Nunca podría recordar la estilizada obertura que apuntaba al cielo sin pensar en su madre o, mejor dicho, solo podía recordar esa precisa ventana, un medallón que colgaba de la fachada rosa y labrada, porque estaba íntimamente asociada a ella, como un marco esculpido por el retratista divino. Marcel no solo miraba la ventana que le comunicaba el rostro triste de su madre, sino que los lóbulos superiores, que descansaban sobre la nariz de tracería, le miraban. La ventana era un ser vivo, recordado por la figura amada que encuadraba:
"...desde muy lejos, y cuando apenas había rebasado San Jorge el Mayor, divisaba aquella ojiva que me había visto, y el vuelo de sus arcos mitrales confería a su sonrisa de bienvenida la distinción de una mirada más elevada, casi incomprendida. Y porque tras aquellos balaustres de mármol de distintos colores mamá leía aguardándome, cubierto el rostro por un velillo de tul, de un blanco tan desgarrador como el de sus cabellos para mí, consciente de que mi madre, ocultando sus lágrimas, lo había incorporado a su sombrero de paja no sólo para dar una impresión de ir más «vestida» ante la gente del hotel, sino sobre todo para parecerme menos enlutada, menos triste, casi consolada de la muerte de mi abuela; porque, sin haberme reconocido de inmediato, no bien la llamaba desde la góndola, mandaba hacia mí, desde el fondo de su corazón, su amor, que no se detenía sino donde ya no había materia para sostenerlo -en la superficie de su mirada apasionada que intentaba acercar lo más posible a mí, que procuraba realzar, en la punta de los labios, con una sonrisa que parecía abrazarme- enmarcado y bajo el dosel de la sonrisa más discreta de la ojiva iluminada por el sol de mediodía: por todo eso, aquella ventana ha dejado impreso en mi memoria el grato recuerdo de las cosas que participaron con nosotros, junto a nosotros, en cierta hora que sonaba, la misma para nosotros y para ellas; y, por admirables que sean sus parteluces, aquella ilustre ventana conserva para mí el aspecto íntimo de un hombre eminente con el que hubiéramos veraneado un mes en el mismo sitio, con quien hubiéramos trabado allí cierta amistad; y si, desde entonces, cada vez que veo la reproducción de esa ventana en un museo, tengo que aguantarme las lágrimas, es sencillamente porque me dice lo que más me llega al corazón: «Me acuerdo muy bien de tu madre.»"
(Marcel Proust: Albertine desaparecida, cap. III, A la búsqueda del tiempo perdido, vol. VI)
"...de bien loin et quand j’avais à peine dépassé Saint-Georges le Majeur, j’apercevais cette ogive qui m’avait vu, et l’élan de ses arcs brisés ajoutait à son sourire de bienvenue la distinction d’un regard plus élevé, et presque incompris. Et parce que, derrière ses balustres de marbre de diverses couleurs, maman lisait en m’attendant, le visage contenu dans une voilette de tulle d’un blanc aussi déchirant que celui de ses cheveux, pour moi qui sentais que ma mère l’avait, en cachant ses larmes, ajoutée à son chapeau de paille, un peu pour avoir l’air « habillée » devant les gens de l’hôtel, mais surtout pour me paraître moins en deuil, moins triste, presque consolée de la mort de ma grand’mère, parce que, ne m’ayant pas reconnu tout de suite, dès que de la gondole je l’appelais elle envoyait vers moi, du fond de son cœur, son amour qui ne s’arrêtait que là où il n’y avait plus de matière pour le soutenir à la surface de son regard passionné qu’elle faisait aussi proche de moi que possible, qu’elle cherchait à exhausser, à l’avancée de ses lèvres, en un sourire qui semblait m’embrasser, dans le cadre et sous le dais du sourire plus discret de l’ogive illuminée par le soleil de midi ; à cause de cela, cette fenêtre a pris dans ma mémoire la douceur des choses qui eurent en même temps que nous, à côté de nous, leur part dans une certaine heure qui sonnait, la même pour nous et pour elles ; et si pleins de formes admirables que soient ses meneaux, cette fenêtre illustre garde pour moi l’aspect intime d’un homme de génie avec qui nous aurions passé un mois dans une même villégiature, qui y aurait contracté pour nous quelque amitié, et si depuis, chaque fois que je vois le moulage de cette fenêtre dans un musée, je suis obligé de retenir mes larmes, c’est tout simplement parce qu’elle me dit la chose qui peut le plus me toucher : « Je me rappelle très bien votre mère. »
(Marcel Proust: Albertine disparue, chap. III, À la recherche du temps perdu, vol. VI)
La construcción se halla ante nosotros. Vive en el mismo espacio, los mismos días que nosotros. Se interpone o nos acoge. Vivimos diariamente en ella. Seguramente no nos fijamos en ella: es un útil que nos da cobijo y, en ocasiones, problemas. Se trata de un objeto con el que nos relacionamos sin pensar, que satisface, bien o mediocremente, nuestras necesidades vitales. En ocasiones, cambiamos de casa. Se alquila, se vende, se traspasa o se destruye, como ocurre con cualquier objeto que, de pronto, se ha vuelto inútil. Queda siempre un vago recuerdo, a veces irritado por todas las trabas que la casa ha podido interponer.
La arquitectura sería muy distinta. No se hallaría en el presente, sino en el pasado. Solo se podría vivir en el recuerdo. Una construcción se convertiría, se alzaría en arquitectura, siempre que estuviera asociada a unas personas amadas, a vidas añoradas. La arquitectura sería aquella construcción a la que desearíamos volver por lo que evoca, a sabiendas que este encuentro es imposible: la casa ya no existe, o ya no existe como la recordamos: nunca existió de este modo -qué decepción nos causa una casa en la que vivimos cuando, años más tarde, se nos ocurre, siquiera de paso, volver-; porque la arquitectura es un espacio transfigurado por el recuerdo, que solo halla su lugar en la memoria. Constituye el marco que aureola figuras y vivencias soñadas. Solo puede cobrar cuerpo -un cuerpo más preciso y más tangible, inaprensible, sin embargo- en el recuerdo. La arquitectura es una construcción recordaba a la que volvemos. Estuvimos en ella -cuando aun era una simple construcción, porque no podía ser otra cosa, ya que el recuerdo aún no había pasado, como un soplo o una varita, para dotarla de todas las imágenes placenteras, y añoradas (placenteras puesto que añoradas) que la transfigurarían, librándola de la opacidad de la materia, para reconstruirla con el velo luminoso del recuerdo intangible-; la dejamos, la olvidamos y solo, años más tarde, cuando aquella época ya no es sino un recuerdo, nos reencontramos con ella: nos encontramos con una casa que en nada se parece a la que dejamos pues ahora, inmaterial, se ha convertido en un sueño imposible, añorado y doloroso, cuya evocación causa un último y verdadero placer. La casa recordada, por las imágenes añoradas que envuelve, con las que íntimamente está asociada, es arquitectura. Solo podemos habitarla en sueños; la única situación en que podemos, por una horas, antes de que el sueño se desvanezca para siempre -un sueño unca puede ser voluntariamente buscado y alcanzado-, vivir plenamente.
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