El Islam no tiene santuarios. El Corán así lo prueba. La primera mezquita fue una casa; una vivienda particular en la que se vivía normal y habitualmente.
A la vuelta de La Meca, en 622, perseguido por fieles politeístas que rendían culto a una gran diosa madre personificada por una piedra negra y se enfurecían por las prédicas de Mahoma en honor de un único dios –masculino-, éste, refugiado en Medina, su ciudad natal, desde donde partiría la “evangelización” del antiguo mundo más o menos cristianizado, empezó a recibir a sus primeros seguidores que acudían para escucharle en una casa recién edificada. La casa de Mahoma era una villa de estructura romana, semejante al de la mayoría de las casas de los mercaderes de camellos de Arabia. Consistía en un edificio de planta baja, precedido por un gran patio que conectaba con el cuerpo principal del edificio a través de un pórtico. Un muro ciego, en el que sólo se abría una estrecha puerta que daba directamente a la calle, protegía el espacio del hogar de las miradas ajenas. De puertas para afuera, nada permitía intuir qué se organizaba detrás del muro. Éste prolongaba la fachada, también sin apenas oberturas, de las casas vecinas, y formaba una tapia baja y continua que bordeaba la calle polvorienta. A medida que el número de seguidores fue creciendo, Mahoma tendió un toldo de fina tela coloreada, invadiendo una parte del patio, para aumentar la zona en sombra, hasta entonces reducida al pórtico doméstico, bajo la cual los devotos se sentaban en cuclillas, quizá sobre una esterilla para protegerse del polvo que levantaban apenas se movían, para escuchar las lecciones de quien consideraban era un profeta. La casa seguía siendo un espacio privado, doméstico, pero la zona en contacto con el exterior, cubierta aunque abierta por los lados, se convirtió, como si de un patio a cielo abierto se tratara (como así aconteció desde entonces en la casa árabe), en un área de transición, en contacto con personas ajenas a la familia de la casa, atendidas por el jefe, el padre de familia, que, mientras la o las mujeres se recluían en lo hondo de la vivienda, se exponía a verse las caras con agentes externos. Más tarde, Mahoma tuvo que añadir dos cuerpos longitudinales enfrentados a lo largo de dos de los cuatro muros del patio, dedicados sólo a recibir a sus fieles. La estructura inicial quedó entonces reservada para la familia del profeta. Actualmente, esta casa ya no existe sepultada bajo la gran mezquita de Medina.
Hoy en día, contempladas de lejos, sobre todo desde fuera de los límites (o las murallas) de la ciudad, especialmente desde una colina, como las que rodean Fez, las mezquitas se reconocen por los estilizados minaretes que sobresalen sobre un denso tejido urbano habitualmente compuesto por edificios de planta baja o de un solo piso por los que se abren dificultosamente un intrincada red de estrechas callejuelas sombreadas. El minarete actúa como una señal que facilita la ubicación del templo, toda vez que los angostos pasajes no se disponen según una trama previsible que ayude a orientarse. Sin embargo, cuando uno se halla ya cerca, el minarete, retirado en ocasiones con respecto a la calle, deja de ser visible, y la mezquita, ubicada ahora con cierta precisión, parece desaparecer. Es imposible encontrar un elemento que se destaque en medio de las casas circundantes, un portal ornamentado de grandes dimensiones, una placita o un espacio abierto ante la entrada, un cuerpo con cierta presencia. Tapias ciegas tan solo, con una altura constante, suficientemente altas para impedir otear lo que se esconde detrás, bordean las calles; puertas muy discretas, siempre cerradas, carentes de cualquier elemento funcional o decorativo (una aldaba historiada de bronce, una balda, una mirilla, etc.), señalan el paso de una finca a otra. La mezquita parece confundirse con el resto de los edificios, como si las casas, arracimadas alrededor del templo, lo protegieran, impidiéndole destacar, o, como parásitos, se aprovecharan de él.
En verdad, la discreción de la mezquita es voluntaria y es lógica. Pese a su tamaño, que rebasa el de la mayoría de las viviendas –aunque no el volumen de algunos palacios que apenas se vislumbraba por entre los arrayanes-, la mezquita es una vivienda, una casa para acoger y recogerse, un espacio de recepción, construida a imagen de la casa de Mahoma.
La mezquita es, pues, un espacio, no sagrado, sino profano, indistinto de cualquier construcción urbana dedicada exclusivamente al uso ciudadano. No se distingue de cualquier lugar público. En verdad, asume funciones que, en otras culturas, poseen distintos tipos de edificios. La mezquita no es único edificio, sino un conjunto de volúmenes dedicados cada uno a una función específica. Se parece más a un “campus” universitario –o a un monasterio- que a una iglesia. Además de la sala de oraciones, bibliotecas, escuelas y salas de estudio, hospicios, comedores públicos, alojamientos, mercados, baños, bancos, se organizan alrededor de un amplio patio central presidido por una fuente y estanques para abluciones colocado en el centro. En la mezquita de Damasco, un a modo de torreón, también plantado en el patio, encierra el tesoro de la mezquita.
