida por los troyanos, presidía el templo de la ciudad. Cuando la guerra
con los aqueos, Ulises la robó —lo que causó la caída de Troya desprotegida— y
la trajo a Roma a fin de que esta se convirtiera en la capital del orbe.
Tanto el Paladio —un nombre propio convertido en
un nombre común que designaría, incluso durante el cristianismo, a un fetiche
mágico, protector de seres y enseres, muebles e inmuebles, casas y ciudades,
cuando era paseado en procesión— como la estatua de culto de la ciudad de
Atenas no eran simples estatuas de madera. Se trataba, por el contrario, de
organismos vivos, entes sobrenaturales. Su mismo aspecto tosco los distinguía
de las cosas y los seres terrenales. No parecían mortales. La extrañeza
reverencial que causaban era el signo de que se trataba de figuraciones
verdaderamente divinas, que no habían sido talladas para acomodarse a la limitada
visión y comprensión humanas sino que manifestaban la «otredad» divina. En este
sentido, en tanto que tallas vivas e inmortales, en tanto que dobles divinos,
las sencillas tallas arcaicas podían ser atribuidas a Dédalo, ya que toda
estatua de Dédalo manifestaba un poder sobrenatural.
Del
ídolo a la estatua
Los mitos dicen la
verdad, a su manera. Las historias de Dédalo asociaban a este héroe con Creta y
con Egipto. Pese a que era considerado un destacado miembro ateniense, Dédalo
desarrolló su «carrera» en la corte de la isla de Creta, donde recibió los
encargos que inmortalizaron su nombre: el Laberinto y el autómata Talos (antes
descrito), principalmente. Lo que parece cierto es que la estatuaria monumental
griega nació hacia el siglo vii a.C.,
con la afirmación de la cultura urbana y la instauración de santuarios
construidos en diversas partes del mundo griego: Creta y las Cícladas (como Naxos),
la isla de Eretria, la región de Jonia, la Magna Grecia y la Grecia
continental; es decir, tanto en Creta y Grecia como en las colonias orientales
y occidentales griegas. Eso implica que la estatuaria griega surgió y se
desarrolló por todo el Mediterráneo.
No se sabe si Creta y las
islas Cícladas fueron el origen único de la estatuaria griega o si esta apareció
casi simultáneamente por todo el mundo griego, si bien con particularidades
propias de cada taller y cada cultura, reflejando las diversas interacciones
con otras culturas del este y del sur del Mediterráneo. Pero se piensa que la
estatuaria se desarrolló antes en las islas y en las colonias que en la propia
Grecia continental. Esto no es óbice para que el momento de esplendor de este
género artístico se diera en la Acrópolis de Atenas —la ciudad más poderosa— en
el siglo vi a.C., donde se
juntaron esculturas procedentes de distintos talleres mediterráneos o talladas
en Atenas por escultores venidos de talleres cretenses, cicládicos y jonios.
Que Creta y las Cícladas,
y las ciudades de la costa oriental de Jonia, hubieran acogido los primeros
talleres de escultores hacia el siglo vii
a.C. no es extraño. La célebre Dama de
Auxerre (Museo del Louvre, París), una escultura femenina de rasgos
arcaicos, había sido tallada en un taller cretense. Ya los escritores clásicos observaron
el parecido formal y técnico entre la anterior estatuaria egipcia y la griega.
