miércoles, 17 de octubre de 2012

Francesco Tristano Schlimé (1981): próximo concierto en Barcelona



Francesco Tristano live (2/3) John Cage from Télérama on Vimeo.

Uno de los mejores pianistas del mundo, el luxemburgués Francesco Tristano Schlimé, tocará por fin en Barcelona. Compositor e intérprete de música ajena, clásica barroca (Bach), contemporánea (Cage, Berio), y electrónica (Carl Craig), y propia, solo y con el grupo Aufsgang.

Su escasa presencia es sorprendente: vive en Barcelona. Pero es solicitado por salas de concierto de todo el mundo (recientemente, de nuevo, por el Lincoln Centre de Nueva York), estando en gira casi constante, menos por las de "su" ciudad.

Ha tocado más a menudo en .... la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona que en una sala de conciertos digna, aunque se recuerda su presencia en el ciclo dedicado a John Cage en el auditorio de la Fundación Suñol.

Por eso, celebremos que tocará miércoles 31 de Octubre, en el Auditorio, a las 20.30, dentro del Festival de Jazz (¿?: Tristano es especialista en Bach y Cage).

Graba con Deutsches Gramophon, entre otras compañías discográficas.

John Hubley (1914-1977) & Faith Elliott (1924-2001): The Adventures of an Asterisk (1957)

Ted Parmelee (1912–1964): The Tell Tale Heart (1953)

martes, 16 de octubre de 2012

The Wedding Present: Rotterdam (1991) / Montreal (1996)

Wilco: Capitol City (2011)

EL CONCEPTO DE BELLEZA EN LA ANTIGÜEDAD (MEDITERRÁNEA)

Versión de un texto sobre la belleza clásica para el catálogo de una muestra sobre perfumes y cosmética en la Antigüedad, que prepara el Museo de Arqueología de Cataluña, en Barcelona, para finales de noviembre de 2012:



“Lo bello es difícil” (Platón, Hipias Mayor, 304e)

La belleza es una cualidad o propiedad de las cosas que nos atraen. Esta cualidad pertenece al objeto, o es atribuida a todo aquél que nos seduce. Independientemente de si se trata de una cualidad objetiva o subjetiva, la belleza permite el acercamiento entre seres y entes. De este modo, lo que un ser posee es librado a la contemplación y la reflexión de quien se acerca, atraído por la cualidad –su belleza- que posee o atribuimos a aquél.
Lo que nos seduce puede ser armonioso o convulso. Hay quien pueda encontrar feo o desagradable lo que a otro le seduce. Sin embargo, existe un cierto consenso. En una cultura y en una época dadas, los juicios suelen ser coincidentes: una mayoría aprecia un mismo tipo de entes, por lo que, incluso en el caso de que la belleza sea un atributo concedido por el observador, las atribuciones no suelen variar excesivamente, por lo que se puede llegar a pensar que la belleza es una cualidad que no depende del gusto personal –toda una comunidad comparte el mismo gusto-, sino interpersonal y, por qué no, ajena  al observador: una cualidad, por tanto, propia del objeto, que es percibida o recibida por los sentidos de cada miembro de un grupo dado.
La belleza sería, así, causa o consecuencia de un consenso. Resultaría de un acuerdo, un doble acuerdo: el acuerdo entre una idea sensible o estética y una forma material, dispuesta de tal modo a recibir y transmitir la idea logrando que la forma se dote de belleza o produzca, al ser percibe, una sensación de belleza, y el acuerdo entre los distintos receptores, puestos de acuerdo  sobre las cualidades de los entes acordados. La belleza estaría en el origen del establecimiento de una comunidad de sentidos, u otorgaría sentido común a los observadores. Verían y enjuiciaran el mundo con sentido común, el “sensus communis” que Kant consideraba la facultad adecuada para recibir impresiones de belleza.