La mezquita, en su conjunto, se asemeja a un barrio (o, al menos, a un centro político-administrativo, lo que los urbanistas llaman un “centro direccional”, a partir del cual crece la ciudad y alrededor del cual, atendido por dicho centro, un barrio se organiza y se estructura). En el mundo otomano, a partir del arquitecto Sinan (s. XVI), el conjunto de la mezquita responde a un proyecto unitario, construido rápidamente (Sinan era un ingeniero militar adiestrado en proyectar y construir con premura y precisión, que redactaba detalladas crónicas fechadas en el libro de obras), perfectamente implantando en el terreno y que permitía un crecimiento organizado de un nuevo barrio al que la mezquita dotaba de los equipamientos asistenciales y sociales necesarios, además de ofrecer, en ciudades carentes de plazas públicas (la ciudad musulmana, heredera de la tradición mesopotámica, carece de espacios abiertos dispuestos, como el ágora o el foro, para el mercadeo y la discusión (públicos), funciones que se realizan en el patio de la mezquita –y que, en la ciudad cristiana asumirán en ocasiones los cementerios adosados a las iglesias parroquiales-). La mezquita no se separa del resto de los edificios sino que está perfectamente insertada en la trama urbana, enteramente dedicada a actividades ciudadanas, profanas.
El muro que rodea el patio marca los límites lógicos que organizan la necesaria parcelación del territorio pero no definen un territorio vedado, segregado del resto del espacio construido. Sirve para marcar un gran espacio interior público –como el de un foro romano-, en el que se desarrollan actividades prosaicas, al que toda la ciudadanía puede acudir, no para impedir el paso, como si el espacio de la mezquita sólo pudiera ser disfrutado por un personal especializado que atiende al culto. Los templos politeístas, tanto en el Egipto faraónico como en el Imperio romano oriental (Palmira, Baalbeck, Gerasa, etc.), también se organizaban alrededor de un amplísimo patio descubierto rodeado de pórticos o de almacenes y estancias dedicados a las tareas propias del culto (almacenamiento de ofrendas, estancias para sacerdotes, etc.), mas todo el espacio intramuros estaba vetado a los profanos, que, salvo en contadas procesiones, no podían siquiera vislumbrar las imágenes sagradas, ni asistir a los sacrificios, animales y de alimentos, y los rituales ejecutados en el patio por los sacerdotes. Sólo éstos y los monarcas podían cruzar el umbral del espacio del santuario y actuar en él. El templo estaba enteramente dedicado a la divinidad, y únicamente los mediadores entre el cielo y la tierra estaban autorizados para pisar el suelo sagrado del recinto y colocarse bajo la porción de cielo que los altos muros del santuario a cielo abierto, del espacio porticado de la plaza del templo, delimitaban.
Los templos politeístas eran casas, ciertamente, pero no de los hombres (cuya entrada, salvo la de unos pocos, estaba prohibida), sino de los dioses. “Templo” viene del latín “templum” el cual deriva, a su vez, del griego “temenos” –de temnoo, cortar-. Ambos términos nombran un espacio especial, acotado, reservado, aunque no siempre construido. Significan lo mismo: área delimitada y protegida. Un templo no era necesariamente una construcción (la mayoría de los santuarios neolíticos carecían de construcciones; eran espacios naturales cuyos límites les concedían propiedades especiales -o eran la expresión de la existencia previa de dichas propiedades-), espacios radicalmente distintos, poseedores en ocasiones de hitos naturales relevantes (un árbol, un risco, una fuente o un río), entendidos como manifestaciones (símbolos o personificaciones) de poderes sobrenaturales, con las que no siempre los hombres podían estar en contacto, so pena de sufrir graves daños. En tanto que espacios sagrados (“sacer”, en latín, significaba tabú, término que evoca el peligro que emana de lo que está vetado), los límites eran imprescindibles para que los humanos supieran que debían rodearlos antes que entrar en ellos. Dichos espacios no les pertenecían.