Las monumentales esculturas antropomórficas de piedra del Egipto faraónico
muestran a figuras masculinas erguidas en el acto de caminar, con una pierna
adelantada y los brazos bien estirados unidos a ambos lados del cuerpo. Talladas
para ser contempladas frontalmente —la parte posterior presenta un trabajo más
sencillo—, se asemejaban a las primeras estatuas griegas de gran tamaño, más
altas que un ser humano, que representaban a muchachos en actitud heroica:
cuerpos desnudos desafiantes, como si no temieran a la muerte (imagen que
posiblemente quisieran evocar, toda vez que se trataba a menudo de estatuas funerarias,
dobles de seres heroizados). Los contactos entre Grecia y Egipto a través de
Creta debían de ser relativamente habituales. Pero el indudable parecido formal
entre la estatuaria del Egipto faraónico y de la Grecia arcaica no implica que Egipto
estuviera necesariamente en el origen, al menos exclusivo, de estas estatuas
(aunque la estatuilla de un joven hallada en la isla de Rodas en 1864 —actualmente
en el Museo Británico de Londres—[1] porte un tocado
nítidamente egipcio) ni que las estatuas de ambas culturas, pese a un «aire de
familia», significaran lo mismo. Aunque ambas representaciones pertenecían al
ámbito funerario, las estatuas egipcias eran imágenes idealizadas de la
condición humana en el más allá. La estatua egipcia era la imagen del difunto
en el otro mundo encarnado en un cuerpo imperecedero. Por el contrario, la
estatuaria griega permitía al difunto seguir presente en el mundo visible, a la
vista de todos los vivientes, para ser recordado y honrado por estos. La
estatua griega evocaba todo lo que el difunto había perdido: la capacidad de
moverse constantemente y de sentir, y el calor, el temblor del cuerpo. Se trataba
de una imagen eminentemente fúnebre, que ponía en evidencia la pérdida (pese al
aparente esplendor del cuerpo marmóreo, liso y brillante, pintado, incluso),
pero inerte y gélido, no lo que retenía o ganaba.
Por otra parte, la gran
estatuaria de piedra neoasiria así como la hitita podrían haber influido en la
naciente estatuaria jonia: las ciudades-Estado grecoorientales estaban en
contacto político y cultural con los imperios y reinos anatólicos,
mesopotámicos, levantinos y persas. Motivos desarrollados en el Próximo Oriente
—un bestiario fabuloso poblado de monstruos alados u horrísonos— fueron
imitados o versionados por artistas o artesanos griegos. Esta influencia oriental
también es evidente en la definición de divinidades griegas como la Artemisa de Éfeso, del siglo i d.C. (Museo Arqueológico de Éfeso),
cuya representación canónica —una figura femenina de pie envuelta en una
mortaja, que recuerda al traje mortuorio de Osiris, barrocamente ornada con
testas y astas de toros sacrificados— revela influencias tanto hititas como
egipcias. La imagen de la conocida como diosa de las fieras —llamada
convencionalmente Potnia Theron—,
asociada casi siempre a toros o leones, era conocida tanto en Creta como en el
Próximo Oriente, y reapareció en Grecia bajo la doble imagen de Artemisia y de
Cibeles, principalmente: se trataba de una diosa-madre, asociada a los riscos,
las áridas estepas y los bosques impracticables, que controlaba las fuerzas de
la naturaleza, indómitas y peligrosas (no las tierras de cultivo), que
apaciguaba a las fieras pero que también podía ser violenta e imperiosa cuando,
llegado el invierno, se desataba su furia destructiva, furia que azuzaba el
viento gélido invernal cuando asolaba o escarchaba los duros campos súbitamente
yermos.
Madera, metal (bronce,
plata y oro) y marfil, además de la arcilla, fueron los primeros materiales
empleados, antes que la piedra caliza —fácil de tallar— y el mármol, que se
pintaba. Aunque hoy las estatuas, como los templos, deslucidas la pintura y las
incrustaciones, nos parezcan blancas, como así lo celebraron los escultores
neoclásicos de finales del siglo xviii
y principios del xix, quienes
vieron en los modelos inmaculados grecolatinos un antídoto contra las tallas de
madera policromadas barrocas. Las estatuas arcaicas estaban parcialmente
pintadas y doradas, como lo demuestran los restos de pigmentos oscurecidos
entre los pliegues profundamente tallados en las túnicas de las estatuas
femeninas desenterradas en la Acrópolis ateniense. Los primeros historiadores
del Siglo de las Luces no sabían que las estatuas griegas estaban aún más ornamentadas
y se componían de una mayor diversidad de materiales que la imaginería católica,
ya que Grecia, en la primera mitad del siglo xix,
estaba bajo dominio otomano, y el viaje a Grecia era difícil y políticamente
incierto.