Los entes que son (considerados) bellos suelen ser, casi siempre, obras de arte. La naturaleza puede ser hermosa, mas la creación humana es capaz de producir obras con unas cualidades tales que superen las de la naturaleza. Así, al menos, se expresaba Leonardo de Vinci, una opinión que se impuso en Occidente. El obrar del artista pulía las deficiencias y oscuridades de las formas naturales, cuya belleza había quedado embotada por la materia. Por el contrario, la supremacía de la idea mental o estética sobre lo material en la obra de arte, permitía que ésta pudiera albergar una cualidad –la belleza- más proporcionada o luminosa que la que adornaba a la naturaleza reproducida en la obra de arte.
Si la asociación entre belleza y arte se estableció en el Renacimiento, la concepción de la belleza  anteriormente citada –una cualidad propia de obras de arte, resultante de un acuerdo interno y externo a la obra, capaz de poner de acuerdo a una comunidad, de generar una comunidad  que consensua un juicio compartido por todos, una cualidad en beneficio de la vida en común, que disuelve barreras y prejuicios, y redunda en beneficio de todos- es relativamente reciente. No remonta más allá del siglo XVIII.

Sin embargo, algunas culturas antiguas conocían el concepto de belleza. Si en Mesopotamia no existe ningún término que se pueda traducir por belleza –entes que hoy calificaríamos de bellos eran considerados pletóricos, capaces de suscitar sensaciones de abundancia, prosperidad y felicidad, entes que alegraban la vista y el espíritu, juicios que no se desmarcan demasiado de los que suscitan entes bellos, sin embargo-, los griegos antiguos sí poseían un término que se traduce por belleza.
La belleza clásica no eran un atributo tanto de un ente cuanto de una acción: el heroísmo, el valor, el coraje, eran acciones que redundaban en beneficio del quien las acometía y de la comunidad a la que aquél pertenecía.  Eran, pues, acciones que buscaban el bien. Acciones bien hechas, también. Lo útil, provechoso, conveniente y  placentero (un efecto  que se suele asociar de inmediato a la relación con la belleza), como comentaba Platón en el diálogo Hipias Mayor, eran valores asociados a la belleza: bello era lo “razonable”.  Así, la estética y la ética estaban relacionadas.  Lo que causaba un bien era hermoso, como bellos eran los héroes que daban su vida en beneficio de sus iguales, o bella era calificada la muerte en combate que evitaba al héroe –aunque no un muerto, ni la agonía-, necesariamente joven, sufrir las embestidas  de la edad, y la vergüenza de sobrevivir a un combate que hubiera perdido. El propio vocabulario así lo revela: belleza, en griego, se decía kaloskagathos, es decir lo bueno y bello. (de kalos, bello, y agathos, virtuoso, bueno).  Era bueno, es decir, útil y juicioso, emprender una obra bella.

Sin embargo,  ya a principios del siglo IV aC, los griegos fueron conscientes que la belleza no siempre era la manifestación de un acto benéfico. Personas como Sócrates eran bondadosas pese a sus deficiencias físicas –causadas por el descuido y la edad-, que el propio Sócrates se cuidaba de acentuar, comprándose a un sátiro o un sileno, divinidades primigenias bestiales. Por el contrario, Sócrates no podía dejar de estar fascinado por la belleza física de Alcibíades, un joven general capaz de cambiar de bando sin cesar –fue gobernante en Atenas, Esparta y hasta en la corte persa, durante las guerras que Atenas, Esparta y el Imperio Persa sostuvieron-, y de obtener victorias con ardides y engaños y no a cara limpia. Las malas artes eran una práctica habitual de Alcibíades, sin que aquéllas ensombrecieran su belleza.

