martes, 18 de diciembre de 2012
Miranda Lambert (1983): The House That Built Me (La casa que me hizo, 2010)
Este tema, votado el mejor del género "country" en 2010 -se considera que evita el tono pusilánime de muchas canciones de este tipo-, ha sido interpretado recientemente por Demi Lovato, y Bruno Mars.
lunes, 17 de diciembre de 2012
Ciudad infernal (en Mesopotamia)
Foto: la diosa infernal Ereshkigal
Cuenta el filósofo Gregorio Luri que en los infiernos no existe arquitectura. ¿Cómo podría haberla? Almas en pena, fantasmas y espectros, en medio de una turbamulta de gusanos no pueden cobijarse en casas: viven enlodados, entre el agua, la tierra embarrada, el fuego y el aire fétido. La muerte, por definición, está asociada a la descomposición, no a la construcción.
Sin embargo, cuando los principales dioses del panteón mesopotámico se repartieron el cosmos, el azar otorgó el cielo a An, el padre de los dioses, el espacio de los vivientes (la tierra y las aguas) a sus hijos, Enlil -el Verbo que clamaba-, y Enki -el Espíritu Ingenioso-, y, finalmente, el mundo de los muertos, a Nergal.
Aquél se hallaba más allá de los confines del mundo visible, ya sea allende el horizonte, en las gargantas montañosas, o debajo de la tierra húmeda. Pero, estuviere dónde estuviera, Nergal era un dios, y los dioses necesitaban palacios, ya sea en lo alto, o en lo hondo. El infierno no acogía solo a los muertos, sino también a las divinidades despiadadas que mandaban a los fantasmas; así que el infra-mundo tenía que poseer un sombrío palacio infernal.
La Gran Ciudad -Eri-gal, o Iri-gal- era una de las denominaciones del infierno. Por eso, Nergal -Ne3-eri-gal-, que significa Señor de la Gran Ciudad, era el Señor adecuado a este lugar umbrío: a esa ciudad negra; una urbe no muy distinta de la uru-ul-la, la ciudad de los tiempos lejanos -la ciudad primigenia- en cuyo seno nacieron todos los dioses.
Eri-gal, en acadio, se llamaba Irkalla: Morada de las Tinieblas. Al mismo tiempo, Eri-gal era otro nombre de Ereshkigal: la esposa de Nergal, la diosa de los infiernos, una divinidad tan ligada a este entorno que ella misma era como una mansión desmesurada. Vivía en los infiernos, al mismo tiempo que acogía, como una madre, o una mansión, a quienes descendían inevitablemernte hacia ella: a quienes se refugiaban en su regazo.
Esa Gran Ciudad infernal se componía de siete anillos de murallas concéntricas, como si de una ciudad celestial se tratase. Ambas, la ciudad de lo alto, y la ciudad en lo hondo, se asemejaban: se reflejaban.
Cada muralla estaba precedida por la Gran Casa (e2-gal) de Ganzer. Esta entidad es misteriosa. Parece que consistía en una imponente, masiva construcción, que se adelantaba con respeto a la linea de la muralla, en la que se ubicaba la entrada a los infiernos o, mejor dicho, a cada nivel infernal. Cada una de estas grandes entradas de acceso, defendida por inmensas puertas de bronce, que solo se abrían para aquellos que no retornarían a la superficie, y que sin duda se componían de una estancia de espera entre dos puertas, estaban bajo el control de divinidades primigenias que habían reinado antes que An y Ki, el Cielo y la Tierra.
El infierno se concebía así como un juego de defensas dispuestas en círculo -una planta perfecta, que ciudades mesopotámicas como Mari reprodujeron- cuya planta debía de formar lo que los griegos denominaron un laberinto. La imagen del infierno mesopotámico resuena aún en la descripción de Virgilio del reino de las tinieblas. También en este caso, puertas broncíneas resuenan como campanas a muerte.
El asiriólogo Jean Bottéro sostiene que el palacio de Ganzer no constituía la entrada al recinto infernal o a cada recinto amurallado, sino que se ubicaba en el centro de este gigantesco laberinto amurallado. Sería la fortaleza central, desmesurada y sombría, inaccesible e impenetrable, cubierta, como por un sudario, por el azul noche de los muros de lapislazuli.
Esta Gran Ciudad que era el Infierno -y los dioses infernales- estaba atravesada por calles. Se ubicaba en el interior de la tierra. Se confundía, pues, con los cimientos de las construcciones de los vivientes. Del mismo modo que los antepasados velaban por sus sucesores, y los edificios se apoyaban en sus cimientos, en los que moraban estos ancestros, todos los edificios nacías de la Iri-Gal, la Ciudad Infernal, de donde nacerían los humanos y a la que retornaría tras el ocaso.