Por otra parte, así como
la estatuaria griega clásica fue masivamente arrebatada de los santuarios
griegos por los romanos tras la conquista de Grecia, trasladada a Italia y
reproducida por talleres romanos en mármol sin pintar ni dorar —por lo que los
artistas modernos, que confundieron arte griego y arte romano, tuvieron una
idea equivocada del arte griego—, la estatuaria arcaica no gozó del mismo
aprecio, no se divulgó tanto en el Imperio romano y no fue descubierta por los
artistas y los teóricos de arte renacentista y manierista.
La piedra, con la que se
esculpieron las primeras estatuas monumentales de Delfos, en el siglo vi a.C., era un material particularmente
adecuado, porque Delfos era la matriz del mundo, el hogar de la diosa-madre
Gea, cuenta el mito, y las piedras eran los huesos de esta diosa primordial. El
templo de las divinidades Apolo, Dionisos y Hestia, en Delfos, construido por
vez primera en el siglo vii a.C.,
estaba centrado en torno al ónfalo, el ombligo del mundo: una piedra abombada
que sobresalía de la tierra, para señalar la grávida presencia de la diosa de
la tierra.
Mientras que las numerosas
estatuillas votivas y funerarias —nunca simplemente decorativas— de terracota se
moldeaban, las estatuas y estatuillas de madera, metal, marfil y piedra o mármol
eran piezas únicas, si bien se ejecutaban réplicas (la singularidad de la obra
no era un requisito artístico). La mayoría eran anónimas, o atribuidas a
escultores divinos o heroicos como Dédalo. Se conoce el nombre de varios
escultores, aunque escasas son las obras importantes cuyo autor sea recordado. Tampoco
se sabe a ciencia cierta si las firmas grabadas en las bases de las estatuas
corresponden a los artistas originales, a los copistas o a quienes encargaban
la estatua. Las primeras esculturas fueron de metal y de marfil, pero ninguna
obra de marfil ha llegado entera hasta nuestros días. Delgadas placas metálicas
—oro, plata, bronce— recubrían estructuras de madera, entre las que se
insertaban placas o detalles de marfil. Las placas se obtenían martilleando el
metal, y se ajustaban a la estructura. El uso del modelado a la cera perdida —ya
conocido en Mesopotamia y Egipto—, a partir del siglo vi a.C., permitió la obtención de estatuas de bronce de gran
tamaño ejecutadas de una sola pieza, que competían con la estatuaria monumental
de piedra.
Estatuas:
¿imágenes o amuletos?
Aunque abunden imágenes
de seres híbridos —temibles grifones de tradición oriental, peligrosas sirenas,
esfinges carnívoras, gorgonas cuya mirada paralizaba, etc., a menudo con rostro
femenino— y de animales —perros, leones, toros, conejos o liebres, serpientes y
dragones, animales guardianes, ligados a menudo a dioses, o manifestaciones de
los mismos—, la estatuaria arcaica griega era mayoritariamente antropomórfica.
En casi ningún caso, sin embargo, las figuras humanas esculpidas representaban
a seres mortales. Dioses y héroes eran el tema principal de la imaginería
griega, simbolizados por figuras humanas idealizadas o agigantadas, o
revestidos o metamorfoseados en hombres o mujeres. La excepción eran dioses y
semidioses arcaicos o agrícolas, ligados a los elementos naturales, que aunaban
rasgos humanos y animales, como el dios de los ríos con faz de toro, o el
cortejo trashumante de Dioniso, formado por genios de los bosques y los
estanques umbríos como los sátiros de orejas caprinas, las ninfas pisciformes o
el endemoniado dios Pan semejante a un macho cabrío.
Los dioses olímpicos y
los héroes trágicos eran seres perfectos, distantes, más altos y casi siempre
ostentosamente jóvenes —como corresponde a dioses y héroes inmunes al paso del
tiempo, aunque no a la súbita muerte, o al traslado a otro espacio distinto al
de los mortales—, mas seres con apariencia —y vicios y virtudes— humanos.
