domingo, 8 de marzo de 2015

UNSUK CHIN (1961): GOUGALON O ESCENAS DE UN TEATRO CALLEJERO (2009-2011)



Unsuk Chin es una compositora de música contemporánea y electrónica sur-coreana afincada en Berlín, considerada una de las mejores compositoras actuales.
Gougalon es una palabra arcaica alemana que significa engañar, enredar.

La obra, cuenta la compositora,  es un reflejo del sentimiento que la compositora tuvo cuando visitó por vez primera ciudades chinas en las que el contraste entre las estructuras antiguas o tradicionales, y los modos de vida que aun acogen, y la ceguera de los muros de cristal de los rascacielos que avanzan imparables.
Este contraste se acrecentó con el recuerdo de unas impresiones de infancia en barriadas pobres en Seúl: el paso de unos titiriteros capaces todavía de seducir con sus teatrillos, fábulas y marionetas, con la música, el baile y las historias que constituían la única diversión en un entorno pobre y represivo, que se puede comparar con la vacuidad o mudez de los torres encerradas tras muros cortina.

La destrucción del pasado (y el amor y la necesidad de las ruinas)



Nimrud; y ahora Hatra. Las destrucciones del pasado mesopotámico en Iraq y en Siria no cesan y no van a cesar. 
¿Por qué se destruye? ¿Por miedo de unas imágenes escultóricas consideradas vivas, imágenes de dioses paganos que se consideran demonios, destrucciones que siguen el dictado bíblico y coránico sobre el trato de los "ídolos"? Quizá. Pero los muros de Nimrud, o las columnas de Hatra no son naturalistas ni evocan ninguna figura sobrenatural.
Quizá se destruyen debido a nuestro gusto por las ruinas.

Existen culturas, hoy en día, en las que las obras del pasado tienen que mantenerse siempre vivas. Ocurre en el cristianismo. Las figuras de los pasos procesionales, incluso si son tallas barrocas, se pintan y se repintan, se vuelven a cubrirse de oro, se lavan, se visten una y otra vez con ropajes recién tejidos, de modo que luzcan con un aspecto inmejorable, como si hubieran salido del taller del tallista. Templos en la India y en el sudeste asiático, independientemente de su antigüedad, se restauran regularmente, lo que significa que se pintan una y otra vez, sustituyendo las partes dañadas por nuevos elementos. Los templos, pese a los siglos que puedan tener, no guardan ningún elemento antiguo que denote el paso del templo. Para que el templo sea un organismo vivo, tiene que mostrarse con todo su esplendor, y los colores vivos, y la ausencia de marcas del tiempo, son la manifestación de su vitalidad. Tienen que irradiar.

Desde el siglo XVI, sin embargo, en Occidente, la lamentación sobre la perdida grandeza de la tradición y la historia clásicas -es decir, imperial romana- ha llevado a la preservación de las ruinas en tanto que ruinas, como advertencia, por otra parte, de la fugacidad de las acciones y las creaciones humanas -en comparación con la eternidad. La ruina es consustancial con la noción de la transitoriedad de la vida humana -una noción que arranca en Mesopotamia (de la que bebe la cultura bíblica) y en Grecia, y con la idea de un dios celoso y vengador que castiga con la ruina del mundo, a quienes se apartan de sus enseñanzas -o las desconocen, como los paganos. Las ruinas son símbolos no tanto estéticos sino morales, que advierten de la omnipotencia de la mirada y de la fuerza de dios que duda en abatir imperios -preparando así la venida del hijo que restaura un orden perdido. 

El descubrimiento de la superioridad moral del hombre ante la naturaleza, que acontece en el siglo XVIII en Occidente, y está en el origen del sentimiento de lo sublime -el sentimiento de la fuerza moral que no se doblega ante los peligros y que lleva a aceptar la idea de la muerte porque ésta solo afecta al cuerpo-, no conlleva el descrédito de las ruinas (que ya no serían necesarias porque el hombre sabe que es el ser elegido, y que, por tanto, en tanto que ser moral, no se apartará de lo que tiene que hacer, no necesita advertencias porque la razón lo guía) sino, paradójicamente, su importancia. Es ante una ruina, con las imágenes de la cólera divina, o la furia de los elementos, que suscita, que el ser humano, como ante una falla vertiginosa, o una situación peligrosas, se crece. 