El primer tipo del templo cristiano en occidente (recuperado más de mil años más tarde por los arquitectos renacentistas) se inspiró en una tipología romana profana: la basílica, espacio de grandes dimensiones, de planta rectangular lo más libre posible, concebido para reunir a un gran número de personas, en asambleas o en un mercado. La iglesia primitiva occidental era (es), por tanto, la casa de los fieles, no de la divinidad. El cambio de orientación de los templos cristianos con respecto a los romano-paganos fue, en este sentido, significativo. Mientras que la fachada principal de los santuarios politeístas miraba al este a fin que el sol naciente iluminara el rostro de la estatua de culto, como si ésta comunicara con la primera manifestación sensible de la divinidad (el globo solar), la fachada del templo cristiano apuntaba hacia el oeste, de modo que eran los fieles que penetraban en la nave los que recibían de frente la luz coloreada que invadía la nave a través de las vidrieras del ábside, detrás del altar. Sin embargo, con la aparición de la planta de cruz latina, el templo se convirtió al tiempo en una imagen del cosmos y del cuerpo doliente de la divinidad –que, a su vez, era o estructuraba el mundo-, cargándose de “sacralidad”, y convirtiéndose más en la imagen (o en la materialización) de un palacio, un templo o una ciudad –Jerusalén- deslumbrante y sobrecogedora (la puerta principal, pequeña con respecto a la altura del templo, mantenía las características de una puerta de una vivienda particular, pero, al mismo tiempo, impelía a encogerse, como si el fiel tuviera que prepararse para y antes de quedar anonadado al entrar en la nave catedralicia).
Por el contrario, la misma palabra “mezquita” evoca la presencia y el comportamiento del ser humano, no de la divinidad, y liga el espacio a los movimientos de aquél. En árabe, masgid, significa lugar de oración, sin que dicha precisión estrictamente funcional denote que el espacio así nombrado posea cualidades especiales, y menos sagradas. Dicha palabra nace de una raíz que significa posar la frente al suelo. La mezquita es, por tanto, un edificio que comprende una sala donde llevar a cabo un gesto determinado que sólo acontece durante un encuentro; indica veneración, el reconocimiento por parte del ejecutante de su condición, o de su estatuto, inferior –pero no necesariamente de una condición distinta a la de la divinidad, mortal ante una inmortal-.
Es cierto que si masgid, que, en propiedad, sólo debería aplicarse a una de las dependencias, se utiliza para designar al conjunto edificado alrededor del patio, es porque, posiblemente, dicha estancia constituya la parte principal y más especial, aquélla que no pertenece enteramente al ser humano, en la que éste no se halla en su casa. El descalzarse –sólo para entrar en la sala de oraciones- denota que dicho espacio (en el que para nosotros a menudo se resume lo que la mezquita es) no es comparable con el resto de las estancias. Mas dicho gesto indica respeto, no temor sagrado. Incluso la sala de oraciones es un lugar de reunión, amplio, habitualmente en el que no sólo se reza, sino que se descansa, se medita, se dialoga, se lee o incluso se come, esto es, un lugar en el que tienen lugar las mismas acciones (profanas) que en un hogar.
Las mezquitas se colocan directamente sobre el suelo, el mismo, gastado y polvoriento, marcado por surcos profundos, que el resto de las viviendas. Ambos tipos de construcciones comparten idéntica base. Ningún podio la realza; el acceso no viene precedido por escalinata alguna –como sí ocurre con las catedrales cristianas barrocas-. No existen antesalas; se accede directamente al patio, sin tener que recorrer retuertos pasadizos ni tener que detenerse en inquietantes salas de espera. Se entra y se sale a pie de calle, sin problemas. El acceso es libre. El patio está invadido por una algarabía de niños. Vendedores en las esquinas disponen sus mercancías. Unos fieles se lavan los pies o las manos en la fuente central. En Damasco, incluso, el patio, con dos entradas, sirve de atajo para evitar callejuelas atestadas de gente y mercancías. La actividad es la propia del centro de una pequeña ciudad antigua, en la que todo el mundo parece conocerse. Nada que no pueda tener lugar en cualquier espacio público.
El carácter profano del lugar se acentúa por varios rasgos más, propios de una mezquita, y que la distinguen de otros “espacios dedicados a la plegaria” de otras religiones. La mezquita no tiene una orientación precisa. En su interior, la quibla, un a modo de hornacina (inspirada en los nichos clásicos en los que se situaban estatuas en los templos y edificios públicos paganos), hundida en uno de los muros del “oratorio”, indica la dirección de La Meca (o de Jerusalén, en los inicios), pero su ubicación varía toda vez que ninguna mezquita se ubica en la misma dirección (la quibla sería el único elemento que podríamos considerar, si no sagrado, sí en contacto con lo sacro, ya que en él suele pender una pequeña lámpara, cuya luz evoca la resplandeciente –y alegórica- presencia de dios).
Por el contrario, la mezquita se inserta en la trama urbana independientemente de cualquier orientación celestial o cosmológica. El edificio no está relacionado con los astros –como sí ocurre con la iglesia cristiana-, sino con la vida, con el tejido urbanos (la mezquita ni siquiera es necesaria para la plegaria –la única relación que el fiel mantiene con su dios-, sino que una simple esterilla, colocada directamente en el suelo en cualquier lugar velando orientarla adecuadamente, delimita un espacio en el que el orante se recoge y se prosterna. En verdad, arrodillado en el suelo y encarado a La Meca, cualquier orante puede entrar en contacto con la divinidad, que no mora en ningún lugar, y menos en ningún edificio, concreto).