Aunque no todos los dioses fueron representados por igual —los gemelos Artemisia
y Apolo, por ejemplo, recibieron un trato que su madre, la diosa Leto, apenas
mereció— y se desconoce el aspecto de algunos héroes (no así el de figuras
principales como Teseo, Heracles, Jasón, Odiseo o Medea), dioses y héroes se
materializaron y vivieron en la imaginación, así como en textos (historias,
himnos y poemas, relatos épicos, tragedias y comedias) e imágenes. Entre estas,
las estatuas y las estatuillas divulgaron la imagen que los seres
sobrenaturales quisieron dar de sí mismos, toda vez que se aparecían a los
poetas y los artistas plásticos que los invocaban para que los representaran, o
contaban sus historias a las musas, mensajeras divinas, que las dictaban
entonces a los humanos. Salvo algún ocasional autorretrato —que no se ha
conservado—, los escultores no representaron a seres de carne y hueso hasta el
siglo vi a.C., sino solo a
inmortales.
Algunos seres humanos
alcanzaron un estatuto heroico debido a sus hazañas. Los mortales glorificados
eran jóvenes que habían llevado a cabo un supremo sacrificio, entregando su
vida —perdiéndola a veces— en honor del Olimpo; un sacrificio que les libraba
de la decrepitud que la edad conllevaba. Dado que en la Grecia antigua todo lo honroso
debía realizarse a la vista de todos, que las acciones a plena luz tenían una
finalidad ética puesto que beneficiaban al lugar donde acontecían y a los seres
que allí moraban, los jóvenes que actuaban ante los demás, sin esconderse ni ocultar
sus gestos y sus cuerpos, que reflejaban la divina figura de los dioses, se
alzaban por encima de los mortales, incluso —o sobre todo— si fallecían en
plena gloria militar o competitiva. Tal era el ejemplo de los deportistas
victoriosos en los Juegos Olímpicos, cuyas gestas, que recordaban la titánica
entrega de un Héctor o un Aquiles en el fragor de la guerra de Troya, ya
cantara el poeta Píndaro en el siglo vi
a.C.: jóvenes comparados con héroes, ayudados por dioses, cuyo prestigio recaía
en la ciudad de la que venían y a la que representaban; jóvenes que encarnaban
los valores heroicos, cuya vida entregada al máximo esfuerzo era una imagen de
la virtud más alta, el bien alcanzado. Su esfuerzo religioso y deportivo se
dirigía a los dioses: los Juegos Olímpicos no eran simples pruebas deportivas
sino que formaban parte de rituales en honor de Zeus. De modo parecido, la
ciudad de Atenas, ya en los inicios del siglo v
a.C., cuando el arcaísmo llegaba a su fin, rindió culto a los tiranicidas
Harmodio y Aristogitón. Esos jóvenes amantes asesinaron al tirano Hiparco,
poniendo fin a un gobierno despótico. Su acción también tenía un contenido
sagrado. Habían expuesto su vida en beneficio de la comunidad, es decir, de los
dioses que la protegían. Las razones eran sentimentales, no políticas, pero la
suerte de Atenas cambió. A fin de recordar su gesta y su figura, a finales del
siglo vi a.C., como si de héroes
de otro tiempo se tratara, el escultor Antenor les erigió un monumento en
bronce en el ágora de Atenas. La obra, robada por el emperador persa Jerjes
cuando el saqueo de Atenas, fue sustituida por un segundo grupo monumental, Los tiranicidas, obra del escultor
Critio —quizá discípulo de Antenor y posible autor del célebre Efebo de Critio, en el Museo de la
Acrópolis de Atenas— y del broncista Nesiotes. Aunque ya no exista, se conoce a
través de una copia romana, hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles[U1] .
Los tiranicidas se mostraban a pecho descubierto, como los héroes. No tenían
nada que esconder, nada temían, ni siquiera la muerte. Pero este célebre grupo
escultórico que ensalzaba a seres de carne y hueso se esculpió años más tarde
de la muerte de los jóvenes. El monumento no los retrataba sino que los
simbolizaba a través de efigies heroicas similares a las que mostraban a dioses
como Apolo o a héroes mitológicos como Teseo. Se trataba, además, de estatuas
funerarias, por lo que respondían a una de las principales funciones de la
estatuaria griega arcaica y clásica: la evocación de difuntos que mantienen,
gracias a las estatuas, una cierta presencia entre los vivos.