El prototipo de la ciudad mesopotámica no era celestial, como en la Biblia, sino procedía, o se hallaba en las profundidades, de las que ascendía la ciudad terrenal. Esta ciudad primigenia constituía algo así como la base, el asiento de cualquier ciudad temporal.
Vivir era compartir el espacio con los muertos: estar bajo su protección; darles cobijo, aceptarlos, y aprender de ellos. Así como marcar las distancias: necesarios y temidos, pero reconocidos.
El infierno era algo así como una ciudad modélica -en la que nadie quería entrar. Perfecta, acogedora y mortífera: acogía para siempre; no se podía escapar de sus murallas vueltas como garras.
domingo, 16 de diciembre de 2012
El perdón de la deuda (en Sumeria)
Érase un artesano en la ciudad mesopotámica de Lagash (hoy el sur de Iraq). El rey Entemena acababa de ascender al trono, en el año 2400 aC; unos cincuenta años después, Urukagina, otro rey, tomaría el mando de la ciudad-estado.
La situación económica del estado era cada vez más angustiosa. El artesano cavó un pozo, lo llenó de agua, y pobló de peces, provenientes de las marismas cercanas, para poder disponer de alimentos frescos, en un momento en que éstos escaseaban. No podía creer que el noble en cuya casa trabajaba le exigiría la mitad de las escasa pesca que obtendría semanalmente.
Sin embargo, esta situación no era nueva. Cualquier transacción acarreaba impuestos tales que la ruina amenazaba. Los impuestos se doblaban con las mordidas. Se pagaban tasas hasta para morir y ser enterrado. Lo que se pagaba por cualquier trabajo era superior a lo que se ganaba. Los gastos del estado, el mantenimiento de la corte real y de los templos era tan excesivo, que la ciudad estaba aplastada por los impuestos que solo pagaban los artesanos, los pequeños comerciantes, los agricultores y los trabajadores a sueldo en las casas nobles, reales y templarias.
Los prestamistas hacían su agosto. Exigían intereses imposibles de devolver. Pero las deudas no devueltas acarreaban la esclavitud, o la muerte. Toda la población tenía, al menos, un miembro de la familia que había tenido que aceptar convertirse en un esclavo, sin que la deuda aminorara.
El comercio estaba paralizado. Las familias se morían de hambre. Trabajaban de sol a sol solo para devolver una mínima parte de la deuda. Las tierras, cada vez menos labradas -a causa de la creciente falta de mano de obra- daban menos frutos por lo que solo las casas más pudientes podían pagar los precios excesivos de los alimentos y los bienes de consumo.
No había esperanza. No había futuro. Los padres sabían que sus hijos acabarían siendo esclavos si no morían de inanición. ¿Para qué tener hijos hijos, entonces? Toda la vida estaba dedicada únicamente a encontrar algo de trabajo para devolver una parte mínima de la deuda que ahogaba cualquier porvenir. Los abortos, las malformaciones estaban a la orden del día, por la malnutrición y la desesperación anímica.
Fue entonces cuando Entemena, y más tarde, Urukagina, reinaron. Lo primero que hicieron fue crear un nuevo cuerpo de inspectores que sustituyó a uno anterior, corrupto. Enunciaron leyes o normas que pusieron coto a los tributos injustos. Ya no se tendría que pagar incluso para respirar. Urukagina sabía que el estado no podía prosperar, porque los ciudadanos solo podían preocuparse por su mínima supervivencia. La falta de perspectivas ahogaba tanto como las deudas, casi todas injustamente contraídas debido a impuestos que no se correspondían con el trabajo o la actividad realizados, impuestos incluso cobrados solo porque no se hacía nada. La inactividad también era tasada.
Por fin, Urukagina aplicó lo que el Antiguo Testamento denomina el jubileo: la condonación de todas las deudas. Algunos pudieron pensar que el rey trataba de ganarse la fidelidad de los súbditos, de comprarlos, de algún modo. Pero las leyes escritas que han llegado hasta nosotros dicen algo muy distinto: un horrorizado sentimiento de injusticia llevó a ambos reyes a tomar esta medida. Parece como si se hubiera puesto en el lugar de los afectados. La miseria, por otra parte, y la depresión, eran evidentes. Ni siquiera quedándose encerrados en las salas de trono, ambos reyes hubieran podido cerrar los ojos ante lo que acontecía. También fueron conscientes que la supervivencia el reino, y por tanto de la monarquía, dependía de la liberación de los súbditos. Porque, precisamente, el primer rey de la historia que escribió la palabra libertad, o liberación, más bien, fue el rey sumerio Urukagina.