La asociación entre lo bello y lo bueno era más un ideal, siempre anhelado, mas raramente ganado para siempre, que un hecho. Los griegos sabían que la belleza tenía un lado oscuro.
La belleza estaba simbolizada por una figura seductora: la diosa Afrodita. Mas Platón afirmaba que no se podía contar su origen; éste tenía que ser pasado por alto. Afrodita –al igual que diosas orientales que la precedieron, como las sumerias y babilónicas Inanna o Ishtar- había nacido del contacto del semen de Urano, el Cielo, castrado por su hijo Crono –que trataba de arrebatar el control del Cielo a su padre, sesgando su vitalidad- y el mar. Nació de la espuma de las aguas marinas. Era una diosa deslumbrante (que inspiraba deseos de mejora, incitando tanto a la procreación y la creación, a la vida activa, cuanto a la contemplativa, en pos del esplendor del bien), mas sus hermanas, hijas de la sangre de los testículos del Cielo cercenados y la tierra, eran las horrísonas Furias, sedientas de sangre: en éstas, la fealdad física era la perfecta traducción visual de sus torvas intenciones.  Por otra parte, como si la personificación de belleza se sintiera atraída por lo contrario, Afrodita se unió a Ares, el dios de la guerra, con quien tuvo a la diosa Armonía, pero también a los gemelos Deino y Fobo –el Temor y el Terror-. Afrodita, símbolo de la belleza y la virtud (las tres Gracias –Belleza, Castidad y Voluptuosidad o Entusiasmo, eran tres hermosas simbólicas divinidades que desarrollaban las virtudes de Afrodita-, lindaba con la oscuridad y la destrucción. Los griegos también sabían que la contemplación de la belleza divina, encarnada por Afrodita, no estaba  exenta de peligros. Los dioses eran infinitamente superiores a los hombres. Por tanto, cualquier encuentro, siquiera visual, entre un mortal y un inmortal, podía acarrear trágicas consecuencias. Los sentidos humanos, la vista, sobre todo, no estaba preparada para contemplar tanta belleza: una belleza desmesurada. El perfecto y luminoso cuerpo desnudo de Afrodita, como el de cualquier divinidad entrevista por un humano, deslumbraba. El espectador se quedaba, literalmente, ciego. Y un ciego ya no podía ser un miembro de una comunidad, porque se consideraba que el daño físico que le había sido causado era consecuencia de un acción que no hubiera tenido que emprender: se había salido de los límites asignados a la vida y el actuar humanos. Había querido entrar en contacto con lo que rebasa el marco humano. De ahí el daño infringido, y su inevitable expulsión de la comunidad a fin que su presencia no acarreara males, como los que conllevan acciones perniciosas.

Que el exceso de belleza tuviera efectos fulminantes en quien entraba en contacto con aquélla revela la compleja concepción de la belleza en Grecia. También relaciona la belleza con la mesura y la contención. Ésta tiene que estar proporcionada a los sentidos humanos. Pero también denota que los humanos no se dan por satisfechos con entes bellos  pero contenidos. La belleza suscita de inmediato imágenes que trascienden los límites terrenales y de la comprensión humana. La belleza suscita sentimientos de entusiasmo que llevan  quienes los sienten o los padecen a emprender acciones heroicas, a la búsqueda de valores sobrehumanos, que exigen una entrega tal, que lo que se acaba por entregar es la misma vida, una acción, al mismo tiempo heroica y terrible. La belleza sería así un hermoso mal, una cualidad que haría que las penalidades, las limitaciones de la vida fueran soportables.         






lunes, 15 de octubre de 2012

MoMA (Nueva York): Century of the Child: Growing by Design, 1900-2000 (2012)







El Museo de Arte moderno (MoMA) de Nueva York presenta, hasta el día 5 de noviembre, la exposición: El Siglo del Niño: Creciendo gracias al diseño gráfico e industrial, 1900-2000 (Century of the Child: Growing by Design, 1900-2000)

Exposiciones sobre artistas modernos de vanguardia y el mundo infantil no son nuevas. Sin ir más lejos, el museo Picasso de Málaga mostró el año pasado una gran exposición sobre juegos y libros infantiles del siglo XX por artistas de vanguardia, de Picasso a Warhol.

La exposición del Museo de arte Moderno de Nueva York, sin embargo, tiene otro alcance y, sobre todo, otro objetivo. Se pregunta porqué los artistas modernos se dedicaron con tanto ahínco a dibujar, proyectar y construir no solo o no tanto juguetes y cuentos, sino toda clase de edificios y espacios públicos (guarderías, colegios, hospitales, parques infantiles), muebles, y objetos de uso diario.