Los griegos no confundían
a los dioses y los héroes con sus imágenes pintadas o esculpidas. Pocos ponían
en duda, al menos antes del siglo vi
a.C., la existencia de los olímpicos. Rendían culto a los dioses porque los
rituales eran actos cívicos que mantenían unidos a los ciudadanos, pero no
manifestaban excesiva devoción hacia aquellos, porque los dioses no mantenían
relaciones personales con los humanos ni se preocupaban por su suerte pese al
apoyo que algunos héroes recibieran del cielo, contrarrestado por influjos
opuestos, como le ocurría a Ulises, balanceado entre su protectora, la diosa
Atenea, y el dios de los mares, Posidón, que no perdonaba al héroe griego la
toma y destrucción de Troya, construida por el mismo dios marino. El culto se
llevaba a cabo por mediación de las estatuas sagradas: los funcionarios
encargados de los temas religiosos las lavaban, las vestían, las alimentaban, y
estas transmitían a los dioses invisibles los efluvios de los sacrificios
acometidos por los mortales. Las estatuas eran las destinatarias de ofrendas y
sacrificios en tanto que estaban relacionadas con los dioses representados o
poseídas por sus emanaciones. Los ritos y las procesiones tenían como fin
contentar a los dioses, no rogarles o recriminarles. Los dioses no intercedían
por los humanos, pero sí los necesitaban. Los mortales mantenían en vida a los
inmortales: los cuidaban. Por su forma voluntariamente estilizada o
esquemática, por los colores, las texturas, la displicencia que manifestaban
para con los humanos, las estatuas de culto —y las divinidades a través de estas—
mantenían la atención de los hombres a fin de que estos se preocuparan por los
dioses, manteniéndolos a cierta distancia.
.
La
estatua y la suerte del héroe: el kuros
y la kore
La primera gran
estatuaria arcaica aludía al mundo sagrado. Se trataba de efigies divinas
exentas, de pie o sentadas en tronos, de ofrendas —bajo la forma de estatuas de
animales, por ejemplo, a modo de sacrificio perdurable, como el toro de tamaño
natural conformado por láminas de plata y oro sobre una estructura de madera entregado
por una ciudad de Jonia al santuario de Delfos en el siglo vi a.C.— y de monumentos funerarios. Estas
estatuas, quizá «herederas» de los betilos o piedras sagradas que se hincaban
en el suelo para indicar un espacio sagrado o una tumba, de gran tamaño, se
distinguían de las primeras efigies «dedálicas». Estas eran de madera. Ligeras,
de pequeño tamaño o de tamaño medio, eran transportables. Eran sacadas en
procesión durante las festividades en honor de la divinidad a la que representaban
o encarnaban. Se las paseaba pese a que —o puesto que— no tenían miembros
inferiores: todo el cuerpo parecía envuelto en una funda ceñida. Estas efigies,
que se tallaron incluso durante la época clásica, se contraponían a otro tipo
de estatuas, de mayor tamaño: estatuas antropomórficas, imposibles de desplazar
debido a su peso y su altura. Pero estas no eran las únicas razones por las que
no se movían: existía, sin duda, la voluntad de que estuvieran fijas, ancladas
en un mismo lugar, para señalarlo y quizá manifestar sus «fuerzas», aunque, paradójicamente,
representaban a seres caminando o a punto de emprender el camino (¿de la otra
vida?), como las efigies de Cleobis y
Bitón, dedicadas al santuario de Apolo en Delfos. Su andadura recta no
estaba exenta de connotaciones morales: andaban erguidas hacia la muerte, un
regalo divino por su confianza en los dioses, que les libró de la cruel
decadencia que se ciñe sobre los hombres: la vejez.