Quizá haya sido el cuadro del pintor barroco Poussin "Et in Arcadia ego", que muestra a unos pastores contemplando ensimismados un monumento funerario antiguo con la inscripción antes mencionada, el que haya cambiado la actitud ante la muerte -o haya simbolizado mejor un cambio de actitud ante el fin. La muerte existe en Arcadia, el jardín primigenio. Mas la muerte no aterra. Por el contrario, aparece como una etapa de la vida. Los pastores, los seres humanos, no se sientes disminuidos por la muerte. Ésta afecta al cuerpo, no el espíritu. El hombre sabe que se impondrá ante la muerte. 
Las imágenes de destrucción que las ruinas le evocan, no suscitan la sensación de la pequeñez humana, víctima del tiempo y los dioses, sino su superioridad. Ante una ruina, el hombre se sabe mortal, ciertamente, pero también siente que su muerte no es el fin. La ruina suscita sentimientos de superación. Sabemos que no podemos abandonarnos al desánimo, ni entregarnos a la muerte o a la auto-compasión, sino que tenemos que resistir. Nuestro ánimo se rebela y se fortalece. La ruina nos hace fuertes, nos hace humanos, es decir conscientes de nuestra condición mortal y de nuestra superioridad anímica o espiritual. Una ruina despierta nuestras ganas de supervivencia. El hombre se crece ante el peligro del que la ruina es un vivo testimonio.

La búsqueda de ruinas arqueológicas empezó, precisamente, a finales del siglo XVIII. Se excavaron, se restauraron y se construyeron de un modo tal que encerraran una lección moral. Las ruinas son una creación humana. Se levantan o se añaden columnas y arquitrabes de manera a configurar formas que nos fortalezcan, que nos hagan sentirnos más fuertes que las ruinas. Amamos, necesitamos las ruinas porque somos, o nos sentimos, sujetos morales. Nos sentimos superiores a la naturaleza -y a los dioses. 

Y la muerte de una ruina nos afecta más que la muerte de un ser humano ya que, de pronto, nos descubrimos mortales, física y espiritualmente. Perdemos la referencia o el espejo que nos habla de nuestra superioridad mental. Ya no nos sentimos sublimes, ya no tenemos nada, no estamos ante nada que despierte en nuestro interior ese sentimiento de lo sublime, esa placentera sensación que se alza cuando superamos el miedo que la visión de la destrucción causa.

La destrucción de las ruinas es un ataque a la linea de flotación de la concepción humana occidental.
           




jueves, 5 de marzo de 2015

FLORENCE HENRI (1893-1982): LA CIUDAD DESDE LA VENTANA
































Florence Henri: fotógrafa suiza nacida en Nueva York. Educada en París, en contacto con artistas cubistas y teóricos del arte cubista (como André Lhote u Amédée Ozenfant), del arte "primitivo" (Carl Einstein), del arte abstracto con formas "primigenias" (Arp)  de la fotografía y el grafismo (Archipenko) en Berlín, y en la Bauhaus (por Moholy-Nagy).

La composición cubista es su referente. En sus fotografías, diversos espejos multiplican las formas geométricas (esferas, sobre todo: recordaba el dicho de Cézanne según el cual, el cilindro, el cono y la esfera informaban las formas de la naturaleza) de las naturalezas muertas que compone.

La ciudad también es su objetivo. La ventana, el marco a través del cual descubrirla, componerla y recomponerla. Ventanas entreabiertas, cuyos paños de cristal, y cuyas persianas cortan las vistas y las multiplican, y barandillas metálicas cuyos barrotes también trocean las vistas.

El vidrio y el metal que organizan la ciudad al mismo tiempo que la duplican y la dividen acaban siendo los protagonistas de las célebres vistas de Henri de pabellones con estructura metálica y cubiertas transparentes de las exposiciones universales de entreguerras.

Una gran exposición antólogica de Florence Henri, en el Jeu de Paume de París, celebra la mirada moderna de la ciudad -mirada que parcela la ciudad- de una artista hoy menos recordada.

martes, 3 de marzo de 2015

GIL SCOTT-HERON (1949-2011): NEW YORK IS KILLING ME (2010)



Apabullante

GREGORY CREWDSON (1962): SUBURBIOS



































Un pueblo, un arrabal. Una carretera lo atraviesa; a menudo dos que se cruzan, apuntando, como na pistola en todas las direcciones. Casas bajas, aisladas, de madera, rodeadas de un jardín. Están abiertas, tienen una puerta abierta, pero no invitan a entrar. Se diría que han sido abandonadas o están pobladas por fantasmas. Es siempre de noche, o al atardecer. Las farolas están ya encendidas y por las ventanas, la luz amarillenta de las lámpara de mesa ilumina pálidamente interiores en los que nadie vive: los habitantes han muerto, quizá asesinados, o han quedado petrificados, ensimismados en un mundo que se adivina se ubica -quizá en sueños- más allá del entorno tintado de azul. Por las calles que son carreteras, un vehículo de otra época. Detenido en medio de la calzada, con una puerta abierta. Nadie camina. A veces, una figura solitaria, sentada en la acera y empequeñecida por el vacío físico y moral que se intuye. El espacio es demasiado grande para tan poca vida. Las luces pareces focos carcelarios. Hace frío. Ha nevado.
Gregory Crewdson es un cruel retratista de la ciudad moderna (norteamericana), soñada pero convertida en pesadilla, o tan solo en un entorno desolador.
Las imágenes, minuciosamente compuestas, reproducen la realidad, a través de esquemas propios del cine. Por eso, quizá, resultan atractivas y temibles. Como si se temiera quedar atrapado en ellas. Aunque es posible que yo lo estemos.