La fundación, sin embargo, debería haber estado pensada para albergar obras de arte y visitantes. Adolece de los mismos defectos que el Museo Guggenheim de Bilbao. Recorrido laberíntico -que nada aporta a la visita ni a la experiencia estética-, rincones a los que se llega por un dédalo de pasillos, en los que las obras parecen abandonadas, que alternan con inmensas salas cúbicas, que empequeñecen hasta las obras más descomunales. Delimitadas por muros que no llegan al suelo y, a menudo, ni al techo, dan la extraña sensación de haber sido construidas para una feria. Pese a las capas de vidrio que envuelven el edificio, la mayoría de las salas no gozan de iluminación natural, sino de sorprendentemente toscos carriles de focos que dan una luz excesivamente blanca. Las obras no ayudan a una visita serena: grandes, muy grandes, hechas por los artistas más caros del momento -Cattelan, Polke, Tillmans, Tacita Dean, Thomas Schütte, Ellsworth Kelly (que pinta exactamente lo mismo desde hace sesenta años, grandes paneles decorativos de colores primarios), Richter, Koons, etc.-, pocas son las que suscitan emoción (curiosidad, indignación, placer, algo más, por tanto, que indiferencia). Un hermoso conjunto de Polke, equiparable a unos frescos barrocos, se halla rodeado de banales fotos de árboles Tacita Dean, que anulan cualquier recogimiento.
Las obras desmesuradas de Eliasson, compuestas por juegos de espejos y luces, denotan lo que la fundación es en verdad: un palacio de espejos mágicos, deformantes, como en las ferias decimonónicas, donde uno viene a curiosear un momento, deambulando entre cristales de los que se espera nos sorprendan y nos entretengan un tiempo, antes de salir sin tener que pensar en nada, olvidados al momento.
Lo que sí ofrece la fundación es una excelente atalaya para descubrir París desde lo alto, más allá del linde del bosque de Boulogne, gracias a tres pisos de terrazas con distintos niveles, pese a que los planos curvos de vidrio, que protegen de la lluvia, dificulten la vista o, mejor dicho, se interpongan convirtiendo el paisaje urbano en una escena enmarcado, protegida por un grueso vidrio, como si fuera un espectáculo más.
Dos horas de divertimento como en un parque de atracciones. Ningún "recogimiento" o "elevación" estética o moral.
La realidad: un café expreso aguado cuesta cuatro euros.
El sueño no estaba ausente, sin embargo: Vanessa Paradis, mirada huidiza, se deslizaba sin hacer ruido hacia el primer piso. Eso sí era memorable. Quizá solo Louis Vuitton sea capaz de lograr esa encarnación.
Fotos: Tocho, París, diciembre 2014