Los monumentos funerarios
arcaicos se componían de ofrendas cerámicas, depositadas en el interior de la
tumba, y de grandes jarras, estelas o estatuas que indicaban a los paseantes y
ciudadanos la cercana presencia del difunto. Dichas efigies representaban a dos
tipos de seres: seres reales o de carne y hueso, y seres imaginarios o
fantásticos, si bien estos adjetivos revelan consideraciones modernas sobre la «esencia»
o condición de esos seres pero no reflejan lo que los griegos antiguos creían
acerca de la existencia de los héroes del pasado y de seres sobrenaturales.
Para los griegos antiguos, las esfinges existían o habían existido en el tiempo
de los mitos. Del mismo modo que una estatua religiosa hoy muestra de cuerpo
presente a un ser que ya no existe entre nosotros (el Hijo de Dios, por
ejemplo), las estatuas de animales fantásticos —o de dioses primigenios, como las
esfinges, las sirenas o las gorgonas— tenían la virtud de acoger la fuerza de
estos seres y de volver a mostrarlos con todo su esplendor entre los mortales
presentes.
Las estatuas funerarias
antropomórficas exentas eran de gran tamaño. Estaban talladas en un mismo
bloque, si bien algunas partes del cuerpo —sexo, pupilas, etc.— estaban
insertadas. Solían ser más altas que un ser humano, precisamente porque
representaban a seres que estaban por encima de los meros mortales. Labradas en
piedra o mármol, representaban siempre a jóvenes muchachos y muchachas. Los
primeros –como el conocido Kuros de Sunion,
fragmentado quizá por los persas, hoy en el Museo Arqueológico Nacional de
Atenas, o el Kuros Aristodikos, cuyo
nombre se conoce por una inscripción en la base, en el mismo Museo— se exhibían
de frente, erguidos y desnudos, la pierna izquierda adelantada como si dieran
un paso al frente, los brazos extendidos a los lados con los puños cerrados. Los
pectorales, la musculatura en general, estaban casi exageradamente acentuados.
El diafragma se marcaba como una base en la que se insertaba el busto. Brazos y
piernas desarrollados, moldeados en exceso. El rostro tallado a cuchilla, casi
esquemático, la cara plana, los ojos bien abiertos con pestañas superiores
alargadas, la boca prieta marcada por labios horizontales perfectamente silueteados
que dibujaban una sonrisa que hoy nos puede parecer forzada, el largo pelo
ensortijado, trenzado, simétricamente dispuesto a lado y lado del cuello, con
un flequillo de ondas…, estas estatuas masculinas eran la perfecta encarnación
del héroe pese a que representaban a jóvenes mortales anónimos con una actitud
que demostraba, ante la manifiesta carnalidad de la figura, la ausencia de
temor ante el destino o la muerte, o su decidida asunción. Las estatuas
femeninas, de piedra o mármol, pintadas, también exentas y monumentales, a
veces a escala mayor que la humana, mostraban a jóvenes vestidas con una túnica
(un peplo) cuyos pliegues, verticales, rectos y marcados, convertían a la
figura en una columna. El mayor número de estatuas femeninas arcaicas fue
hallado bajo tierra en la Acrópolis ateniense. Ofrendadas a la diosa Atenea
(como la Kore del Peplo), fueron seguramente
derribadas y rotas cuando la invasión persa; tras el fin de las Guerras Médicas,
se recogerían y se enterrarían cuidadosamente como si fueran seres vivos
fallecidos a quienes se debía respeto o culto. Quizá fuera por este motivo que
Eurípides escribió que las columnas jónicas eran jóvenes súbitamente
petrificadas, cuyo peinado cuidadosamente trenzado se metamorfoseaba en las
enroscadas volutas del capitel. El pelo, tan largo y trenzado —según
convenciones bien establecidas—, como el de los muchachos, encuadraba rostros
también sonrientes, aunque inexpresivos o idealizados con ojos almendrados. La
mirada no se dirigía hacia la lejanía sino hacia el suelo. El brazo derecho
solía estar estirado a lo largo del cuerpo mientras que en el izquierdo,
extendido, la mano portaba a veces una fruta (una granada) o una flor. En el
caso de la gran escultura de Kore Phrasikleia
(Museo Nacional Arqueológico de Atenas), la joven ofrecía un capullo de
flor de loto.