Acostumbrados a la sobrecogedora altura de las bóvedas catedralicias (y de las cúpulas de las mezquitas otomanas y persas, muy distintas de las árabes -que son las que se hallan en el norte de África-, debido a un distinto origen, las tiendas de las estepas turcas y la iglesia cristiana de Santa Sofía en Constantinopla, en un caso, y los palacios sasánidas de Persia, en otro-, las mezquitas (omeyas o, en general, árabes, como las de Córdoba, Keruán o Damasco) sorprenden por la poca altura del techo de la sala de oración. Se trata de un espacio considerable, de planta rectangular, sin particiones interiores, cuyo techo es soportado por columnas delgadas, bien y uniformemente iluminado, carente de mobiliario, que produce una curiosa sensación de hallarse en medio de un espacio, todo y su tamaño cuyos límites se pierden tras un bosque de columnas, doméstico –las alfombras y la actitud de la gente, rezando pero también platicando distendidamente, acentúan dicha primera impresión-.
Dicha sensación no es errónea, sino que refleja bien lo que es una mezquita: una sala pública de reunión, en el que los ciudadanos entran y salen para orar, meditar o descansar, enteramente profana, semejante a cualquier estancia usada por grupos o asambleas. Pero la divinidad no mora en dicho lugar. Por otra parte, la religión musulmana (salvo la “iglesia” chiita iraní, muy minoritaria en los demás países) no posee una casta sacerdotal. El personal que atiende la mezquita se compone de estudiosos o profesores, semejantes a filósofos, literatos o lingüistas, no de sacerdotes. Son personas, conocedores de los textos sagrados, pero de rango profano, idéntico al de cualquier ciudadano, cuya presencia y cuyas acciones acentúan el carácter doméstico de la mezquita.
Sin embargo, el minarete, sobrevolando la retícula de terrazas, y cuya forma no deja de evocar al campanario cristiano (las tribus árabes, sin tradición arquitectónica, tuvieron que adoptar con premura tipos, formas –como el arco de herradura, emblema de la arquitectura árabe, pero de origen romano- y técnicas edilicios de las áreas conquistadas, bizantinas, y persas, sobre todo) podría otorgar cierta sacralizad a la mezquita. Hillenbrand, en su estudio sobre el minarete, ha estudiado la etimología del término, y muestra que manara, una de las tres palabras con las que los árabes designan la torre en la que el muecín asciende (o ascendía, puesto que hoy en día, altavoces conectados a aparatos de grabación sustituyen la presencia humana) para convocar a la oración cinco veces al día (en casi todos los países de religión musulmana), deriva del término nur o nar, que significa fuego (Hillenbrand, pág. 132). El minarete sería entonces una torre de fuego, no una torre para la oración. Estas torres, habituales en las zonas desérticas de la Arabia pre-islámica, servían para orientar a las caravanas, y su prototipo no sería sino el Faro de Alejandría. Es cierto que la luz podría tener connotaciones simbólicas, y que el minarete bien pudiera ser considerado como un elemento arquitectónico cósmico, similar a una escalera, una montaña o un árbol, que invitara a la ascensión hacia el resplandor celestial, pero el simbolismo de la luz o del fuego no habría sido tomado en consideración a la hora de la creación de una nueva tipología arquitectónica: el minarete. Su razón de ser es funcional, y se basaba en el único edificio conocido que servía para orientar, que actuaba de faro (físico, que no espiritual).
Así, pues, de nuevo la mezquita se muestra como un complejo organismo, enteramente profano, situado a pie de calle, en igualdad de condiciones con el resto de los edificios, que estructura y ordena el espacio urbano. Actúa como un centro alrededor del cual se teje la trama urbana, que regula o encauza la vida y los movimientos diarios. La mezquita es un centro diríamos que político y no (o no tanto) religioso. Su razón de ser reside en su capacidad de ordenar el espacio antes que los espíritus. Su ubicación, no en un espacio segregado, y a menudo elevado (como el templo griego situado en el acrópolis o parte alta de la ciudad, o la catedral cristiana, que sustituye a menudo un templo romano, en una loma, por baja que sea), sino en medio del mercado, del zoco, del bullicio callejero, insertado, codo con codo, con el resto de las construcciones, bien prueba el carácter profano, organizador y apaciguador –la mezquita no deja de ser un espacio más tranquilo que el mercado y las callejuelas-, de la mezquita, un reflejo, al tiempo que un prototipo de la vida urbana. La mezquita es el foro de la cultura musulmana. La mezquita es (la imagen de la) ciudad.