La tesis es sugerente. El artista moderno pretendía acabar con estilos y modos de ver y juzgar el mundo considerados caducos o agotados. Los estilos decimonónicos ya no ofrecían nada. Antes bien, acumulaban formas y ornamentos barroquizantes que solo eran un testimonio de un prodigioso saber hacer pero que no revelan ninguna visión nueva de un mundo cambiante. Por este motivo, queriendo recuperar la mirada inocente, y formas no mediatizadas por el saber hacer y la cultura, artistas modernos fauvistas, expresionistas, cubistas, etc., buscaron la inspiración en formas y técnicas de las llamadas artes primitivas, tanto Europeas (arte románico, arte ibérico) cuanto africanas y del sureste asiático, que Europa y los Estados Unidos trajeron a Europa tras colonizar esas partes del arte.
Quizá no sea casual que los artistas de finales del siglo XIX y principios del XX también se fijaran en el arte paleolítico que se descubría -es decir, se veía por vez primera, llamaba la atención cuando hasta entonces, sin duda, había pasado desapercibido- en aquellos años.
La fascinación por los niños respondía a este mismo gusto primigenio (más que primitivo). Se suponía que los niños tenían y ofrecían una mirada novedosa sobre el mundo no lastrada por un exceso de condicionantes culturales. Apreciaban formas y colores puros. El niño era como el primitivo. No sabía nada, y su mirada estaba libre de esquemas, modelos y prejuicios.

Por otra parte, se suponía que el niño, precisamente por sus gustos desprejuiciados y su tolerancia ante el juego, podía apreciar más las formas geométricas y desnudadas, así como las formas inspiradas no en la realidad sino en los sueños (Freud no andaba lejos), que los artistas modernos ofrecían.
El niño empezaba a ser un tema de estudio. Sus necesidades y sus gustos empezaban a ser tenidos en cuenta. Hasta entonces, el niño era juzgado como un deficiente, un ser incompleto, sujeto a la familia. No era todavía una persona, una creencia que se remontaba, en verdad, a la antigüedad (pese a que, con el Cristianismo -entre otras religiones de la tardo-antigüedad tardía, cuando los niños-profetas se multiplicaron y fascinaron, desde Horus hasta los niños surgidos de las entrañas de la tierra comunes en Fenicia-, el niño -Jesús- ya centraba la atención).

La necesidad de proteger a los niños creció con las devastaciones causadas por las guerras mundiales que acabaron con un gran número de adultos, y con los ideales. Se suponía que los nuevos tiempos, tras las contiendas, y los nuevos valores, serían asumidos por los niños, aún no condicionados: se les tenía que educar en libertad -o se les tenía que conformar a unos patrones para convertirlos en buenos patriotas (los nacionalismos europeos del siglo XX fueron una trágica fuente de modelos educativos que se transmitían a través de juegos, carteles, cuentos, etc. Las falanges, las juventudes de todos los colores -aún activas en algunos paises europeos muy cercanos-, con sus equipamientos lúdicos, formativos, enderezadores, hicieron acopio de toda clase de instrumentos para adiestrar, aleccionar, regular comportamientos y mentalidades).

Sin embargo, la exposición no concluye con esta nota amarga. Muestra la compleja relación entre el arte para los niños y el arte moderno. Si el ideario de los artistas de vanguardia les destinaba a implicarse en la creación de objetos y entornos infantiles, las creaciones para los niños, a su vez, determinaron el rumbo del arte moderno. No queda claro si la simplicidad y los colores puros o chillones, sin matices, del racionalismo, en arquitectura, pintura y diseño, fueron concebidos para los niños, o inspirados en las formas y los colores que se suponía gustaban a los niños. El arte infantil ¿era moderno?, o ¿el arte moderno era infantil -o infantilizado-?
El arte infantil fue concebido solo para niños, o para adultos que querían volver a la niñez.
La exposición concluye con los programas educativos televisivos que el cómico norteamericano Pee-Wee concibió en los años ochenta, titulados Playhouse: La Casa del Juego.
Por una vez, un museo de arte moderno se ha convertido en una espacio para jugar, es decir, pensar de verdad -o sobre la verdad.