"A la hora establecida, el príncipe, empolvado, afeitado y con buen aspecto, entró en el comedor, donde le esperaba su nuera, la princesa María, mademoiselle Bourienne y el arquitecto del príncipe, al que por un extraño capricho suyo se admitía a la mesa, aunque por su situación, este hombre mediocre no hubiera podido nunca aspirar a tamaño honor. El príncipe, que guardaba muy estrictamente la distinción de clases y que rara vez admitía a la mesa a los más altos funcionarios de la provincia, de pronto con el arquitecto Mijaíl Ivánovich, que se sonaba en una esquina con su pañuelo a cuadros, mostraba que todas las personas eran iguales y con frecuencia inculcaba a su hija la idea de que Mijaíl Ivánovich no era en nada inferior a ellos. En la mesa, cuando él exponía sus, en ocasiones, extrañas ideas, se dirigía sobre todo al silencioso Mijaíl Ivánovich."
(Lev Tolstoi: Guerra y Paz, parte 1)
Esta larga cita de Tolstoi que describe una caso singular en la sociedad aristocrática rusa -muy influenciada por la francesa, entonces el acmé de la distinción-, a principios del siglo XIX, cuando las guerras napoleónicas: las excepcionales relaciones igualitarias entre un arquitecto y su señor, que en nada se parecían a las habituales relaciones subordinadas, serviles entre ambos personajes -un arquitecto formaba parte del servicio y no tenía derecho a mesa-, nos recuerda que, hace dos siglos apenas, el arquitecto, pese a ser un miembro de la Academia, no tenía ningún crédito. Era un empleado, como un cocinero o un conductor de carruajes.
¿Cuál ha sido el estatuto del arquitecto, en Occidente, a lo largo de la historia? Y antes, ¿qué era un arquitecto?
La palabra arquitecto, de origen griego, fue empleada por vez primera por el historiador Herodoto, en el siglo VI aC; pero fue Platón, en el siglo IV quien la divulgó. Palabra erudita, formada por los términos arjé -fundamento, principio- y tecnites -artesano-, arquitecto significaba maestro de obras, o técnico superior, si bien en culturas anteriores, un arquitecto era un mago o un sacerdote -un fundador, en suma-, puesto -y reconocimiento- que poseía en el Egipto faraónico y en Mesopotamia, si bien, en ambas culturas, el alto nivel social del que gozaban los arquitectos no venía de su condición de arquitecto -que no se mencionaba entre los títulos que los distinguían- sino de su condición o papel de sacerdote. En el Egipto faraónico, un arquitecto era el responsable de los bienes inmuebles del faraón -que podía haber proyectado y construido- pero su cercanía con el faraón derivaba de su condición mediadora entre los hombres y los dioses. Era un sacerdote y, entre sus tareas, se encontraba la de edificar casas para aquéllos en la tierra, si bien no todos los sacerdotes eran arquitectos -aunque para ser llamado arquitecto era necesario ser sacerdote.
Un arquitecto era, pues, un proyectista, un constructor, pero también un responsable del patrimonio, entre otras funciones. Aunque hoy, un arquitecto puede ejercer diversas tareas, y que, según qué países, los arquitectos tienen más o menos responsabilidades (mientras en España un arquitecto es el responsable último de una obra, no ocurre así en los Estados Unidos, donde el arquitecto se ocupa de la imagen de un edificio, pero no de su solidez), en Egipto y en Mesopotamia -quizá también en Creta- un arquitecto cumplía obre todo funciones religiosas que son las que lo distinguían del resto de operarios o artesanos.