Dos mil años más tarde, Solon, el estadista de Atenas, quizá inspirado por el recuerdo de la benéfica acción de Entemena y de Urukagina, enunció la seisachtheia: literalmente, la sacudida del peso, es decir, de nuevo la condonación de las deudas que los atenienses habían contraído con la oligarquía, deudas tales, que, como en el caso de la ciudad de Lagash, los habían llevado a la esclavitud. Un siglo más tarde, Atenas edificaba el acrópolis.
Eso ocurrió hace cuatro mil quinientos antes. En una época pre-capitalista.
La situación económica del estado era cada vez más angustiosa. El artesano cavó un pozo, lo llenó de agua, y pobló de peces, provenientes de las marismas cercanas, para poder disponer de alimentos frescos, en un momento en que éstos escaseaban. No podía creer que el noble en cuya casa trabajaba le exigiría la mitad de las escasa pesca que obtendría semanalmente.
Sin embargo, esta situación no era nueva. Cualquier transacción acarreaba impuestos tales que la ruina amenazaba. Los impuestos se doblaban con las mordidas. Se pagaban tasas hasta para morir y ser enterrado. Lo que se pagaba por cualquier trabajo era superior a lo que se ganaba. Los gastos del estado, el mantenimiento de la corte real y de los templos era tan excesivo, que la ciudad estaba aplastada por los impuestos que solo pagaban los artesanos, los pequeños comerciantes, los agricultores y los trabajadores a sueldo en las casas nobles, reales y templarias.
Los prestamistas hacían su agosto. Exigían intereses imposibles de devolver. Pero las deudas no devueltas acarreaban la esclavitud, o la muerte. Toda la población tenía, al menos, un miembro de la familia que había tenido que aceptar convertirse en un esclavo, sin que la deuda aminorara.
El comercio estaba paralizado. Las familias se morían de hambre. Trabajaban de sol a sol solo para devolver una mínima parte de la deuda. Las tierras, cada vez menos labradas -a causa de la creciente falta de mano de obra- daban menos frutos por lo que solo las casas más pudientes podían pagar los precios excesivos de los alimentos y los bienes de consumo.
No había esperanza. No había futuro. Los padres sabían que sus hijos acabarían siendo esclavos si no morían de inanición. ¿Para qué tener hijos hijos, entonces? Toda la vida estaba dedicada únicamente a encontrar algo de trabajo para devolver una parte mínima de la deuda que ahogaba cualquier porvenir. Los abortos, las malformaciones estaban a la orden del día, por la malnutrición y la desesperación anímica.
Fue entonces cuando Entemena, y más tarde, Urukagina, reinaron. Lo primero que hicieron fue crear un nuevo cuerpo de inspectores que sustituyó a uno anterior, corrupto. Enunciaron leyes o normas que pusieron coto a los tributos injustos. Ya no se tendría que pagar incluso para respirar. Urukagina sabía que el estado no podía prosperar, porque los ciudadanos solo podían preocuparse por su mínima supervivencia. La falta de perspectivas ahogaba tanto como las deudas, casi todas injustamente contraídas debido a impuestos que no se correspondían con el trabajo o la actividad realizados, impuestos incluso cobrados solo porque no se hacía nada. La inactividad también era tasada.
Por fin, Urukagina aplicó lo que el Antiguo Testamento denomina el jubileo: la condonación de todas las deudas. Algunos pudieron pensar que el rey trataba de ganarse la fidelidad de los súbditos, de comprarlos, de algún modo. Pero las leyes escritas que han llegado hasta nosotros dicen algo muy distinto: un horrorizado sentimiento de injusticia llevó a ambos reyes a tomar esta medida. Parece como si se hubiera puesto en el lugar de los afectados. La miseria, por otra parte, y la depresión, eran evidentes. Ni siquiera quedándose encerrados en las salas de trono, ambos reyes hubieran podido cerrar los ojos ante lo que acontecía. También fueron conscientes que la supervivencia el reino, y por tanto de la monarquía, dependía de la liberación de los súbditos. Porque, precisamente, el primer rey de la historia que escribió la palabra libertad, o liberación, más bien, fue el rey sumerio Urukagina.
Dos mil años más tarde, Solon, el estadista de Atenas, quizá inspirado por el recuerdo de la benéfica acción de Entemena y de Urukagina, enunció la seisachtheia: literalmente, la sacudida del peso, es decir, de nuevo la condonación de las deudas que los atenienses habían contraído con la oligarquía, deudas tales, que, como en el caso de la ciudad de Lagash, los habían llevado a la esclavitud. Un siglo más tarde, Atenas edificaba el acrópolis.
Eso ocurrió hace cuatro mil quinientos antes. En una época pre-capitalista.
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