Ambos tipos de esculturas,
llamadas kuros y kore (que, en griego, significaban «muchacho» y «muchacha»), no
eran retratos. No representaban a ninguna persona en concreto. Las diferencias
que manifiestan eran estilísticas o eran el resultado de talleres o de escuelas
distintos; no denotaban cuerpos ni personalidades diversos. Las efigies pertenecían
al mundo sagrado o funerario. Eran ofrendas a los dioses del cielo o del
infierno. Los llamados kuroi (plural
de kuros) podían representar al dios
Apolo, o eran una ofrenda a este dios, como el extraordinario Kuros de Ptoion, hallado en el siglo xix en el santuario de Apolo Ptoios en
Beocia, que el Museo Arqueológico de Atenas exhibe. Otras divinidades,
femeninas en este caso, como la diosa Atenea, también fueron receptoras de
estatuas masculinas, como el conocido Moscóforo
o portador de un carnero —una imagen de origen oriental que influyó en la
iconografía del Buen Pastor— o el Jinete
Rampin, una estatua ecuestre que quizá representase a uno de los gemelos
Dioscuros, Cástor o Pólux. Estas estatuas masculinas (ambas en el Museo de la
Acrópolis de Atenas) no eran propiamente kuroi,
pese al parecido formal que mantenían con estos, pero sí eran estatuas votivas
que suplían la presencia de mortales, humanos o heroicos. El kuros, tan común en diversos santuarios
griegos, representaba a un joven porque Apolo era un dios educador, guía de los
jóvenes, y porque las figuras jóvenes, atléticas, simbolizaban el vigor máximo.
La relación entre Apolo y los jóvenes, simbolizada por los kuroi que representaban a Apolo o a jóvenes devotos de la divinidad
o a la manera de esta, se originó con la institución de los Juegos Píticos en
Delfos, a menos que estos reflejaran ya una relación ancestral. Esos juegos conmemoraban
la victoria de Apolo sobre la descomunal serpiente Pitón que guardaba Delfos y
con la que Apolo se enfrentó antes de poder instalarse en este paraje y fundar su
santuario. Los juegos, inicialmente, consistían en cánticos que rememoraban la
gesta de Apolo y que, por orden de Zeus, recordaban la figura de Pitón; el monstruo
era, como Apolo, una divinidad, hija de la diosa de la tierra. En el siglo vi a.C. los juegos, que se celebraban
cada cuatro años, incorporaron pruebas atléticas. Los jóvenes participantes
ponían al servicio del dios sus dones artísticos y físicos, le cantaban y
competían por él. Entregaban su vigor, su energía física y anímica al dios.
Las estatuas femeninas
(las llamadas korai, plural de kore), a su vez, podían tener un doble
modelo. Por un lado podían representar (o sustituir) a muchachas, pero por otro
podían ser imágenes de la diosa Perséfone, raptada, siendo casi una niña, por
el dios de los infiernos, Hades, y secuestrada en el inframundo, del que
lograría ascender cada año durante unos meses tras un acuerdo entre su
desconsolada madre, Demeter, protectora de los campos cultivados, Zeus —asustado
porque los campos se habían vuelto yermos— y su hermano Hades. Las estatuas
podía ser ofrendas de muchachas a la diosa del ciclo vital —Perséfone pasaba
medio año en el subsuelo, medio año en la tierra, cuando la primavera y el
estío—, o podían ser ocasionales ofrendas a muchachas fallecidas.
Ambas figuras, kuroi y korai, cumplían una función sagrada. Funeraria y votiva en el caso
de los kuroi, como el Kuros de Anavyssos, cuyo epigrama reza: «Detente
y laméntate ante la tumba del difunto Creso, al que en un tiempo dio muerte el
furioso Ares mientras luchaba junto con los de la primera fila[U2] ».
