El rey Salomón tenía a unos genios de la botella a su
disposición. Fueron éstos los que construyeron el templo en Jerusalén. Una de las
obras más singulares fue la Ciudad de cobre. Atesoraba la botella de los genios
en cuyo interior se guarecía la Sabiduría. Emplazada en el-Andalus, sitiada por
desiertos, cerca del Mar de las Tinieblas:
“Durante días y meses marchó la
caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser
viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta
suerte continuó el viaje en medio del silencio infinito, hasta que un día
advirtieron en lontananza como una nube brillante a ras del horizonte, hacia la
que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas de acero
chino, y sostenido por cuatro filas de columnas de oro que tenían cuatro mil
pasos de circunferencia. La cúpula de aquel palacio era de oro, y servía de
albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes que bajo el cielo
se veían allá. En la gran muralla donde se abría la puerta principal, de ébano
macizo incrustado de oro, aparecía una placa inmensa de metal rojo (...)” (Las Mil y una noches)
Por más piedras
que se amontonaran, apenas se llegaba a alcanzar su base. Algunos soldados, sin
embargo, escaleras sobre escaleras, llegaron hasta el camino de ronda. Apenas
se asomaban al interior de la ciudad, el reluciente metal de la muralla, en el
que el sol del desierto se reflejaba, los deslumbraba, y les causaba un
irresistible ataque de risa tal que caían tras el muro. Los soldados, que
trataban de rodear la ciudad, oían chirridos insoportables, como si una máquina
infernal se activara y aplastara, entre gritos desgarradores, al desdichado.
Un
soldado, al fin, logró alcanzar el camino de ronda. Descubrió torres de oro, en
una de las que se abría una puerta con un relieve de un caballero de metal, el
cual, si se le frotaba, abría las puertas de la ciudad. Los habitantes estaban
detenidos, sus gestos congelados como por un encantamiento. La ciudad poseía un
zoco donde se mercadeaban toda clase de mercancías, un palacio que comprendía
cuatro patios cada uno recorrido por un río que confluían en un lago ancho como
el mar, y una segunda morada cupulada, cuajada de tesoros. En el centro,
una estancia con un lecho donde descansaba una hermosa mujer cerca de un cofre.
Unos guardias, inmovilizados, vigilaban el lecho. Nada se movía. Cuando el
soldado intento rozar a la princesa, apenas pudo darse cuenta que los autómatas
lo iban a decapitar.
Una tumba, en el centro de la Ciudad de Bronce,
anunciaba:
¡Conserva tu alma!
¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana
se apoderará de ti la muerte!
Mañana responderá
la tierra a quien te llame: “¡Ha muerto! ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los
que guarda para la eternidad!”"
Nadie más entró en la Ciudad de cobre.
Este
cuento oriental –que aparece en Las mil y
una noches- describe una ciudad
temible y de ensueño, obra de quien fue escogido por la divinidad para impartir
la sabiduría en el mundo: una ciudad cuya entrada estaba vetada a los hombres,
y antes cuyas riquezas espirituales, solo cabía una risa inextinguible -y
mortífera.
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