Esta elevada condición social del arquitecto -aunque no debida a que fuera arquitecto- se perdió en Grecia y en Roma. Aunque la palabra arquitecto era común en Roma, no significaba lo mismo que hoy en día; tampoco se sabe a fe cierta qué significaba: arquitecto, ingeniero o urbanista; proyectista, director de obra, aparejador, constructor, promotor...., la palabra arquitecto podía designar a un especialista que cumplía tareas tan distintas que iban desde la ideación de un edificio hasta su puesta en venta. No existían escuelas, por lo que la formación se alcanzaba en obra, trabajando en talleres de constructores, a menudo adscritos al ejército, en Roma, ya que entre las múltiples tareas, la construcción y supervisión de vías de comunicación, por la que circulaban los ejércitos, eran tareas importantes.
Los "arquitectos" griegos y romanos no poseían gremios, tal como se instituyeron en la Edad Media. Formaban parte de sociedades, bien es cierto, pero éstas eran religiosas y tenían como finalidad, no la formación del aprendiz, sino la protección de su familia, lo que significaba que el coste de la ceremonia fúnebre, en el caso del fallecimiento del "arquitecto", er asumido por la asociación la cual también velaría por la supervivencia de la viuda y los hijos, del "alma" del difunto. El gremio era, ante todo, un seguro para la otra vida.
El arquitecto, en Occidente, desde el año mil, podía construir catedrales -formando parte de una logia, o asociación creada para la ocasión, que agrupaba a tallistas, proyectista, pintores, escultores, religiosos, etc. a cuantos técnicos eran necesarios para levantar "debidamente" -constructiva y teológicamente- un templo. La palabra arquitecto podía cubrir tareas de proyectista, tallista, promotor, director de obra, etc., trabajos hoy lejanos de las funciones de un arquitecto. Un arquitecto (un proyectista) podía atender a encargos por toda Europa. Solía responsabilizarse del proyecto dibujado a distancia, no tanto de la construcción. Pese a la importancia urbanística, social y religiosa de una catedral, un arquitecto no dejó de ser considerado un artista mecánico. De hecho, la arquitectura como arte no existía como arte independiente, ni entre las artes liberales (aunque sí la Geometría, base del proyecto), ni siquiera entre las artes mecánicas (la arquitectura se confundía con la talla de sillares).
Esta tan baja condición social, esta falta de reconocimiento -que hemos visto aún se daba en la Rusia aristocrática de principios del siglo XIX-, llevó al arquitecto a intentar equiparase al poeta -cuyo arte era considerado liberal, no manual o mecánico- para poder aspirar a un título nobiliario, a partir del siglo XVI. Dicha equiparación exigía renunciar al trabajo manual en favor del intelectual. Las Academias fueron organizaciones creadas por artistas mecánicos (pintores, escultores, arquitectos) que quisieron "ennoblecer" su trabajo -y ennoblecerse-, destacando la idea (el diseño interno o signo de Dios, como se le llamaba) en detrimento de la realización material. La arquitectura pasaba al papel. Un proyecto -dibujado- ya era arquitectura. un proyecto era un modelo, que ilustraba ciertas premisas, y que resultaba de la conjunción de ciertas normas o criterios, basados tanto en tratados antiguos (Vitrubio) cuatro en obras del pasado (materializadas, paradójicamente), que permitían determinar las proporciones adecuadas para componer una obra que respondiera a criterios "ideales", de acuerdo con proporciones "celestiales".
Esta consideración del arquitecto como un pensador no le libraba de tener que construir -hasta el siglo XVIII-, por lo que el estatuto del arquitecto, que se seguía formando en talleres, siguió siendo muy bajo.
La desarticulación de los gremios, de origen medieval, con la revolución napoleónica, permitió que la imagen del arquitecto como un proyectista o pensador que puede o no puede construir, sin que la construcción material lastre su condición de pensador -de artista liberal, en suma-, se fuera estableciendo a partir de la primera mitad del siglo XIX.
La creación de escuelas de arquitectura, a finales del siglo XIX, libró al fin al arquitecto -concebido ya casi como hoy- de su sometimiento a talleres -en los que la proyectación o ideación tenía tanto importancia como la resolución material de la obra.
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