Votiva en el caso de las korai. En
efecto, los kuroi se hallaban en
tumbas y en santuarios, mientras que las korai
se depositaban sobre todo en templos. Los kuroi
solían ser marcadores de tumbas, amén de ofrendas a Apolo, o imágenes de
este dios, en otros casos. Se erigían sobre el emplazamiento del enterramiento.
Cumplían una doble función. Alertaban a los caminantes de la presencia de un
difunto a quien se podía recordar y dedicar unas palabras de aliento. Pero
también servían para «fijar» las almas de los difuntos en un lugar, evitando
así que desorientadas, convertidas en fantasmas, vagaran sin rumbo y molestaran
a los seres vivos. Asimismo, las ofrendas que las korai tendían a estar dirigidas a los dioses infernales, si bien
las de la Acrópolis de Atenas fueron seguramente ofrendas a la diosa Atenea. La
granada, un fruto habitual en manos de las muchachas, eran un símbolo de vida
después de la muerte, de vida ajena a la tierra, su carne, su jugo eran rojos
como la sangre. Pero se trata de frutos que solo crecen en invierno,
manifestaciones de vida cuando la vida se ha retirado, símbolos vitales cuando
ya no hay vida. El jugo es una lágrima de sangre: símbolo de dolor, y de
renacer.
La
estatua, entre los mortales y los inmortales
Aunque los propios
griegos antiguos interpretaron la historia de la estatuaria como una lenta
aproximación a la ilusión de movimiento, desde los «toscos» fetiches hasta las
naturalistas estatuas humanas, aquella posiblemente deba ser juzgada como un
reflejo de la diversa concepción del ser humano en relación con la divinidad.
Estatuas que inicialmente mostraban a seres sobrenaturales representados de
manera que fuera evidente su distinta condición, alejada de la condición
humana, y que, con el paso del tiempo, mostraron a jóvenes heroizados, cercanos
a los dioses, aunque estos disfrutaban de una vida eterna que los héroes solo
alcanzaban tras el tránsito de la muerte, vida aletargada que la estatua
manifestaba.
La estatuaria arcaica
denota este cambio en la concepción del hombre. Este sigue alejado de los
dioses; sigue siendo el sueño de una sombra, un ser efímero (efímero era uno de
los nombres con los que se designaba a los mortales), aunque algunos, gracias a
su visión, lograron acercarse a los dioses. Esta visión, que Platón concedía a
los filósofos y los poetas —aunque con cierta reticencia— también la poseían
los escultores. Las estatuas humanas de muchachos y muchachas marcan la cada
vez mayor proximidad entre héroes, humanos heroizados y dioses. Tan solo el
tamaño aún señala la superioridad divina sobre los mortales.
Las estatuas arcaicas
cumplieron una doble función: satisfacer a los dioses a quienes se honraba o se
ofrendaba, y a los humanos a quienes se les devolvía un cuerpo, imperecedero
esta vez, para que su espíritu siguiera vivo entre los seres vivos. Depositadas
en templos o sobre tumbas, manifestaban de algún modo la grandeza del ser
humano, digno de ser ofrendado a los dioses, cuya figura se asemejaba o se
reflejaba en el propio cuerpo humano; cuerpo imperfecto y decadente, sin duda,
cuya caída la estatua redimía para siempre.
Las estatuas no eran
obras de arte tal como las entendemos hoy, sino (casi) seres vivos que ayudaban
a los mortales a sobreponerse a la muerte y colocarse bajo la protección de unos
dioses que se miraban en sus inferiores. Los dioses, ciertamente, no se
preocupaban por su suerte pero podían ocasionalmente guiarles. Si los humanos —si
nosotros— hubieran sido tan despreciables, los dioses no se habrían manifestado
en forma humana, ni la estatuaria hubiera cantado las excelencias de los
inmortales bajo formas humanas, cada vez más humanas, capaces de producir la
ilusión de que estaban —están— a punto de bajarse del pedestal y perderse entre
nosotros, confundidos con nosotros mismos. La estatuaria arcaica ayudó a
redimir la condenada condición humana. Somos lo que somos en parte gracias a
ella.
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